El impacto de las “nuevas amenazas”
en las políticas de seguridad
¿Por qué algunos actores políticos sostienen que las Fuerzas Armadas deben intervenir en asuntos diferentes a la defensa de un territorio ante un ataque militar, su misión principal? ¿Hay amenazas a la seguridad que pueden equipararse a una amenaza externa y que justifiquen el uso de poder militar dentro de las fronteras? Para responder estas preguntas hay que revisar cómo se construyó la idea de las “nuevas amenazas”, quiénes la promueven como una nueva doctrina y cuáles son esos supuestos peligros.
En América Latina, durante las décadas de 1980 y 1990 un proceso de democratización puso fin a los gobiernos militares que habían proliferado durante el siglo XX. La “doctrina de seguridad nacional”, que impulsada por los Estados Unidos había sido adoptada en todo el continente, también fue abandonada cuando el fantasma del comunismo ya no pudo ser utilizado para la construcción de enemigos internos. Al mismo tiempo, como consecuencia de la democratización se debilitaron las tensiones que existían entre distintos países de la región. La guerra con una nación vecina, que era la principal hipótesis de conflicto militar para la mayor parte de los países latinoamericanos, fue desapareciendo como posibilidad. Con matices según la situación y la historia de cada país, en general estos procesos resultaron en una pérdida de relevancia de las Fuerzas Armadas como actores políticos.
En el mismo periodo de tiempo, y en toda la región, la cuestión criminal y la seguridad ciudadana se convirtieron en temas centrales de la agenda política. Esto dio lugar a que muchos países favorecieran el involucramiento de los militares en “el combate a la criminalidad”. Con diferentes niveles de gravedad en cada país, la persistencia de la desigualdad económica y la expansión de mercados ilegales como el del tráfico de armas y de drogas -apuntalada por el aumento del consumo en los Estados Unidos- contribuyeron a transformar a América Latina en una de las regiones más violentas del mundo
En este contexto, algunas agencias gubernamentales de los Estados Unidos –entre ellos el Comando Sur de las Fuerzas Armadas- y lobistas de las Fuerzas Armadas de la región elaboraron y difundieron la doctrina de las “nuevas amenazas”. Esta doctrina sostiene que, ante la ausencia de conflictos bélicos en la región, las amenazas principales a la estabilidad de los Estados provienen ahora de la criminalidad organizada transnacional, en particular de actividades ligadas al tráfico de drogas y a fenómenos como “la pobreza”, “las migraciones”, “el populismo”. En los últimos años, los Estados Unidos insisten en sumar al terrorismo a este grupo. Desde este punto de vista, las Fuerzas Armadas de cada país deberían ser reentrenadas para enfrentar estas cuestiones heterogéneas y que en más de un caso son fenómenos socioeconómicos complejos.
La razón por la cual estas problemáticas deberían recibir una respuesta militar no termina de quedar clara. En algunos casos se argumenta que se trata de fenómenos transnacionales, como si ello fuera sinónimo de una agresión externa militar. En otros se afi rma que, al no haber hipótesis de conflicto militar, para no malgastar recursos, las Fuerzas Armadas deberían transformarse en una suerte de fuerza policial. En todos los casos, quienes buscan convencer a las autoridades y a la opinión pública de que no existe una diferencia de naturaleza entre la seguridad ciudadana y la defensa nacional utilizan a las “nuevas amenazas” como argumento central. En este sentido, esta postura implica una continuidad con la doctrina de seguridad nacional. Varios factores explican la irradiación de este paradigma y las transformaciones institucionales y de políticas que provocó en la seguridad y la defensa.
La “lucha contra el narcotráfico” ha ocupado el centro de las agendas políticas, y electorales, de muchos países y se pusieron en marcha una serie de respuestas securitarias, que en muchos casos incluyeron el uso interno del poder militar. Aún luego de mostrarse inefectivas y colaborar con el recrudecimiento de la violencia, estaspolíticas suelen tener un relativo consenso social. Esto se explica, en buena medida porque el narcotráfico se ha constituido en una de las preocupaciones sociales más importantes, asociada a la inseguridad y la violencia. Despierta un pánico social que no es independiente de la prohibición de las drogas y su conceptualización histórica como un mal que debe ser “combatido” a cualquier costo.
En cambio, la agenda sobre terrorismo no se relaciona, en la mayoría de los países, con una preocupación social extendida. Su presencia en los discursos y programas de las áreas de defensa y seguridad se vincula más bien con una necesidad de las agendas diplomáticas hemisféricas y con la relación bilateral con los Estados Unidos. En algunos países, se ha usado esta agenda, a través de las leyes antiterroristas, para perseguir y estigmatizar a grupos y conflictos sociales.
Allí donde se materializa en políticas públicas, la idea de las “nuevas amenazas” da lugar a una militarización de la seguridad interior, a una securitización de agendas sociales como la pobreza y las migraciones, o a ambas cosas a la vez. Implica la ampliación de las capacidades de los Estados para realizar tareas de inteligencia o para intercambiar información entre agencias de diferentes Estados. Las “nuevas amenazas”, en especial el narcotráfico, son presentadas como justificación de técnicas de investigación y formas de vigilancia supuestamente dirigidas a los grupos criminales, pero, que muchas veces, se utilizan contra opositores políticos u otros actores sociales e impactan sobre los derechos a la organización, la participación, la protesta y la privacidad. También ha sido el trasfondo de reformas normativas que implican el debilitamiento del debido proceso, al reducir o eliminar garantías frente a una clase de delitos que, supuestamente, requiere respuestas excepcionales.
La construcción del “narcoterrorismo”
La definición imprecisa y difusa de las “amenazas” y la falta de diagnósticos serios favorecen que los temas que pueden ser abarcados por esta agenda se amplíen constantemente y que las definiciones y soluciones se vayan desplazando de un problema a otro. Un buen ejemplo es la categoría de “narcoterrorismo”, cada vez más invocada por algunas agencias de los Estados Unidos y otros actores regionales.
El término “narcoterrorismo”, utilizado como un equivalente de “narcoguerrilla”, comenzó a usarse en la década de 1980 en Perú para caracterizar a la organización Sendero Luminoso. Más tarde, fue adoptado para describir a las FARC colombianas. Según el Departamento de Defensa de los Estados Unidos, “narcoterrorismo” refiere a los actos de violencia -asesinatos, secuestros, bombardeos- cometidos por trafi cantes de droga para generar disrupciones que desvíen la atención de sus operaciones ilícitas. La Drug Enforcement Administration (DEA) utiliza otra definición: el “narcoterrorismo” sería una subdimensión del terrorismo, en la cual se evidencia participación de individuos o grupos terroristas en actividades asociadas al cultivo, manufactura, transporte y distribución de drogas.
Después de los ataques sufridos por los Estados Unidos en septiembre de 2001, la idea de “narcoterrorismo” fue utilizada para ampliar el alcance de la definición de terrorismo. Por ejemplo, en 2004, el exdirector ejecutivo de la Oficina de las Naciones Unidas contra las Drogas y el Delito (UNODC) afi rmó que “luchar contra el tráfico de drogas es igual a combatir el terrorismo”. En esta línea, en 2012, el House Committee on Homeland Security de los Estados Unidos propuso que las organizaciones dedicadas al tráfico de drogas fueran clasifi cadas automáticamente como grupos terroristas y argumentó que eso generaría una mayor capacidad para contrarrestar su amenaza a la seguridad nacional. En marzo de 2017 más de 400 personas de 14 países asistieron al seminario El crimen transnacional y las redes de terrorismo internacional como factores de amenaza híbrida, organizado por el Ministerio de Defensa colombiano con el apoyo del Comando de Operaciones Especiales Sur de los Estados Unidos. Según el director de la Escuela de Guerra de Colombia las amenazas híbridas son “la combinación de lo convencional con lo no convencional”. “En una guerra o amenaza convencional, sabemos quién es el enemigo... Algo que no es convencional tiene formas de actuar de manera irregular, no sabemos dónde se encuentra, no sabemos quién es el enemigo”, explicó.
El término “narcoterrorismo” sugiere que existe una relación simbiótica entre dos fenómenos, relación que la evidencia empírica pocas veces confi rma. Al mismo tiempo, sobreestima la importancia que tiene el dinero del narcotráfico en el financiamiento del terrorismo, explicó.
A nivel regional y global, esta confusión entre narcotráfico, terrorismo y otras redes criminales habilita una agenda de militarización y restricciones de derechos que en los Estados Unidos y Europa están asociadas a la “guerra contra el terror” y que es también promovida en países en los que no existen hipótesis de amenazas terroristas. Finalmente, la asociación entre ambos fenómenos no conduce a la elaboración de mejores políticas para abordar a ninguno de los dos problemas.
La demarcación entre defensa y seguridad
En los últimos 30 años, en América Latina estuvieron en tensión dos tendencias opuestas sobre los modos de ejercicio de la violencia estatal. La primera está orientada a establecer una distinción clara entre seguridad y defensa y a restarle poder a las Fuerzas Armadas como actor político, como una condición para la democratización de la región. La segunda sigue la receta de los Estados Unidos según la cual las Fuerzas Armadas deben seguir interviniendo en temas de seguridad, porque ya no hay amenazas militares.
En términos generales, y con matices locales, se puede decir que en la zona norte de la región -México, Centroamérica, el Caribe- esta última tendencia fue dominante. Y que en el Cono Sur, la distinción entre seguridad y defensa fue un aspecto importante de la historia política reciente, asentada en un consenso amplio respecto a limitar la relevancia de las Fuerzas Armadas como actor político y a definir sus competencias ciñéndose a su misión principal. En los países andinos las Fuerzas Armadas tienden a ser multifuncionales, ya que además de su rol tradicional en la defensa y de intervenir en asuntos de seguridad cumplen otras funciones en cuestiones sociales, de infraestructura, de transporte, e inclusive participan de la administración de empresas estatales.
Al mismo tiempo, al analizar las políticas de seguridad ciudadana en sí mismas, incluso al interior de los países del Cono Sur se manifestaron tensiones. Por un lado, existe una tendencia a la reforma de las policías, basada en la idea de que se trata de cuerpos civiles armados y en la promoción de una visión del policía como trabajador y no como soldado. Por el otro, hay una tendencia opuesta que, a través de la creación de equipos tácticos fuertemente armados y su utilización en tareas de patrullaje urbano, conduce a estrategias de seguridad diferenciadas para los barrios pobres, que se ven sometidos a situaciones de ocupación territorial. El efecto péndulo entre políticas de seguridad democráticas y políticas de mano dura tiene como uno de sus componentes este ida y vuelta entre desmilitarización y remilitarización de los cuerpos policiales y sus técnicas de despliegue e intervención.
La dimensión geopolítica
La cuestión de las “nuevas amenazas” y de la militarización de la seguridad interior remite a cuestiones de geopolítica regional. El acercamiento a esta doctrina está ligado a la renuncia por parte de los países latinoamericanos a discutir y desarrollar una política de defensa nacional y regional autónoma de los Estados Unidos. Por este camino, la dimensión de la defensa tiende a desaparecer al ser subsumida bajo estrategias de seguridad militarizadas y supeditadas a las directrices y orientaciones del aparato militar estadounidense.
Este movimiento se ha intensifi cado desde que algunos gobiernos suspendieron su participación en la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), un espacio que con sus problemas y tensiones había funcionado como plataforma para plantear la necesidad de una política de defensa regional y de sustraerse a la doctrina de las nuevas amenazas. Los gobiernos que llegaron al poder en los últimos cinco años en países como Brasil, Argentina, Paraguay y Chile optaron por un nuevo alineamiento, más explícito, con la política estadounidense en lugar de fortalecer los instrumentos regionales autónomos.
Parte importante de este realineamiento es la asunción de la agenda de las “nuevas amenazas” y de la “lucha contra el terrorismo” promovida por los Estados Unidos. En este sentido, el problema de la militarización de la seguridad excede la cuestión de la forma que adoptó la política de drogas en el mundo, basada en el paradigma prohibicionista y el abordaje bélico sobre la oferta, pero tiene allí uno de sus puntos centrales de anclaje y desarrollo, junto al de la “lucha contra el terrorismo”.
El endurecimiento de las políticas de seguridad en América Latina
La doctrina de las nuevas amenazas impacta en las políticas de seguridad de los países de América Latina alimentando el endurecimiento de la respuesta estatal a fenómenos criminales diversos e incluso a problemas sociales que no están relacionados con dinámicas delictivas. Este proceso está compuesto por dos tendencias. Una, la militarización de la seguridad, implica el involucramiento de fuerzas militares en tareas propias de las fuerzas policiales. Otra supone la reorientación de los componentes tradicionales de los sistemas penales y de seguridad –las fuerzas policiales, las leyes y los códigos penales, el aparato de inteligencia- para abordar problemáticas redefinidas como temas de “seguridad nacional” y para la persecución de enemigos internos.
En algunos países se observan las dos tendencias; en otros, el rol de las Fuerzas Armadas se mantuvo acotado y el alineamiento con la doctrina de “las nuevas amenazas” se apoya sobre todo en el funcionamiento de las policías y en modifi caciones normativas.
La militarización de la seguridad
Los cuerpos policiales se basan en la misma premisa que el poder militar, en tanto son instrumentos que materializan y operativizan el ejercicio estatal monopólico de la violencia legítima. Pero, las misiones de seguridad y de defensa son cualitativamente distintas en lo que hace al entrenamiento, las capacidades, el equipamiento y los principios de actuación y uso de la fuerza, entre otras cuestiones.
En los últimos años, el surgimiento de los paradigmas de la seguridad ciudadana y las formas de trabajo policial “de cercanía” buscaron profundizar la diferencia conceptual entre las esferas de la seguridad y la defensa. Pero, en el mismo periodo, la doctrina de las “nuevas amenazas” funciona como una fuerza que va en dirección opuesta ya que procura disolver la diferencia entre seguridad y defensa y promover la militarización de la seguridad.
Para evaluar la existencia o la intensidad de los procesos de militarización en cada contexto nacional pueden utilizarse una serie de indicadores.
1. La normativa
La existencia o ausencia y, según el caso, el debilitamiento o el fortalecimiento, de la normativa que distingue las funciones que deben cumplir las fuerzas policiales de aquellas a cumplir por las fuerzas militares. Así, por ejemplo, una legislación que avale la intervención de las Fuerzas Armadas en seguridad interior implica un mayor desarrollo de la militarización, mientras que la regulación y diferenciación de las funciones de defensa nacional y seguridad interior es un paso en la dirección contraria.
Resulta fundamental evaluar, además, si se ponen en juego mecanismos para esquivar las disposiciones que existen. Esto puede observarse, por ejemplo, en el uso de normativa de menor jerarquía o regulaciones internas a las fuerzas que aprovechan ambigüedades en la legislación nacional para involucrar a las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad.
2. La organización conjunta
La organización y funcionalidad de los sistemas de seguridad y de defensa pueden ser observadas a través de la existencia de arreglos institucionales específicos. Por ejemplo, la institucionalización de ámbitos conjuntos de decisión entre fuerzas militares, policiales y organismos civiles o el intercambio de información de inteligencia entre policías y militares indican un avance en los niveles de militarización. Lo mismo ocurre con la existencia de grupos operativos conjuntos integrados por militares y policías y con la capacitación de militares en temas de seguridad.
3. La participación de militares en acciones contra el delito
El aspecto que implica el grado más avanzado de militarización es la participación directa de fuerzas militares en operaciones contra el delito.
La experiencia latinoamericana de militarización de las políticas de drogas permite diferenciar tres tipos de escenarios de intervención militar: la participación en contextos rurales, por ejemplo, en operaciones de erradicación forzosa de cultivos ilícitos; la participación en ámbitos urbanos, como el patrullaje en áreas con altos niveles de criminalidad, los allanamientos y los enfrentamientos conbandas criminales y, tercero, la participación en operaciones de interceptación terrestre, aérea y marítima o fluvial de tránsitos asociados con actividades ilícitas. A ello se suma la intervención de militares en tareas de inteligencia criminal, especialmente a partir de la incorporación del terrorismo en la agenda de las nuevas amenazas.
Las justificaciones
Para justificar la intervención militar en seguridad, se suelen esgrimir una variedad de argumentos. El más básico, porque es la razón de existencia de la doctrina de las nuevas amenazas, es la idea de que las guerras interestatales ya no existen y que las amenazas provienen del narcotráfico, de otros delitos o de problemas socioeconómicos. Según esta mirada, las Fuerzas Armadas latinoamericanas están ociosas y deberían ser utilizadas para la protección de la seguridad interna. Este mismo enfoque sirvió para involucrar a los militares en otras funciones, más alejadas de la seguridad pero igualmente fuera de sus misiones principales, como la custodia de puntos geoestratégicos o tareas de asistencia social durante catástrofes naturales.
Al mismo tiempo, la preocupación social por la violencia y el delito es utilizada como coartada de sucesivos gobiernos de la región para desplegar a los militares como medida antidelincuencia. Estas políticas muchas veces se diseñan y ejecutan siguiendo lógicas político-electorales cortoplacistas que buscan en el recurso a las Fuerzas Armadas una salida para reforzar la idea de que se está endureciendo el “combate” a la criminalidad. En esa misma línea, las políticas de militarización suelen estar fundamentadas en una perspectiva que sostiene que las policías se encuentran sobrepasadas en sus capacidades operativas para hacer frente a los problemas de seguridad que se presentan como crecientemente complejos. Las estrategias formuladas para hacer frente al narcotráfico y a otras “amenazas a la seguridad regional” suelen plantearse entonces en términos bélicos, junto aun pesimismo sobre la capacidad del Estado para abordarlas. Esto contribuye a legitimar todo tipo de medidas de “combate”, como la intervención de las Fuerzas Armadas en tareas policiales o también el uso de grupos tácticos de élite en tareas que antes realizaban efectivos policiales ordinarios. La corrupción de las fuerzas de seguridad es otro argumento que descansa en la idea de que las Fuerzas Armadas no están “contaminadas”.
La insistencia en la cuestión de las “nuevas amenazas” funciona muchas veces como una operación de comunicación política que permite distraer la atención de otros fenómenos muy relevantes, como por ejemplo la connivencia estatal (policial, política, judicial e incluso militar) sin la cual esos mismos mercados ilegales que son calificados como amenazas al Estado no podrían expandirse.
Las consecuencias negativas
Del involucramiento de militares en tareas de seguridad se derivan problemas políticos e institucionales. En primer lugar, esta política redunda directamente en la desprofesionalización de las Fuerzas Armadas, que han sido entrenadas y equipadas para cuestiones complejas relativas a la defensa nacional y no están capacitadas para resolver de forma efi caz problemas de criminalidad. Y, de manera simultánea, el recurso a las Fuerzas Armadas invisibiliza los problemas estructurales que tienen las fuerzas policiales, tanto en materia de corrupción como de ineficacia. Así, la participación de los militares se transforma en una coartada para evitar las reformas de fondo que requieren las policías de la región.
En segundo lugar, la experiencia también indica que utilizar las Fuerzas Armadas para tareas policiales suele culminar en la degradación de la institución militar. Esto ocurre porque los militares se involucran en los mismos procesos de corrupción que afectan a las fuerzas policiales, bajo diferentes modalidades: connivencia con los actores que componen las redes criminales, desarrollo de grupos paraestatales asociados a miembros de las fuerzas militares o implicación directa de los funcionarios militares en mercados ilegales. Por ejemplo, en Guatemala ex miembros de la unidad especial del Ejército conocida como Los Kaibiles fueron reclutados por el cartel mexicano de Los Zetas para transmitirles técnicas y conocimientos específicos adquiridos durante su entrenamiento militar.
En tercer lugar, la asignación de misiones no primarias a las Fuerzas Armadas implica una expansión de la presencia militar en el sistema político y en la sociedad. Esto resulta especialmente riesgoso en países cuyas democracias son relativamente nuevas e inestables, y donde luego de las reinstauraciones democráticas las fuerzas militares conservaron múltiples funciones en materia de seguridad interna. En muchos casos los militares continúan siendo un actor de peso co n una gran capacidad de incidencia sobre la vida política y social, y sobre la definición de estrategias de gestión de la conflictividad. La militarización tiende a otorgar mayores niveles de autonomía a las fuerzas militares, a desequilibrar las relaciones cívico-militares y, en consecuencia, a reducir la conducción política del poder civil.
Finalmente, involucrar a los militares en seguridad interior resulta funcional al debilitamiento de las capacidades de defensa que les competen y para las cuales están formados. De este modo, la estrategia de militarización de la seguridad puede perjudicar el fortalecimiento, la mo- dernización y la soberanía de las políticas dirigidas a estipular definiciones estratégicas para la defensa nacional y la supervivencia del Estado. Esta situación consagra la posición hegemónica de los Estados Unidos a nivel regional, dado que refuerza su influencia sobre las estrategias de los Estados. Al mismo tiempo, la militarización de la seguridad tiene impactos negativos en los derechos humanos que son analizados en el capítulo 3 de esta publicación.
La reorientación del sistema penal y de las políticas de seguridad
Juan Gabriel Tokatlian observa que la evolución de las políticas de drogas desde la instauración del régimen internacional prohibicionista a principios del siglo XX implicó, entre otras cuestiones, la securitización -convertir un problema de salud en un problema de seguridad- y, yendo un paso más allá, la militarización -involucramiento de las Fuerzas Armadas como herramienta del paradigma prohibicionista.
Si la securitización de la cuestión de las drogas es un fenómeno de larga data en la región, la inclusión de este problema en la doctrina de las “nuevas amenazas” supuso un nuevo impulso al endurecimiento que se observa no sólo en la militarización de la seguridad sino también en la reorientación de los sistemas de seguridad y penales. Este segundo aspecto implica un alejamiento de la noción de seguridad ciudadana, tal como la entiende por ejemplo la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que la define como “un enfoque centrado en la construcción de mayores niveles de ciudadanía democrática, con la persona humana como objetivo central de las políticas a diferencia de la seguridad del Estado o el de determinado orden político”.
La doctrina de las “nuevas amenazas” vuelve a colocar como sujetos a proteger al Estado y a un determinado “orden público”. Con la reinstalación de la “seguridad nacional” como prioridad, aun en aquellos países en los que las Fuerzas Armadas no intervienen en seguridad interior, se producen fenómenos de militarización de las fuerzas policiales y modifi caciones normativas que abren la puerta para etiquetar a determinados grupos o actores como enemigos internos o amenazas a la soberanía. Al mismo tiempo, las lógicas de la opacidad y el secreto, propias del ámbito militar y de la defensa, se expanden para incluir a las fuerzas de seguridad y a las rutinas de inteligencia criminal, que dejan de rendir cuentas como si cualquier información o evaluación sobre sus modos de funcionamiento implicara revelar algo a un “enemigo” no precisado.
La aplicación de patrones e ideas militaristas a la organización del sistema de seguridad interior afecta sobre todo a las instituciones policiales. El procesamiento de la criminalidad a través del lente militar influencia cómo la policía y otras agencias de control del delito piensan estratégicamente sus funciones, la estructura institucional que adoptan, las decisiones que toman y otros elementos organizacionales que llevan a las policías a actuar de acuerdo con patrones que siguen el modelo militar.
Uno de los indicadores de la militarización de las policías es la creación de cuerpos o grupos tácticos o de elite para tareas rutinarias como detenciones, allanamientos, incautaciones u otros operativos y la expansión de sus funciones dentro de las fuerzas de seguridad.
El equipamiento y la tecnología que utilizan las fuerzas también son indicadores, especialmente cuando se relacionan con la ampliación del uso de armamento militar en contextos de seguridad interior. El equipamiento militar tiene una mayor capacidad de fuego que el de las policías y la formación que requiere para ser usado es mucho más compleja y específi ca. Sus altos niveles de lesividad y letalidad lo hacen inapropiado para la interacción con ciudadanos.
Por último, las intervenciones de ocupación territorial de barrios pobres han surgido en los últimos años como una estrategia de seguridad privilegiada en diferentes países. Con matices importantes, estas ocupaciones se presentan como operaciones para “recuperar” zonas supuestamente perdidas a manos del narcotráfico y la delincuencia. La ausencia de evaluación seria de estas políticas hace que se sigan aplicando y recomendando, a pesar de su impacto negativo en las poblaciones de estos barrios.
El crecimiento exponencial de la población carcelaria y las críticas situaciones de hacinamiento y sobrepoblación que se viven en la región también son en buena medida consecuencia del endurecimiento de las políticas contra las drogas. Si la doctrina de las “nuevas amenazas” ilustra la dimensión geopolítica del fenómeno, las diversas “guerras contra el narcomenudeo” e incluso la criminalización de consumidores que se registra en toda América llevan a los barrios, las calles y las cárceles de todo el continente una combinación entre prohibicionismo extremo, construcción de enemigos internos, montajes comunicacionales de alto impacto y abordaje del delito en clave de seguridad nacional que constituye un riesgo para toda la región.
El despliegue de estrategias de “combate” ha probado no ser efi caz para reducir el narcotráfico ni la violencia asociada a comportamientos delictivos. Por el contrario, estas medidas tienden a reproducir las dinámicas de violencia social e institucional que caracterizan a la región. Sin desconocer la gravedad que pueden tener problemas de seguridad tales como el narcotráfico o el terrorismo, estos fenómenos no pueden ser abordados con la misma estrategia, puesto que no se manifi estan de la misma forma en todos los países. El resultado de estas intervenciones es, en todos los casos donde se han intentado, el fracaso en solucionar el problema que motivó la decisión de impulsar las tácticas de “guerra”. A pesar de que los efectos de estas políticas resultan muy difíciles de revertir en el corto y mediano plazo, el endurecimiento y la militarización persisten y se incrementan, apoyados en una serie de procesos de carácter regional, aunque con especifi cidades nacionales.
ARGENTINA
EL PELIGROSO AVANCE DE LA COALICIÓN PROHIBICIONISTA
La Argentina es uno de los pocos países que había sostenido una separación normativa clara entre defensa nacional y seguridad interior. La gestión de Cristina Fernández de Kirchner decidió la intervención de militares en la custodia de la frontera norte del país para reforzar la vigilancia aérea y terrestre como estrategia de “lucha” contra el narcotráfico –con los Operativos Fortín I y II y Escudo Norte. Esta decisión estuvo relacionada con la de trasladar a la Gendarmería Nacional, la fuerza de seguridad federal encargada de las fronteras, a patrullar los centros urbanos y los barrios pobres. Esta intervención en seguridad fue de hecho, sin reformar el marco legal. Durante el gobierno de Mauricio Macri la tendencia a habilitar la intervención militar en seguridad interna se profundizó y fue enmarcada en un programa político explícito alineado al paradigma de las “nuevas amenazas” y a una perspectiva prohibicionista y punitiva. El gobierno actual puso en el centro de su agenda la “guerra contra el narcotráfico” y el “combate al terrorismo”. Este discurso es un quiebre político con el principio de demarcación entre defensa y seguridad que legitima la intervención militar en seguridad y renuncia a desarrollar una política de defensa nacional y de profesionalización de las Fuerzas Armadas.
El cambio se tradujo en varias medidas. Apenas asumido, el gobierno declaró la emergencia en seguridad para intervenir sobre las “nuevas amenazas”, lo que incluyó un decreto para habilitar el derribo de aeronaves. En 2018, modifi có el decreto 727/06, que reglamenta la ley de defensa nacional: eliminó la referencia a las agresiones militares de otros Estados como las únicas a las que pueden responder los militares, amplió su intervención bajo la modalidad de “apoyo logístico” y habilitó la posibilidad de que las Fuerzas Armadas custodien “objetivos estratégicos” como centrales nucleares o recursos naturales. En el mismo sentido, el gobierno derogó las directivas militares vigentes y las reemplazó por un plan relacionado con las “nuevas amenazas” y puso a Venezuela como centro de la inestabilidad regional.
Esta transformación reforzó la influencia de los Estados Unidos que, en materia de narcotráfico, se canaliza desde la década de 1990 a través de la DEA. La subordinación a la agenda de los Estados Unidos se hizo explícita en reuniones y visitas de alto nivel para aumentar la cooperación, en particular con el Departamento de Estado y el Comando Sur, y en los intercambios por entrenamiento y comercio de armas, sobre todo con Israel. Pero esta agenda no es por completo una imposición externa sino que integra también la cosmovisión de las elites locales. Es esta coalición prohibicionista local la que sostiene, sin datos que lo corroboren, que la Argentina está en una situación de urgencia descontrolada, provocada por el mercado de las drogas y la influencia del terrorismo, que requiere medidas que superan la capacidad de aparato de seguridad.
Este enfoque no se tradujo en un despliegue territorial operativo de los militares, tanto por la resistencia social y política –que en buena medida se explica por el accionar militar durante la última dictadura- como por la de las propias Fuerzas Armadas que no están convencidas de asumir este nuevo rol policial sin presupuesto ni plan de modernización real.
Esta “militarización gestual” tiene un alcance operativo limitado pero genera un escenario proclive para la militarización de la seguridad y el endurecimiento policial. En la Argentina, lo que ocurre en los hechos es una transferencia de recursos desde el aparato de defensa al de seguridad.
Ahora, las Fuerzas Armadas son parte del dispositivo de seguridad ya que, intervengan o no activamente, serán llevadas a la frontera para remplazar a las fuerzas policiales que se despliegan en los centros urbanos. Este tipo de patrullaje es presentado como totalmente inocuo. Sin embargo, abre muchos interrogantes, como por ejemplo su relación con la inteligencia militar, práctica que tienen prohibida por ley. La expresión prohibicionista y militarista se articula con políticas y una retórica extremadamente punitivas y securitistas frente a cuestiones sociales como la migración, la disputa por las tierras y la protesta social.
De este modo, la “guerra” contra el narcotráfico y el terrorismo se utiliza como justificación para sobredimensionar el aparato de seguridad y organiza las políticas y las acciones de ampliación punitiva. La Argentina tiene una tasa de policías por habitante que casi triplica la recomendada por Naciones Unidas -300 contra casi 900 cada 100 mil habitantes- pero, aun así, la coalición prohibicionista sostiene que no alcanza. A su vez, con la idea, nunca comprobada de que las policías están sobrepasadas, se da intervención a grupos policiales de elite. Al mismo tiempo, por la lógica de la seguridad nacional, se amplió la agenda de inteligencia con el impulso de nuevas herramientas procesales de vigilancia, la cooperación e intercambio de información de inteligencia entre países y la ampliación de la lógica del secreto. Todo esto ya está impactando en un aumento sostenido de las tasas de encarcelamiento sobre todo por delitos menores relacionados con las drogas, como el narcomenudeo, en una mayor vigilancia estatal y en denuncias de inteligencia ilegal.
El endurecimiento y la militarización
de las políticas de seguridad en América Latina
Los procesos de endurecimiento de la seguridad en los países latinoamericanos son heterogéneos, pero con ciertos rasgos comunes que confl uyen en una tendencia regional. Las políticas que se implementaron muestran la influencia directa de los Estados Unidos en esta agenda, pero también que en gran parte de la región hay actores locales, militares y civiles, cuyas agendas políticas convergen con esas estrategias prohibicionistas, punitivistas y militarizadas.
El país del norte promueve que los estados latinoamericanos mejoren sus capacidades defensivas frente a los fenómenos que son caracterizados como amenazas para la región y, sobre todo, para los Estados Unidos. Es decir, busca que se refuercen y amplíen los aparatos de seguridad y militar bajo la idea de lograr estabilidad en la región y conjurar en conjunto esas hipótesis de conflicto.
Esta incidencia no es retórica, sino que se materializa en flujos de cooperación, en reformas y prácticas institucionales muy concretas, que se repiten en distintos países.
Un claro ejemplo es la cooperación multilateral y bilateral en materia de asistencia financiera en seguridad, entrenamiento de funcionarios policiales y militares y en la adquisición de armamento. Estos procesos implican una apertura a la industria del armamento, en países con fuerzas de seguridad y militares violentas y con grandes mercados ilegales de armas de fuego.
La “lucha contra el narcotráfico”, desde la perspectiva del control de la oferta, ha sido la principal justificación para esas transferencias, pero la cuestión del terrorismo también integra esa agenda de intercambio. En los últimos años, países como Colombia han ocupado un lugar central de transferencia de estos contenidos, en una especie de tercerización de la formación de fuerzas armadas, policías y funcionarios. En materia de entrenamiento aparecen militares formando a policías y a las Fuerzas Armadas en cuestiones de seguridad interna. Estas dinámicas de socialización y formación son aspectos centrales del proceso de militarización porque erosionan la demarcación de funciones de unas y otras fuerzas.
Otro aspecto relevante es la sucesión de cambios normativos que amplían o habilitan la intervención militar en aspectos de seguridad interior. Según cada país, las leyes pueden avalar o limitar el uso de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad. Los países que ya tenían una tradición militarista asumieron también la lógica prohibicionista de endurecimiento de la respuesta estatal. En otros, se les dio un nuevo rol a los militares.
En los últimos años, una serie de reformas parten de considerar a los problemas de índole criminal como si fueran amenazas a la soberanía o a la seguridad del Estado para darles un papel más relevante a las Fuerzas Armadas en el ámbito interno. En casi toda la región, se sancionaron leyes antiterroristas, algunas que habilitaron a las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad y el derribo de aviones, así como reglas que procuran darle inmunidad a militares y policías por las posibles violaciones de derechos humanos.
En algunos países estos procesos se profundizaron de forma tal que confl uyeron en despliegues militares en operaciones antinarcóticos y antiterroristas, y en menor medida en tareas de patrullaje urbano, programas contra la delincuencia u operativos en fronteras. En aquellos países donde este despliegue alcanzó una magnitud importante, la participación de las Fuerzas Armadas en estas tareas se institucionalizó en ámbitos de decisión conjuntos con autoridades civiles (policiales, judiciales, migratorias) o en grupos operativos mixtos y fuerzas de tareas conjuntas.
Al mismo tiempo, se desarrollan en la región otros procesos que no involucran la participación directa de los militares en la persecución del delito pero que transforman el diseño y la implementación de las políticas de seguridad y de persecución penal.
La adopción de la ideología de la seguridad nacional y la perspectiva de “guerra” contra el narcotráfico o el “combate” al terrorismo reorientan los sistemas de seguridad, penal y de inteligencia. Esto se manifi esta, por ejemplo, en el entrenamiento de policías locales con teorías y prácticas basadas en patrones militares lo que, a su vez, tiene efectos sobre la utilización de tácticas policiales excesivamente violentas y agresivas.
La cooperación con los Estados Unidos
Los programas y el flujo de asistencia
El flujo de fondos desde Estados Unidos a la región se incrementó de manera sostenida entre 2001 y 2007 y luego disminuyó casi de manera constante. En parte, esto fue el resultado de recortes en el presupuesto general de asistencia externa luego de que el gobierno de Barack Obama procurara reducir el déficit generado por la crisis de 2008. Esta disminución tuvo dos excepciones: América Central, que tuvo un pico de financiamiento en 2016 que triplicó el dinero recibido en 2015, y la región andina que mantuvo un nivel estable de financiamiento entre 2011 y 2017. El financiamiento varía a nivel subregional, según las estrategias de los Estados Unidos y el ordenamiento geopolítico regional.
Asistencia financiera de los Estados Unidos para seguridad, acumulado por país 2010-2018 (en dólares)
Fuente: Elaboración propia sobre datos de Security Assistance Monitor.
El primer presupuesto de asistencia exterior del gobierno de Donald Trump, presentado para su aprobación al Congreso en mayo de 2017, solicitó un recorte abrupto de la financiación del Departamento de Estado y de la ayuda al desarrollo para América Latina y, en menor medida, también de la asistencia militar y en seguridad. Respecto al año anterior, pedía recortar un tercio de los gastos para México, Colombia y Centroamérica. Sin embargo, en marzo de 2018 el Congreso rechazó la pro- puesta y mantuvo niveles de financiamiento similares a los de 2017. Para 2019, la Casa Blanca volvió a pedir recortes en la asistencia a América Latina.
El dinero se canaliza a través de una gama de programas de asistencia financiera a diversas iniciativas en cada país. En las últimas tres décadas, la mayoría de los programas se centra o tiene algún componente relativo a las drogas, siempre desde la perspectiva prohibicionista que busca el control de la oferta.
Programas de financiamiento Estados Unidos-América Latina
Programa | Inicio | A cargo de | Actividades que financia | Receptores | Montos (dólares) |
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Foreign Military Financing (FMF) | 1961 | Departamento de Estado y Defense Security Cooperation Agency (DSCA) del Departamento de Defensa | Compra de artículos y servicios de defensa provenientes de los EE.UU. Capacitación en el uso de armamento. Los fondos cubren compras realizadas a través de Foreign Military Sales (ventas entre Estados) y Direct Commercial Sales (compras de Estados a empresas). | Colombia, Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Haití, Honduras, México, Panamá, Perú. | 82.665.000 (2017) |
International Narcotics Control and Law Enforcement (INCLE) | 1961 | Departamento de Estado | Equipamiento, entrenamiento y servicios para acciones contra las drogas, la criminalidad y el lavado de dinero. Acciones por la ciberseguridad y las reformas policiales y de justicia. Financió equipamiento militar para el Plan Colombia y la Iniciativa Mérida y fumigación aérea en Colombia. | Bolivia, Brasil, Colombia, Ecuador, Guatemala, Haití, México, Panamá, Paraguay, Perú. | 302.775.000 (2018) |
International Military Education and Training (IMET) | 1961 | Departamento de Estado | Formación y entrenamiento militar y policial. Promueve que las Fuerzas Armadas de los países trabajen conjuntamente con las estadounidenses y las de los países de la OTAN. El E-IMET financia cursos sobre gestión de los recursos de defensa, justicia militar y derechos humanos, control civil de los militares y cooperación militar-policial en operaciones antinarcóticos. | Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, República Dominicana, El Salvador, Guatemala, Haití, Honduras, México, Panamá, Paraguay, Perú, Uruguay, Venezuela. | 106.325.000 (2018) |
Section 1004 Counter-Drug and Counter-Transnational Organized Crime | 1991 | Departamento de Defensa | Entrenamiento a militares y civiles en operaciones antinarcóticos y contra redes criminales. Transporte, infraestructura, detección de tráfico de sustancias, reconocimiento aéreo y/o terrestre, inteligencia y análisis de información | Colombia, Costa Rica, República Dominicana, El Salvador, Guatemala, Honduras, Jamaica, México, Nicaragua, Panamá, Perú, Uruguay. | 185.411.000 (2017) |
Combating Terrorism Fellowship Program (CTFP) | 2002 | Departamento de Defensa | Capacitación en instituciones militares estadounidenses sobre técnicas letales y no letales a militares extranjeros y funcionarios de defensa y de seguridad. Buscan estandarizar una visión sobre el terrorismo y la contrainsurgencia y crear una red mundial de profesionales expertos que apoyen las acciones de los EE.UU | Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, República Dominicana, El Salvador, Guatemala, Honduras, México, Panamá, Paraguay, Perú, Uruguay | 2.911.000 (2016) |
Fuente: Elaboración propia sobre datos de Security Assistance Monitor (SAM).
Asistencia a Colombia, México y Centroamérica
Programas seleccionados | 2000 | 2008 | 2016 |
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Andean Counterdrug Initiative - Colombia | US$ 832.000.000 | US$ 245.000.000 | No Aplica |
Iniciativa Mérida | No Aplica | US$ 400.000.000 | US$ 139.000.000 |
CARSI | No Aplica | US$ 60.000.000 | US$ 348.500.000 |
Fuente: Elaboración propia a partir de datos del Monitor Centroamericano de la Washington Offi ce on Latin America (WOLA) y del Congressional Research Service.
Algunos programas brindan asistencia a países o subregiones específicas, como el Plan Colombia, que comenzó en 2000, para reducir la producción y exportación de drogas ilegales y fortalecer la campaña de contrainsurgencia contra las FARC. Buena parte de los fondos para el Plan Colombia se canalizaron por medio de la Andean Counterdrug Initiative (ACI). A partir de 2009, los Estados Unidos comenzaron a financiar a Colombia a través de otros programas que, por lo menos desde comienzos del siglo XXI, es el país de América Latina que más dinero recibe de los Estados Unidos, sin importar la orientación política de los gobiernos estadounidenses. En lo que hace a la reducción de la oferta, la eficacia de estas acciones es dudosa: según datos de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), entre 2016 y 2017 el área cultivada de coca se expandió en un 17%, alcanzando el número récord de 171 mil hectáreas.
Otros programas focalizados en regiones específicas son la Iniciativa Mérida que apoya la compra de equipo militar de corporaciones estadounidenses y el entrenamiento y el suministro de fondos a la policía y a las Fuerzas Armadas mexicanas y la Central American Regional Security Initiative (CARSI) que financia equipamiento, capacitación y asistencia técnica para las operaciones contra diversos fenómenos criminales en Guatemala, Honduras y El Salvador (Triángulo Norte). En años recientes, estos países fueron destino de mayores fondos, como respuesta de los Estados Unidos a niveles altos de criminalidad y violencia y a la crisis migratoria que desplazó a miles de personas hacia la frontera sur de México. Al mismo tiempo, la cooperación con México se redujo.
La asistencia financiera estadounidense está regulada por la Ley Leahy que impide el entrenamiento a unidades y fuerzas de seguridad extranjeras que hayan participado en violaciones a los derechos humanos y que está incorporada a la ley nacional de Defensa. Sin embargo, existen canales de financiamiento no cubiertos por esa ley y a menudo se utilizan caminos para eludirla. El departamento de Estado y el Departamento de Defensa aplican la norma a la mayoría de las formas de capacitación, pero no a otras formas de cooperación como la asistencia técnica, el intercambio de inteligencia o los ejercicios militares conjuntos. También quedan por fuera de estas restricciones las ventas de armamento que se realizan dentro del programa Foreign Military Sales.
Los programas de financiamiento no contienen indicadores de resultados ni mecanismos de evaluación estandarizados para analizar si son efi caces para cumplir sus objetivos. Las embajadas estadounidenses funcionan como interlocutoras sobre la situación local y tienen un poder alto de decisión sobre lo que se considera prioritario en cada país, la evolución de los programas y la posibilidad de dictaminar qué es lo que funcionó. En general, tampoco están bien definidos los requisitos formales para desembolsar el dinero y es común que haya estándares bajos para acreditar su cumplimiento.
A esto se suma la reducción de la transparencia en la asistencia y en las operaciones militares. Entre 2010 y 2018 más de US$1.300 millones fueron asignados a países sin especificar, a través de una partida presupuestaria para el “hemisferio occidental” en general. En 2010 estos fondos inespecíficos representaban el 5,5% del presupuesto total asignado a América Latina. De acuerdo con lo solicitado para 2019, ese porcentaje escalaría al 42,4%. En paralelo, el presupuesto del De- partamento de Defensa para asistencia militar al exterior se triplicó entre 2008 y 2015, en comparación con un crecimiento del 23% para el Departamento de Estado. Es evidente que la cantidad real de financiación que se transfiere a la región no es de acceso público.
El entrenamiento y la capacitación
El entrenamiento de policías y militares es central para analizar los procesos de militarización, en particular cuando se trata de la formación de policías a cargo de militares y del entrenamiento de las Fuerzas Armadas en cuestiones de seguridad interna, porque erosionan la distinción entre las funciones de unas y otras fuerzas.
Este es un componente fundamental de la política exterior de los Estados Unidos para América Latina, que recibe una quinta parte de los entrenamientos que ese país destina a funcionarios extranjeros. Entre 2000 y el 2017 más de 255 mil funcionarios (civiles y militares) fueron entrenados con financiamiento estadounidense.
Entre 2011 y 2016, la cantidad de funcionarios de seguridad y militares latinoamericanos entrenados creció casi un 67%. Este aumento no es uniforme entre los países: desde 2000, Colombia recibe la mayor parte de estos entrenamientos, seguido por México y mucho más lejos por Perú. En 2017, el entrenamiento disminuye en casi todos los países, salvo en Brasil.
La mayoría son financiados por el programa “Section 1004” que se ocupa sobre todo de iniciativas contra el narcotráfico: en 2016, más de la mitad de los funcionarios latinoamericanos entrenados lo fueron en esa temática.
Otra parte de los entrenamientos son realizados en el Western Hemisphere Institute for Security Cooperation (WHINSEC), nombre que recibe desde 2001 la Escuela de las Américas, que entrenó agentes en técnicas de contrainsurgencia, habilidades de francotirador, inteligencia militar y técnicas de interrogatorio en el marco de la Doctrina de Seguridad Nacional. Graduados de esta academia cometieron violaciones de los derechos humanos durante los regímenes dictatoriales latinoamericanos. En la actualidad, WHINSEC es la principal academia de combate de habla hispana que tiene el Departamento de Defensa de los Estados Unidos. Además de los entrenamientos militares tradicionales, el instituto incorporó cursos sobre sostenibilidad democrática, operaciones de paz y derechos humanos en línea con los principios de la Organización de Estados Americanos. Entre 2009 y 2015 más de 900 funcionarios civiles y militares brasileños, argentinos, peruanos y mexican se entrenaron allí.
Entrenamiento de funcionarios de Colombia, Perú, Brasil, México y Argentina en WHINSEC. 2009-2015
Programas que financiaron los cursos | Capacitaciones recibidas | |
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Colombia | Foreign Military Financing, INCLE, IMET | Combate de amenazas transnacionales, análisis de información de inteligencia y anti-narcoterrorista, operaciones conjuntas y anti-narcóticos, operaciones de paz. |
Perú | Section 1004, IMET, INCLE, Foreign Military Financing | Operaciones antinarcóticos, inteligencia, combate al narcotrrorismo y amenazastransnacionales. |
Brasil | Section 1004, IMET, Regional Centers for Security Studies | Análisis de información narcoterrorista, operaciones antinarcóticos, operaciones conjuntas y de ingeniería, asistencia médica. |
México | Section 1004, IMET, INCLE | Amenazas transnacionales, operaciones antinarcóticos, análisisde información, derechos humanos, asistencia médica, operaciones conjuntas y de ingeniería. |
Argentina | Section 1004 | Análisis de información narcoterrorista, asistencia médica, operaciones antinarcóticos. |
Fuente: Elaboración propia sobre datos de Security Assistance Monitor.
También los policías y militares colombianos impartieron entrenamiento para otros países. Estos funcionarios fueron entrenados en programas estadounidenses de cooperación y actualmente son utilizados para tercerizar la formación. Esta política de “exportación de seguridad” se ha convertido en un componente fundamental de la política exterior colombiana, aunque en gran parte obedece a una estrategia de Estados Unidos cuyo efecto principal es la transferencia de nuevos roles a países con cierto grado de afinidad. Muchos de estos entrenamientos son parte del Plan de Acción sobre Cooperación en Seguridad Regional (USCAP) fi rmado en 2012 con el propósito específico de “exportar” las capacidades construidas en Colombia, especialmente en políticas contra el crimen, el narcotráfico y el terrorismo, pero también en derechos humanos y fortalecimiento institucional, a pesar de las violaciones de derechos humanos que han cometido las fuerzas colombianas en el marco de sus intervenciones contra el crimen. Desde 2013, USCAP ha entrenado a 5.600 funcionarios militares y policiales de Panamá, Honduras, El Salvador, Guatemala, Costa Rica y República Dominicana en cuestiones como operaciones fluviales, inteligencia naval y tácticas de infantería.
Estos entrenamientos presentan problemas de transparencia y rendición de cuentas en cuanto a sus contenidos específicos, quiénes participan de ellos y los mecanismos por los cuales se asigna el presupuesto para evitar que sea el Congreso de los Estados Unidos el que deba aprobarlos. Tampoco se evalúa el impacto que la “exportación de capacidades” tiene en las realidades locales.
La tercerización es una forma de eludir el impedimento que establece la Ley Leahy para cooperar con fuerzas de seguridad que hayan cometido violaciones de derechos humanos. Así lo reconoció en 2014 el actual jefe de gabinete de Trump cuando dijo en el Congreso que “la belleza de tener una Colombia” que entrenara a los centroamericanos era poder eludir las “restricciones para trabajar con ellos debido a pecados pasados”.
Las Fuerzas Armadas de muchos países participan de ejercicios conjuntos con las de otros para entrenarse en cuestiones de seguridad interior, en general en acciones contra el narcotráfico, o para fomentar la cooperación civil-militar. Uno de estos ejercicios es la Operación Martillo, liderada por el Comando Sur como parte de la estrategia estadounidense para contribuir a operaciones multinacionales de detección, monitoreo e incautación de drogas y armas en América Central. Esta Operación, creada en 2012, involucra a la Marina y a la Guardia Costera estadounidenses y a otras agencias policiales y militares de los catorce países participantes.
Otros ejercicios militares que capacitan a las Fuerzas Armadas latinoamericanas en tareas de seguridad interior son UNITAS, PANAMAX, Teamwork South, RIMPAC, Bold Alligator y Fuerzas Comando.
• Bold Alligator comenzó en 2011 e involucra entrenamiento militar para operaciones anfi bias por vía marítima contra las “nuevas amenazas”. Según el Departamento de Defensa, “la pelea de hoy en día es una mezcla de amenazas en un campo de batalla que no es lineal (...). Estamos peleando en un dominio integrado por las esferas marítima, aérea, terrestre y cibernética”. En 2017 se realizó en el estado de Carolina del Norte, en Estados Unidos. Entre los países que han participado se encuentran México, Perú, Brasil, Francia, Alemania, Canadá, España y el Reino Unido.
• Fuerzas Comando es patrocinado por el Comando Sur, bajo la responsabilidad del Comando de Operaciones Especiales Sur (Socsouth). En él participan alrededor de 700 funcionarios militares, civiles y de fuerzas de seguridad. Se compone de dos bloques: una competencia de habilidades técnicas y prácticas y un Programa de Visitantes distinguidos que brinda capacitaciones a través del Countering Terrorism Fellowship Program (CTFP), enfocado en el “combate contra el terrorismo, el crimen organizado y el narcotráfico”. En 2018 fue realizado en Panamá con la participación de Argentina, Paraguay, Brasil, Chile, Colombia, Perú y los países del Triángulo Norte, entre otros.
• Teamwork South es un ejercicio naval bianual creado por la Armada de Chile en 1995, conjuntamente con los Estados Unidos, que ha ido ampliando la gama de operaciones que se ejercitan. En la actualidad, tiene por objetivo entrenar a fuerzas chilenas y extranjeras y busca estandarizar el abordaje del terrorismo, el narcotráfico, el contrabando y el tráfico de personas. En 2017 fue realizado entre las áreas de Talcahuano y Coquimbo, en Chile.
• UNITAS es el ejercicio marítimo de mayor trayectoria de la Armada de los Estados Unidos del que participan Argentina, México, Colombia, El Salvador, Guatemala, Brasil, Honduras y Perú, entre otros. Se realiza todos los años desde 1960. En 2017 se hizo en la base militar de Ancón, Perú, con la participación de 17 países e incluyó ejercicios en escenarios militares de guerra por aire, mar, tierra y en el ciberespacio. Se capacitó a las distintas flotas en operaciones navales combinadas para la “lucha contra el crimen organizado”, la “guerra electrónica”, y operaciones aéreas, anfi bias y de comunicaciones. El vicealmirante Manuel Vascones Morey, de la Marina de Guerra del Perú, dijo que el objetivo es entrenar a las fuerzas militares “para poder combatir ante cualquier amenaza común que tengan nuestros países, como son el narcotráfico, contrabando, piratería, este tipo de flagelos que actualmente tenemos”.
• El ejercicio PANAMAX es un programa anual organizado por el Comando Sur enfocado en entrenamiento ante escenarios de posibles conflictos en torno al Canal de Panamá, especialmente terrorismo, pero también tráfico de sustancias ilegales y desastres naturales. Tiene componentes terrestres, marítimos, aéreos y de fuerzas especiales. Comenzó en 2003 con la participación de Estados Unidos, Panamá y Chile. En 2016 y 2017 Brasil, Chile, Colombia y Perú tuvieron roles cruciales ya que por primera vez o lo lideraron o llevaron a cabo alguno de sus componentes. Estos nuevos roles fueron destacados por los Estados Unidos como un logro importante.
• Rim of the Pacific (RIMPAC) es uno de los ejercicios marítimos más grandes del mundo. Se organiza bianualmente en las costas de Hawái. Se inició en 1971 con el objetivo de impedir la expansión del bloque soviético, y participaban de él sólo cuatro países. Hoy se orienta a entrenar a las Fuerzas Armadas de 20 países en una amplia gama de situaciones de seguridad, incluyendo el tráfico de bienes y personas, y operaciones contra la proliferación de armas de destrucción masiva. En 2018 fue liderado por Chile. Es la primera vez en la historia de este ejercicio que un país hispanoparlante encabeza los entrenamientos. Brasil tuvo su primera participación en RIMPAC.
Los países latinoamericanos están asumiendo roles de liderazgo cada vez más importantes en estos ejercicios, promoviendo que sus Fuerzas Armadas se entrenen y se involucren en tareas de seguridad. En general, existe poca información sobre el contenido específico de estos eventos, más allá de la publicitada por los propios Estados.
Las armas y el equipamiento
Tanto Estados Unidos como otros países han vendido a países de América Latina equipamiento y armas para proveer a las fuerzas militares y policiales. En la mayoría de los casos, la compraventa es justifi cada en el “combate” al narcotráfico y otras formas de criminalidad. Entre 2000 y 2016, los países latinoamericanos gastaron casi 9 mil millones de dólares en compras de este tipo a los Estados Unidos. Los mayores compradores fueron Colombia y México, y en menor medida Brasil y Chile.
• México. Durante 2015, el Departamento de Estado aprobó la compra de tres helicópteros Blackhawk, utilizados por el ejército estadounidense en Irak y Afganistán, para apoyar a los militares mexicanos. Otros 18 helicópteros del mismo modelo habían sido adquiridos en 2014 y equipados con sistemas de geoposicionamiento y ametralladoras. En la comunicación oficial de la Defense Security Cooperation Agency, dependiente del Departamento de Defensa, esta transacción fue justificada como una contribución a la seguridad de un aliado estratégico en el “combate al crimen organizado y al narcotráfico”. En mayo de 2015, estos helicópteros fueron utilizados en un operativo de la Policía Federal que dejó a 42 civiles muertos en Michoacán.
• Perú. La modernización de su Fuerza Aérea en 2011 buscó “mejorar los esfuerzos de Perú para operaciones de interdicción, sus capacidades para ejecutar operaciones antinarcóticos y antiterroristas y asegurar el mantenimiento de la integridad fronteriza”. En 2016, los Estados Unidos le vendieron vehículos de infantería, ametralladoras y lanzagranadas porque “es un interés de seguridad nacional de Estados Unidos que Perú dote a sus fuerzas de seguridad de equipamiento multipropósito para seguridad fronteriza, respuesta a desastres y para confrontar amenazas internas desestabilizadoras tales como el grupo terrorista Sendero Luminoso”.
• Brasil. Durante 2014 adquirió a los Estados Unidos 20 misiles Harpoon Block II para uso de la Fuerza Aérea “con el objetivo de impulsar sus esfuerzos contra el crimen organizado transnacional”. Ese mismo año, también compró helicópteros Blackhawk. A fines de junio de 2018, siete personas murieron producto de un operativo en el Complexo Da Maré liderado por la Policía Civil donde un helicóptero de esta fuerza que sobrevolaba la favela disparó desde lo alto hacia la población.
Estados Unidos no es el único que provee armamento a los países de la región. Según su último informe de exportaciones de armas, la Unión Europea emitió, durante 2015, licencias para venta de armamento a Brasil por 5.890 millones de euros, a México por 2.775 millones, a Perú por 1.136 millones, a Colombia por 478 millones, a Argentina por 440 millones y a los países del Triángulo Norte por 13 millones. Israel, Rusia y Taiwán también comerciaron armas y equipamiento con la región. En el caso de la Argentina, en 2017, luego de una visita oficial de la ministra de Seguridad a Israel, el país adquirió cuatro embarcaciones Sheldag y sistemas de vigilancia de cruces fronterizos terrestres por más de 80 millones de dólares. El equipamiento está supuestamente destinado al patrullaje fluvial fronterizo y eventualmente a operaciones antinarcóticos. Sin embargo, se trata de un armamento de guerra. Por ejemplo, Israel lo utiliza en zonas de combate como la Franja de Gaza. Su uso en lugares donde no existen conflictos de este tipo, como las costas del río Paraná, implica poner en riesgo a las poblaciones ribereñas que habitan esas zonas. En octubre de 2017, la Argentina compró cuatro aviones Texan II para destinarlos al “apoyo logístico” que la Fuerza Aérea brinda a las fuerzas de seguridad en la frontera norte del país para “combatir al narcotráfico”.
El equipamiento militar comprado en el marco de estas medidas contra las “nuevas amenazas”, especialmente el narcotráfico, representa sin duda un riesgo de agravamiento de la violencia social e institucional. Por un lado, este equipamiento adquirido por policías históricamente violentas aumenta el uso de la fuerza letal y los riesgos de ejecuciones y abusos policiales. Por el otro, es un flujo de armamento de alto potencial violento que ingresa a una región atravesada por un mercado ilegal muy importante. Esta proliferación de armas se traduce en una de las tasas de homicidios por arma de fuego más alta, que supera la media mundial. El tráfico ilegal de armas por zonas fronterizas, por ejemplo, en la Triple Frontera entre la Argentina, Paraguay y Brasil, o entre los países del Triángulo Norte, es sólo uno de los problemas. Existe una gran cantidad de armas que, una vez ingresadas al país por vía legal, se fi ltran fácilmente a mercados ilícitos.
Reformas normativas recientes
En América Latina, las Fuerzas Armadas intervinieron en cuestiones de seguridad durante muchos años, y en muchos casos todavía son un actor político de peso. En varios países, luego de las reinstauraciones democráticas, conservaron funciones de seguridad interna. En el Cono Sur, luego de las dictaduras cívico-militares, esta participación fue menor que en otros países. Esto podría explicarse por las características propias de esas dictaduras y especialmente por cómo se dieron las transiciones posteriores a la democracia. Por ejemplo, hace más de una década, los países de la región andina consideraban que las Fuerzas Armadas eran un actor con un rol muy importante en la “guerra contra las drogas”, mientras que en el Cono Sur se insistía con que esa era una tarea propia de las policías. Este escenario comenzó a transformarse de la mano del realineamiento de varios países con la agenda de las “nuevas amenazas”. Así, en 2012, más de veinte naciones de América declararon a la Organización de Estados Americanos que emplean de forma regular a las Fuerzas Armadas en actividades de seguridad, con distintos procedimientos.
La mayoría de los países latinoamericanos no establece claramente en su ordenamiento jurídico la división de las funciones de seguridad y las de defensa.
Intervención de las Fuerzas Armadas en seguridad interior permitida por la Constitución
Brasil y Colombia. Las constituciones nacionales de Brasil y Colombia establecen que las Fuerzas Armadas están destinadas a la “defensa de la patria” pero incorporan entre sus misiones el mantenimiento del “orden público” y la “garantía de la ley y el orden”. En ambos casos estipulan que es facultad de la Presidencia de la Nación utilizar durante un tiempo determinado a las Fuerzas Armadas cuando la seguridad pública se viera comprometida y se sobrepasaran las capacidades de las fuerzas civiles. En Brasil, este marco normativo dio lugar a la intervención militar del estado de Río de Janeiro en febrero de 2018.
Perú y Bolivia. La Constitución Nacional permite la intervención de los militares en el desarrollo social y económico del país. Esta definición habilita a involucrar a los militares en funciones operativas de seguridad de manera discontinua o permanente cuando las tareas se enmarquen dentro de ataques a la soberanía o la seguridad nacional.
Guatemala. Su Constitución Política expresa que entre las funciones del Ejército se encuentra la de mantener “la seguridad interior y exterior”.
Honduras. Su Constitución explicita que las Fuerzas Armadas “prestarán apoyo logístico de asesoramiento técnico, en comunicaciones y transporte, en la lucha contra el narcotráfico” y “cooperarán con las instituciones de seguridad pública, a petición de la Secretaría de Seguridad, para combatir el terrorismo, tráfico de armas y el crimen organizado”, entre otras funciones.
Intervención de Fuerzas Armadas en seguridad interior permitida por leyes
Ecuador y Venezuela. En Ecuador, las Fuerzas Armadas tienen como misión fundamental “la defensa de la soberanía y la integridad territorial” pero la Ley Orgánica de Defensa Nacional establece que pueden colaborar “con el desarrollo económico y social del país”. Algo similar ocurre en Venezuela, donde de acuerdo a su ley orgánica las Fuerzas Armadas tienen como una de sus misiones fundamentales “la cooperación en el mantenimiento del orden interno y la participación activa en el desarrollo nacional”.
México. Las leyes orgánicas de sus Fuerzas Armadas estipulan que entre sus misiones se encuentran “garantizar la seguridad interior y la defensa exterior” y “realizar acciones cívicas y obras sociales que tiendan al progreso del país; y en caso de desastre prestar ayuda para el mantenimiento del orden”.
Paraguay. Las Fuerzas Armadas pueden ser convocadas a realizar tareas de seguridad cuando sea requerido por una Comisión de Crisis o ante situaciones en las que las capacidades policiales resulten insufi cientes, según lo prevé su Ley de Defensa Nacional y de Seguridad Interna.
Países con una clara distinción entre seguridad y defensa
Argentina, Chile y Uruguay tienen la división más nítida entre las funciones de seguridad interior, desempeñadas por las policías y otras fuerzas de seguridad, y las de defensa nacional, a cargo de las Fuerzas Armadas. Esta demarcación está plasmada en el plexo normativo de los tres países, con algunas excepciones pautadas por ley y por expresa disposición de la Presidencia de la Nación en casos puntuales de crisis o conmoción nacional.
Los Estados Unidos
Dentro de su territorio, los Estados Unidos sostienen una separación estricta entre las funciones de las policías y las de las Fuerzas Armadas. Este principio no se deriva de la Constitución nacional, pero se encuentra plasmado en la ley Posse Comitatus, vigente desde 1878. Esta norma, concebida para impedir la interferencia de los militares en asuntos político-electorales y en la represión de protestas, permanece casi sin cambios desde entonces. Su texto prevé casos excepcionales en los que, con la autorización presidencial o del Congreso, podrán desplegarse las Fuerzas Armadas para uso interno. Desde principios de la década de 1990, los militares pueden participar en operaciones antinarcóticos realizando actividades de detección y monitoreo, pero no incautaciones ni detenciones.
La división entre las facultades militares y policiales se encuentra arraigada en la cultura política estadounidense, y los intentos de modifi car sustancialmente la ley no tuvieron consenso. Como es evidente, esto contrasta con su política exterior en la que promueve estrategias que en su territorio estarían prohibidas.
Sobre esta diversidad de estructuras normativas, en las últimas dos décadas los procesos de militarización de la seguridad produjeron cambios importantes en las leyes y las instituciones locales. Este fenómeno se manifi esta de formas diversas:
• Se adoptaron normativas que permiten el derribo de aeronaves sospechadas de estar vinculadas con el tráfico ilícito de drogas. Así ocurrió en Colombia, Perú, Brasil, Bolivia, Venezuela, Honduras, Paraguay y Argentina. Las Fuerzas Armadas son las encargadas de ejecutar los derribos, ya que las naves definidas como “hostiles” se consideran un ataque a la soberanía nacional.
• Se sancionaron leyes antiterroristas en toda la región.
• Se elaboraron normativas que habilitan un mayor involucramiento de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad y otras que aumentan la impunidad por las violaciones de derechos humanos cometidas por militares y policías en tareas de persecución a la criminalidad.
Las consecuencias de estas reformas son vastas. Por ejemplo, según los especialistas, en México y Colombia tres son los resultados claves tras décadas de estas políticas: “la restricción de derechos fundamentales; la militarización del poder público; [y] la aparición y consolidación de una justicia penal de excepción”.
De manera paralela a estas reformas, también se utilizan las ambigüedades, los vacíos legales y otros mecanismos informales para que las Fuerzas Armadas realicen tareas que por ley les corresponden a las instituciones policiales o a otras agencias. En general, esto se hace dándoles un rol complementario a las fuerzas de seguridad. En El Salvador, por ejemplo, entre octubre de 2009 y marzo de 2014 se emitieron ocho decretos autorizando la participación de efectivos militares en diferentes tareas y funciones relacionadas con la seguridad pública. Esta militarización por decreto, que dio lugar a un aumento sin precedentes de militares en la seguridad y a una ampliación de las competencias de las Fuerzas Armadas en este ámbito, fue justifi cada en un contexto de incremento del delito.
Varios países de la región están introduciendo reformas a sus actuales marcos normativos en lo que respecta a las funciones de las fuerzas militares y a la rendición de cuentas a la que deben someterse los funcionarios militares en el marco de sus funciones, nuevas o antiguas. Al mismo tiempo, muchos países dan continuidad a situaciones de despliegue militar que la legislación nacional prevé como excepcionales.
Es decir que, en la región, se identifi ca una clara tendencia a garantizar legalmente las condiciones de posibilidad y la persistencia en el tiempo del uso del instrumento militar para abordar problemas de seguridad u otros fenómenos sociales. Esta tendencia se ha profundizado de manera acelerada durante la última década.
Normas que permiten el derribo de aeronaves
En Brasil, la Lei do Abate fue aprobada en 1998 y reglamentada en 2004. Esta ley prevé la posibilidad de disparar contra aeronaves “en vuelos clandestinos” sin rutas aprobadas y que se asocien al tráfico ilegal de drogas, como las procedentes de zonas productoras o suministradoras de drogas, las que sigan rutas utilizadas por narcotrafi cantes, las que omitan informaciones o las que se nieguen a atender pedidos de puestos de control.
Venezuela (2012)La Ley de Control para la Defensa Integral del Espacio Aéreo fue aprobada en 2012 por la Asamblea Nacional y reglamentada en 2013. Fue concebida como un elemento más de la “lucha contra el narcotráfico” y fue aplicada en varias ocasiones contra aeronaves sospechadas de trafi cardrogas. Venezuela es uno de los países de la región que más ha utilizado su ley de derribo.
Bolivia (2014)La Ley 521 de Seguridad y Defensa del Espacio Aéreo del Estado Plurinacional de Bolivia establece “los procedimientos de interceptación de aeronaves civiles y empleo de la fuerza contra aeronaves declaradas infractoras, ilícitas u hostiles” con el propósito de “identifi carla, brindarle ayuda, obligarla a retornar a su ruta u obligarla a aterrizar”. La ley establece que cualquier agresión física contra aeronaves en estas condiciones es considerada derecho a la legítima defensa del Estado.
Perú (2015)La Ley 30.339 de Control, Vigilancia y Defensa del Espacio Aéreo Nacional autoriza el derribo de aeronaves “hostiles” sospechadas de transportar elementos ilegales (drogas, armas, explosivos) y que desobedezcan las órdenes militares. Anteriormente tenía una normativa similar que funcionó desde la década de 1990 hasta 2001, cuando fue suspendida luego de la muerte de una mujer y su beba de 7 meses producto de un derribo equivocado.
Argentina (2016)El Decreto n° 228/2016, que declaró la Emergencia en Seguridad Pública por un año, establece las Reglas de Protección Aeroespacial y estipula que, con el objeto de “revertir la situación de peligro colectivo creada por el delito complejo y el crimen organizado”, la Fuerza Aérea está facultada para interceptar aeronaves cuando se sospeche que transportan sustancias prohibidas y de ser necesario emplear poder de fuego para derribarlas. Esta norma fue prorrogada en enero de 2017 por otro año.
La Ley de Seguridad Interior en México
Durante años, en México el crecimiento de la presencia militar en las calles se desarrolló sin un marco normativo específico que regulara las tareas de las Fuerzas Armadas en seguridad interior. En 2017, el gobierno de Enrique Peña Nieto promovió una ley de Seguridad Interior que fue aprobada en el Congreso, a pesar de que una amplia gama de sectores de la sociedad civil se pronunció en contra.
La ley establece que “las Fuerzas Armadas podrán intervenir en amenazas a la seguridad interior cuando estas comprometan o superen las capacidades de las autoridades, y cuando haya amenazas originadas por la falta o insufi ciente colaboración de las entidades y municipios en la preservación de la seguridad nacional”. De este modo, legaliza una situación que había sido de excepción hasta entonces: la intervención de los militares en tareas tradicionalmente policiales. La ambigua formulación de estos supuestos fue criticada por dar lugar a usos arbitrarios.
Entre las consecuencias negativas de esta norma se encuentran la profundización de la desprofesionalización de las policías, la ampliación de las tareas de inteligencia realizadas por los militares sin mecanismos de control ciudadano, el incremento de la violencia, la falta de rendición de cuentas de las acciones de las Fuerzas Armadas, la expansión de la jurisdicción militar sobre lo civil al otorgar a las Fuerzas Armadas el poder de participar en investigaciones penales civiles, la regulación insufi ciente del uso de la fuerza y el desbalance en las relaciones cívico-militares.
En julio de 2018, Andrés Manuel López Obrador ganó la elección presidencial con más del 50% de los votos. Durante la campaña, Alfonso Durazo, quien fue propuesto como secretario de Seguridad, aseguró que López Obrador no ordenaría el retiro inmediato de los militares que realizan tareas de seguridad, sino que lo haría de manera paulatina. Tras ganar la elección, más de 300 organizaciones sociales solicitaron al futuro presidente que derogue la Ley. El gobierno entrante sostuvo que esperará la resolución de la Suprema Corte respecto de las demandas de inconstitucionalidad. La ministra del Interior, Olga Sánchez Cordero, aseguró que instrumentarán una estrategia de pacificación en conjunto con las Naciones Unidas y buscarán despenalizar los cultivos de marihuana y amapola.
Las leyes antiterroristas y la construcción de enemigos internos
De la mano del paradigma de las “nuevas amenazas” y de la presión internacional para sumarse a la “lucha contra el terrorismo”, en los últimos años muchos países de la región aprobaron o modificaron leyes antiterroristas. Algunos, como Chile y Perú, ya contaban con legislación en esta materia, pero en la mayoría de los casos las leyes y reformas ocurrieron desde 2010 en adelante. Algunos de los países que aprobaron o modificaron legislación antiterrorista en este período son:
Chile | Ley 18.314 de 1984, modificada por última vez en 2015 |
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El Salvador | Decreto Legislativo 108 de 2006 |
Paraguay | Ley 4.024 de 2010 |
Argentina | Ley 26.734 de 2011 |
Venezuela | Publicada en la Gaceta Oficial N° 39.912 de 2012 |
México | Reforma del Código Federal de 2014 |
Ecuador | Entrada en vigencia del Código Orgánico Integral Penal en 2014 |
Brasil | Ley 13.260 de 2016 |
Honduras | Reforma del Código Penal en 2017 |
Estas leyes pueden implicar limitaciones al ejercicio del derecho a protestar, a la libertad de asociación y de expresión, entre otros derechos civiles y políticos. La ambigüedad de los tipos penales incluidos habilita su uso para criminalizar conflictos sociales. Por ejemplo, la ley paraguaya penaliza como terroristas a los actos que tengan el propósito de “obligar o coaccionar para realizar un acto o abstenerse de hacerlo, a (...) los órganos constitucionales o sus miembros en el ejercicio de sus funciones”. Estas definiciones pueden ser aplicables a protestas sociales. Uno de los aspectos más preocupantes de estas normas es que distinguen entre protestas lícitas e ilícitas, y habilitan la intervención estatal represiva cuando las manifestaciones no cumplen con los criterios establecidos. Algunas veces esto ocurre de manera explícita, porque la ley habilita a reprimir, y en otras ocurre de forma indirecta para justificar la represión.
En algunos países, la legislación antiterrorista es invocada para criminalizar a integrantes de pueblos originarios como los mapuches en Chile y la Argentina y las comunidades rurales en Colombia o Perú. Algo similar ocurre en América Central respecto a las maras. La imprecisión de la legislación antiterrorista ha permitido su aplicación discrecional contra los miembros de estos grupos, a quienes se señala como peligrosos. En varios países esto dio lugar a prácticas policiales selectivas, a mayores niveles de violencia institucional y a prácticas de inteligencia y vigilancia ilegal dirigidas específi camente hacia ellos. Estas normas se entrelazan con el hecho de que las fuerzas militares y policiales y otros funcionarios públicos los construyen como “enemigos” de la seguridad del Estado o de la soberanía nacional. Así, se enmarcan las intervenciones estatales y las políticas de seguridad en términos de “guerra” y se habilita el uso de técnicas, recursos, equipamiento y personal militar para el “combate”.
Normas que amplían las facultades de las Fuerzas Armadas
A menudo, las reformas normativas han implicado la reducción de las restricciones legales a las actividades de la policía y de las Fuerzas Armadas.
Perú: La Ley 30.151 de 2014 modificó el Código Penal para declarar exento de responsabilidad penal a todo funcionario de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional que, “en el cumplimiento de su deber y en uso de sus armas u otro medio de defensa, cause lesiones o muerte”. Eso legaliza en la práctica las ejecuciones extrajudiciales.
Honduras: Los delitos cometidos por la Policía Militar De Orden Público, creada en 2013, en ejercicio de sus funciones sólo pueden ser investigados por fi scales y juzgados por jueces asignados por el Consejo Nacional de Defensa y Seguridad, órgano controlado por las Fuerzas Armadas.
Colombia: En 2013, aprobó la ley 1689 que creó el Sistema de Defensa Técnica y Especializada de los Miembros de la Fuerza Pública. Este sistema garantiza y financia la representación jurídica de policías y militares, en funciones y retirados, que estén siendo juzgados en instancias disciplinarias o instancias penales ordinarias. En 2015, el Congreso aprobó la ley 1765, que amplió el alcance del fuero penal militar. Bajo esta norma, delitos cometidos por policías y militares, como el homicidio cuando se considere que tuvo relación con el servicio, serán juzgados por la justicia militar.
México: En 2008, el gobierno de Felipe Calderón inició un régimen penal especial para los delitos cometidos en modalidad de “crimen organizado” que restringe los derechos de quienes fueran procesados por este tipo de delito. Estos cambios fueron incorporados a nivel constitucional y conllevaron una serie de reformas que penalizaron diversas formas de acción colectiva, acentuaron la discrecionalidad policial y aumentaron la impunidad en casos de violaciones de los derechos humanos cometidas por militares y policías.
Despliegue operativo de Fuerzas Armadas en tareas de seguridad
El despliegue de Fuerzas Armadas en tareas operativas de “lucha contra el crimen” es una dimensión fundamental para analizar la evolución de los procesos de militarización en América Latina.
México es tal vez el caso más extremo. En el marco del abordaje bélico del narcotráfico, los militares realizan en la actualidad detenciones, patrullajes, inspecciones, allanamientos e incautaciones en 27 estados del país, en las tres cuartas partes del territorio mexicano. Entre septiembre de 2016 y junio de 2017 se contabilizaron 182 bases de operaciones con 4.706 efectivos militares asignados a tareas de seguridad pública, con el apoyo de 468 vehículos. Esto representa un aumento del 150% en cinco años. El presupuesto asignado a la Secretaría de Marina (SEMAR) y a la Secretaría de Defensa Nacional (SEDENA) se duplicó en los últimos diez años. En su informe 2015-2016 la SEDENA informó haber detenido a 3.808 personas en “operaciones para reducir los índices de violencia” y haber erradicado 7.500 hectáreas de cultivo de marihuana y 35.000 de amapola. Las operaciones antinarcóticos de las que participan también crecieron exponencialmente.
En Colombia, la agenda de “contrainsurgencia” frente a los grupos armados que protagonizan el conflicto interno se superpone explícitamente con la del narcotráfico. En un contexto aún incierto respecto a la implementación de los acuerdos de paz, algunas investigaciones sostienen que las Fuerzas Armadas no solo no se reducirán en tamaño ni en equipamiento, pese a que su crecimiento fue justificado como respuesta al de los grupos armados, sino que es posible que amplíen sus tareas, por ejemplo, realizando misiones de paz o capacitaciones a otros países. Los militares quedaron a cargo de custodiar las zonas de influencia de las FARC durante el proceso de desmovilización, especialmente en áreas rurales con baja presencia policial. Sin embargo, los episodios de violencia ejecutados por grupos paramilitares continúan.
De forma similar, en Perú, el área del Valle de los Ríos Apurímac, Ene y Mantaro (VRAEM) todavía se encuentra ocupada por militares. En octubre de 2016, el expresidente peruano Pedro Pablo Kuczynski designó a las Fuerzas Armadas como la principal autoridad jurisdiccional en esa zona, declarada “de emergencia”. Para ello nombró a un general del Ejército al frente del Comando Especial del Vraem (CE-Vraem) y a un almirante de la Marina de Guerra a cargo del Comando de Inteligencia Operativa y Operaciones Especiales Conjuntas del Vraem(CIOEC) como encargados de llevar adelante operaciones por vía terrestre, aérea y fluvial. El primero declaró que los miembros del Ejército estaban “orgullosos de ser el brazo fuerte del Estado en su lucha integral contra el terrorismo y el narcotráfico en esta zona del país”. El gobierno peruano ha justifi cado sus actividades en el VRAEM como operaciones “antinarcoterroristas”.
Además de las intervenciones directas mediante la ocupación militar en los territorios, las acciones de seguridad interna que las Fuerzas Armadas realizan son llevadas a cabo en coordinación con instituciones policiales u otras agencias civiles. En los países donde esto está más asentado como política pública, como en el Triángulo Norte, se evidencia una mayor institucionalización de la intervención militar a través de la creación de programas específicos y cuerpos especiales compuestos por personal civil y militar. En Guatemala rige la Ley de Apoyo a las Fuerzas de Seguridad Civil, que estipula que las policías civiles pueden además ser “apoyadas en sus funciones de combatir el crimen organizado y la delincuencia común, por las unidades del Ejército de Guatemala que se estimen necesarias”. Existen allí varias Fuerzas de Tareas Interagenciales en las fronteras con México (Fuerza Interagencial de Tareas Tecún Umán), con Honduras (Fuerza Interagencial de Tareas Maya Chortí) y con El Salvador (Fuerza Interagencial de Tareas Xinca). Estas fuerzas fueron establecidas entre 2013 y 2016 para incautar drogas ilícitas en las zonas fronterizas y combatir otras formas de crimen organizado, y se sumaron a la Fuerza de Tareas Kaminal creada en 2012 que unió a personal policial y militar para tareas de patrullaje en espacios públicos. Muchas de estas fuerzas se componen del Ejército, la Policía Nacional, la Fiscalía General y personal de Aduanas y Migraciones. Sus miembros fueron entrenados por el ejército estadounidense.
Con un funcionamiento similar a las Fuerzas de Tareas guatemaltecas, en Honduras se creó en 2014 la Fuerza Nacional de Seguridad Interinstitucional (FUSINA) para “luchar contra el crimen organizado y la delincuencia común”. Dirigida por el Ejército hondureño y compuesta además por miembros de la policía, la Fiscalía General y agencias de inteligencia. Realiza patrullas para identificar y capturar a miembros de las pandillas El Salvador estableció en 2012 el Grupo Conjunto Cuscatlán (GCC), conformado por las Fuerzas Armadas y la división antinarcóticos de la Policía Nacional Civil, además de autoridades de aduanas. El GCC, que actúa en colaboración con la Fiscalía General de la República, tiene como objetivo “combatir el crimen organizado transnacional”, especialmente el narcotráfico, y fue entrenado por varias agencias de los Estados Unidos. Bajo el Plan de Operaciones Sumpul están desplegados 700 efectivos de las Fuerzas Armadas, en coordinación con la Dirección General de Migración y Extranjería, para controlar 130 pasos fronterizos no habilitados con el objeto de combatir el contrabando de bienes y personas, el tráfico de drogas ilegales y de armas de fuego. Pese a su aducida excepcionalidad, estas intervenciones militares han sido prorrogadas hasta la actualidad.
El impacto de las “nuevas amenazas” en las fuerzas de seguridad
Además del uso de las Fuerzas Armadas en operaciones de seguridad interior, existen otros aspectos relevantes para entender el modo en que la doctrina de las “nuevas amenazas” afecta a las políticas de seguridad. Entre ellos se encuentran, la adopción de entrenamiento, equipamiento y tácticas de tipo militar por parte de las policías y otras fuerzas de seguridad, la formación militar recibida por funcionarios policiales, la creación de nuevas policías militares, la proliferación de grupos tácticos al interior de las policías, y la utilización de tácticas de corte militar en sus despliegues.
Modificaciones estructurales y funcionales de las fuerzas de seguridad
Algunos países crearon o fortalecieron cuerpos de policía militar en los últimos años, muchos de los cuales cooperan activamente con las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad interna.
Honduras: La Policía Militar De Orden Público es uno de los ejemplos más destacados. Una de sus funciones es “cooperar en el marco de la estrategia nacional de defensa y seguridad en la recuperación de zonas, barrios, colonias, asentamientos humanos o espacios públicos donde el crimen organizado ejerza sus actividades delictivas, poniendo en peligro la vida de la población”. Ha entrenado, junto con otras unidades del ejército hondureño, a miembros de la Policía Nacional de Honduras. En sólo dos años desde su creación, estuvo involucrada en más de 30 casos de allanamientos violentos y sin orden judicial, golpizas, detenciones arbitrarias y asesinatos.
Colombia: Los Batallones de Policía Militar del Ejército fueron reactivados en 2010 “ante la arremetida de la ola delincuencial en el país”, según explica el Ejército en su sitio web. En áreas como Barranquilla, la policía militar realiza tareas de patrullaje, y el Ejército ha iniciado operaciones coordinadas con la policía para patrullar el perímetro de la ciudad, así como las vías de ingreso y egreso. Esta misma iniciativa fue aplicada en otras ciudades colombianas como Medellín y Cali.
En otros países se crearon nuevos cuerpos de élite dentro de las fuerzas civiles de seguridad que reciben capacitación o equipamiento de fuerzas militares.
Guatemala.En 2014 fue creada la Fuerza de Tarea de Interdicción Aérea Antinarcótica y Antiterrorismo (FIAAT) dependiente de la Policía Nacional Civil. Se creó por un plazo de cinco años para combatir y erradicar la producción, fabricación, uso, tenencia, tráfico y comercialización de drogas. Más tarde, dentro de esta misma Fuerza, se formó la unidad de élite Los Halcones. Este grupo de agentes de policía se entrenó durante 2015 con las fuerzas especiales del ejército estadounidense en operaciones aéreas y terrestres contra grupos delictivos.
Honduras: En 2014, la Policía Nacional creó una unidad de fuerzas especiales de élite, la Tropa de Inteligencia y Grupos de Respuesta Especial de Seguridad (TIGRES). Fue capacitada tanto por las Fuerzas Especiales de Estados Unidos como por el Comando Jungla de Colombia (unidad de élite bajo la Dirección Antinarcóticos de la Policía Nacional colombiana). Como se la formó con el objetivo de intervenir sobre las áreas más violentas del país, su entrenamiento incluyó técnicas de “lucha contra la delincuencia común y organizada”, investigación criminal, patrullaje y operaciones urbanas. En años recientes, el gobierno de Honduras desplegó a este grupo de élite y al Grupo de Operaciones Especiales Tácticas (GOET) para impedir la emigración de menores de edad que escapan de la violencia. Este operativo, que presentaba un procedimiento de control migratorio y militarización fronteriza como una acción de protección de la infancia, ha resultado en el incremento de la vulnerabilidad de las y los niños, ya que eran recibidos en los pasos fronterizos por agentes armados que no contaban con la capacitación necesaria para asegurar su correcta atención durante el tránsito.
Chile: Sobre la base del modelo colombiano, en junio de 2018 se creó la Unidad de Fuerzas Especializadas en Organizaciones Criminales y Terroristas de Carabineros, también conocida como el Comando Jungla. La Unidad se compone de efectivos del Grupo de Operaciones Policiales Especiales (GOPE) de Carabineros, que se entrenaron en Colombia y Estados Unidos como parte de la respuesta estatal a las reivindicaciones territoriales del pueblo mapuche en la región de la Araucanía, pese a que este escenario de conflictividad social en nada se parece al conflicto interno colombiano.
Estados Unidos: Allí se observa un proceso de militarización de los cuerpos policiales. La American Civil Liberties Union, la organización de derechos y libertades más grande de Estados Unidos, señala en su informe War Comes Home de 2014 que ese país ha utilizado programas de financiamiento federales (especialmente el Programa Section 1033, creado en la década de 1990 durante el apogeo de la “guerra contra las drogas”) para transferir a las policías estaduales y locales armamento militar y entrenamiento en tácticas de guerra, prácticamente sin control. Los casos estudiados en el informe muestran el uso de equipamiento y tácticas híper agresivas para hacer allanamientos en búsqueda de cantidades menores de droga. En la mayoría de los casos, se despliegan los Equipos SWAT. Esto ha afectado a grupos vulnerables y ha causado lesiones físicas graves en repetidas ocasiones y muertes. El uso de equipamiento militar alcanzó también a los operativos de represión de manifestaciones sociales, lo que resultó en un aumento de la violencia policial en esas situaciones.
Argentina: Los grupos de élite fueron utilizados en operativos con resultados letales. Así ocurrió en el caso de la muerte de Alan Tapia, ocasionada por un operativo del Grupo Especial de Operaciones Federales de la Policía Federal Argentina, en un barrio pobre de la Ciudad de Buenos Aires, en 2013. Se trataba de un operativo de rutina en el que se dio intervención a un cuerpo de elite porque, para las autoridades policiales, su vivienda se encontraba en una “zona peligrosa”. En noviembre de 2017, el joven Rafael Nahuel murió durante un desalojo a la comunidad mapuche Lafken Winkul Mapu en la provincia de Río Negro, llevado a cabo por el Grupo Albatros, una unidad especial de la Prefectura Naval. La muerte fue ocasionada por el disparo de un integrante del grupo de elite. El episodio estuvo rodeado de declaraciones belicistas por parte del Ministerio de Seguridad de la Nación, que emitió un comunicado justifi cando el accionar desplegado por Albatros durante lo que entendían fue un “enfrentamiento armado”. El comunicado identificaba a los miembros de la comunidad mapuche con “una metodología de violencia armada inadmisible con la democracia”. Cuerpos como el GEOF y el Albatros son especialmente entrenados para emplear tácticas más violentas, por lo tanto, no deberían utilizarse en escenarios de baja complejidad o de conflicto social.
LA INTERVENCIÓN MILITAR DE RÍO DE JANEIRO
En América del Sur, la situación actual de Brasil es un punto de infl exión para los procesos de militarización. El presidente Michel Temer dispuso por decreto la intervención militar del sistema de seguridad del estado de Río de Janeiro hasta diciembre de 2018 y nombró a un interventor del Ejército, el general Walter Braga Netto. Esto implica que las Fuerzas Armadas asumieron el comando de la policía civil y la policía militar del estado, así como del cuerpo de bomberos de la policía, del sistema penitenciario y del área de inteligencia. Si bien los militares han intervenido en la seguridad de Río numerosas veces en la última década, siempre lo han hecho en conjunto con las fuerzas de seguridad civiles y no asumiendo el mando sobre ellas como en este caso.
El ordenamiento jurídico brasileño permite utilizar recursos militares para operaciones de seguridad sólo con un plazo definido y en un sitio determinado. Esto se garantiza a través de las misiones de Garantia da Lei e da Ordem (GLO), instrumentos normativos regulados por la Constitución y otras leyes complementarias. Estas operaciones, que deberían utilizarse de forma episódica, fueron encomendadas por la Presidencia de la Nación más de 130 veces entre 1992 y 2018, según datos del Ministerio de Defensa brasileño 22 . El decreto de GLO en el estado de Río de Janeiro fue aprobado expeditivamente por la Cámara de Diputados y el Senado en una semana.
En el discurso de presentación de la medida, Temer adujo que la razón para adoptarla radica en los altísimos niveles de violencia relacionada con el narcotráfico y el crimen organizado. Para justificar esta intervención se utilizaron argumentaciones genéricas que podrían funcionar como principio legitimador de la militarización de forma perpetua. En aquel discurso Temer sostuvo que la intervención tiene como objeto “poner fin a un grave compromiso del orden público en el Estado”.
Distintos especialistas y activistas del campo de los derechos humanos se pronunciaron en contra de la intervención militar y sostienen que está lejos de ser una solución válida a los problemas de seguridad de larga data que tiene el país 23 . Desde la sanción de esta medida, las Fuerzas Armadas han recobrado una magnitud social y política que no tenían desde el fin de la dictadura.
En los seis meses desde que se inició la intervención aumentaron los tiroteos y las muertes a manos de la policía en varios distritos, en algunos casos acompañadas de un aumento en los homicidios dolosos, y lo que se intentó presentar como una disminución de los robos fue en realidad un desplazamiento de las dinámicas criminales hacia otros municipios.
Fuerzas de seguridad capacitadas en centros de estudios dependientes del Departamento de Defensa de EE.UU. Argentina, México, Brasil y Perú (2009-2015)
Fuerzas de seguridad capacitadas | Lugar | Temáticas |
---|---|---|
Argentina Policías Federal, de Seguridad Aeroportuaria, de la Provincia de Buenos Aires |
Center for Hemispheric Defense Studies (CHDS) William J. Perry Center for Hemispheric Defense Studies WHINSEC |
Seguridad fronteriza. Coordinación interagencial y “combate al terrorismo”. Terrorismo y contrainsurgencia. Estrategia y política de la defensa. Combate al crimen organizado transnacional |
México Policía Federal, Secretaría de Seguridad Pública, Procuraduría General de la República |
Center for Hemispheric Defense Studies (CHDS) Inter-American Air Forces Academy |
Inteligencia y vigilancia. Coordinación interagencial y “combate al terrorismo”. Terrorismo y contrainsurgencia. Búsqueda y rescate |
Brasil Policías Federal y Marítima, Policías civiles de los estados de Bahía, Amazonas, Goias, Pernambuco, Distrito Federal, Río de Janeiro, San Pablo y Pará |
National Defense University Center for Hemispheric Defense Studies (CHDS) WHINSEC Entrenamientos in-situ en Brasil dictados por la Marina de EEUU |
Operaciones antinarcóticos Análisis de información “narcoterrorista". Coordinación interagencial y combate al terrorismo. Tácticas e inspección de vehículos. Prevención del terrorismo en grandes eventos.Manejo de crisis marítimas, respuesta a incidentes, operaciones de emergencia |
Perú Policía Nacional de Perú (PNP), Dirección de Aviación Policial de la PNP, Dirección Antidrogas de la PNP, Ministerio Público, Superintendencia Nacional de Aduanas, Dirección Nacional de Inteligencia |
Center for Hemispheric Defense Studies (CHDS) Inter-American Air Forces Academy WHINSEC National Defense University |
Análisis de información operacional y “narcoterrorista”. Operaciones civil-militares/conjuntas Operaciones antinarcóticos. Combate al crimen organizado. Coordinación inter-agencial y combate al terrorismo. Asistencia médica. Búsqueda y rescate. Estrategia y Política de la Defensa. |
Fuente: Elaboración propia sobre datos de Security Assistance Monitor.
El entrenamiento militar a policías
Buena parte del impacto de las tendencias regionales en las fuerzas de seguridad gira en torno al entrenamiento de efectivos policiales por parte de Fuerzas Armadas, tanto en técnicas como en teoría militar y de defensa. Los entrenamientos a las policías implican la redefinición de la criminalidad como “insurgencia” y la concepción del conflicto social como “desobediencia civil”. Por lo tanto, estos son espacios de transmisión de saberes militares que luego son aplicados por las fuerzas de seguridad en intervenciones territoriales con un uso excesivo de la fuerza y una caracterización de la población como “enemigo”.
El programa Joint Combined Exchange Training (JCET) envía agentes estadounidenses a distintos países a realizar capacitaciones a las fuerzas locales. Mediante estas misiones, las fuerzas locales son entrenadas en técnicas militares, tácticas de combate urbano y otras habilidades como puntería de pistola y rifl e, control de disturbios o recolección de información, mientras que las Fuerzas Especiales se familiarizan con la cultura del país de destino, su lenguaje y su geografía. Si bien durante la presidencia de Barack Obama hubo una política de reducción del tamaño de las fuerzas armadas, las Fuerzas Especiales expandieron su presencia en América Latina. El JCET es una de sus principales líneas de trabajo en la región. El número de misiones de entrenamiento llevadas a cabo por las Fuerzas Especiales estadounidenses en Latinoamérica se triplicó entre 2007 y 2014, mientras que en el mismo período la asistencia militar a la región estaba decreciendo. Según el Comando Sur en 2016 estas misiones tuvieron contenidos de antiterrorismo, “insurgencias narcoterroristas” y redes de tráfico ilícito.
Si bien estos entrenamientos son de carácter militar, en varios casos las unidades entrenadas son fuerzas policiales: Argentina recibió en 2009 una misión del Comando de Operaciones Especiales del Ejército de los Estados Unidos que capacitó a agentes del Grupo Especial de Operaciones Federales (GEOF) de la Policía Federal Argentina en operaciones especiales y de francotirador, reconocimiento espacio-cultural, técnicas de infiltración, rescate y otras habilidades “contra el terrorismo”. En 2018, este entrenamiento se reeditó, a pedido del Ministerio de Seguridad argentino, como parte de los preparativos para la Cumbre de Líderes del G20 que se realizará a fines de noviembre de 2018 en la Ciudad de Buenos Aires. El entrenamiento, al que acudieron cuarenta agentes del GEOF, fue dictado por ocho efectivos del Comando de Operaciones Especiales Sur (COE-SUR), una unidad dependiente del Comando Sur.
Algo similar ocurre con las sesiones de entrenamiento que el Ejército Sur de los Estados Unidos (ARSOU-TH) imparte en Combate contra el Crimen Organizado Transnacional (CTOC). Estas se llevan a cabo en centros de estudios dependientes del Departamento de Defensa, aunque sus destinatarios provienen en general de agencias civiles de los países receptores: tanto policías y miembros de otras agencias de seguridad como funcionarios de ministerios e incluso del poder judicial.
Ocupación territorial en zonas pobres o de conflictividad social
Otra serie de prácticas que remiten a un abordaje excesivamente violento de los conflictos, pero sin la participación de Fuerzas Armadas, son las desplegadas en los operativos policiales concebidos y ejecutados bajo una lógica de “ocupación del territorio”, un eufemismo para las acciones de control poblacional y de saturación policial en los barrios pobres o en zonas de alta conflictividad social.
La matriz de este tipo de despliegues remite a las operaciones militares de “pacificación” en Vietnam en la década de 1960 y en Irak y Afganistán en los primeros años de este siglo. Supone que hay determinadas zonas controladas por un “enemigo” que deben ser invadidas militarmente, retomadas y puestas bajo control, tras lo cual se llevarían adelante tareas de “reconstrucción”. En el caso de los operativos de seguridad pensados con esta lógica, como las Unidades de Policía de Pacificación (UPP) en Río de Janeiro, el plan Barrios Seguros en la Ciudad de Buenos Aires o los “Operativos de Liberación del Pueblo” (OLP) en Venezuela, el “enemigo” es “la criminalidad organizada”. Se postula, entonces, que luego de que la invasión de fuerzas militares o grupos policiales tácticos desaloje a los criminales, nuevos cuerpos policiales formados para el trabajo de proximidad tendrían presencia permanente en los barrios.
En Chile, el Comando Jungla que se encuentra actualmente interviniendo en la región de la Araucanía no contribuyó a “pacifi car” la zona en la que la comunidad mapuche defi ende sus tierras ancestrales. Antes bien, luego de un mes desde el inicio de su intervención, el Ministro del Interior chileno Andrés Chadwick reconoció que los episodios de violencia aumentaron desde el despliegue de la unidad especial de Carabineros en el territorio.
La Argentina también ha empleado a fuerzas de seguridad intermedias como la Gendarmería Nacional y la Prefectura Naval para realizar tareas de ocupación territorial de barrios pobres. Este tipo de nuevos usos de fuerzas intermedias para funciones policiales incluyó desde patrullaje urbano en zonas pobres de alta conflictividad social a puestos de control vehicular e identifi cación de personas, pasando por custodias a mujeres víctimas de violencia de género, tareas de inteligencia en los barrios o intervenciones en disputas familiares y vecinales. Cuerpos tácticos de la Prefectura Naval fueron desplegados en la Patagonia en el contexto de conflictos sociales con grupos indígenas que reclaman el acceso a las tierras. Estas fuerzas no fueron creadas a propósito de estas funciones, incluso preexisten incluso a la irrupción del narcotráfico como problema en la agenda pública, pero son puestas al servicio de estrategias contra este y otros fenómenos.
MISIONES DEL JOINT COMBINED EXCHANGE TRAINING EN AMÉRICA LATINA
Fuente: Elaboración propia sobre datos de Security Assistance Monitor y documentos oficiales del Comando Sur de los Estados Unidos.
CAPACITACIÓN EN COMBATE CONTRA EL CRIMEN ORGANIZADO TRANSNACIONAL (CTOC)
Quiénes se capacitaron | Quién dictó el entrenamiento | Qué programa lo financió | |
---|---|---|---|
México | SEDENA, SEMAR, Gobierno de Jalisco, entre otras | Todos los cursos son dictados por el Center for Hemispheric Defense Studies (CHDS) y William J. Perry Center for Hemispheric Defense Studies. Ambos dependen del Departamento de Defensa de los Estados Unidos |
1. Combating Terrorism Fellowship Program (CTFP) 2. Regional Centers for Security Studies Ambos dependen del Departamento de Defensa de los Estados Unidos |
Argentina | Ministerios del Interior y de Justicia y Derechos Humanos de la Nación, Ministerios de Seguridad de Buenos Aires y Santa Fe, Policía Federal, entre otras | ||
Brasil | Escuela Superior de Guerra, Policía Federal, Ministerio de Defensa, entre otras | ||
Perú | Fuerza Aérea, Dirección Nacional de Inteligencia, Poder Judicial, Ministerio del Interior, Fiscalía de la Nación, entre otras |
Fuente: Elaboración propia sobre datos de Security Assistance Monitor.
El impacto de las “nuevas amenazas”
en los derechos humanos
Los países que optaron por estrategias de militarización, por la participación masiva y sostenida de Fuerzas Armadas en tareas de seguridad interior, presentan las vulneraciones de los derechos humanos más graves, entre las que se cuentan ejecuciones, torturas y desapariciones forzadas. También se registran violaciones de derechos signifi cativas allí donde se adoptaron lógicas propias de una “guerra” como la militarización de policías o las tácticas o despliegues policiales basados en la ocupación territorial. Estos efectos negativos deberían servir como advertencia para los gobiernos que, ignorándolos, deciden avanzar con procesos de militarización.
Ejecuciones, desapariciones, torturas
Colombia, México, Honduras, El Salvador y Guatemala son los países de la región que, en las últimas décadas, utilizaron o utilizan a las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad interior de manera sistemática. Allí también se concentran las peores violaciones a los derechos humanos perpetradas por militares que ocurrieron en América Latina en la etapa posterior a las dictaduras.
Las ejecuciones extrajudiciales a manos de militares aparecen allí donde estos intervienen de manera operativa contra el crimen organizado, y sus víctimas pueden ser tanto personas involucradas en redes de ilegalidad como campesinos, activistas de derechos humanos u opositores políticos. En Colombia se investigaron más de tres mil casos de ejecuciones realizadas por el Ejército entre 2002 y 2008 en operaciones contra la guerrilla y el crimen organizado. En algunos casos se trataba de personas sin relación alguna con estas actividades que, luego de ser asesinadas, eran disfrazadas como guerrilleros o se les colocaba un arma y se los presentaba como muertos en enfrentamientos. En otros casos, eran asesinadas personas que supuestamente estaban cometiendo delitos comunes. El número de delincuentes comunes abatidos en supuestos enfrentamientos por el Ejército aumentó de 27 en 2004 a 325 en 2007. Esto debería haber llamado la atención de las autoridades, ya que a diferencia de lo que ocurre con las intervenciones contra la guerrilla, el uso de la fuerza letal para la persecución de delitos sólo está autorizado en circunstancias muy específicas. Cuando en 2009 el escándalo se hizo público (bajo el nombre de “falsos positivos”) y las autoridades comenzaron a tomar medidas, el número de presuntos delincuentes muertos por las Fuerzas Armadas colombianas descendió a un promedio de nueve por año.
En Honduras, las Fuerzas Especiales de las Fuerzas Armadas intervienen en operaciones contra el narcotráfico y fueron denunciadas como responsables de decenas de ejecuciones ocurridas en la zona del Bajo Aguán. Entre 2010 y 2013, al menos 88 campesinos de esa región fueron asesinados. Una gran cantidad de testimonios responsabilizó a los “escuadrones de la muerte”, conformados por militares de las Fuerzas Especiales, policías y guardias de seguridad privada que trabajan para las corporaciones productoras de aceite de palma que están en conflicto con comunidades campesinas por la propiedad de las tierras. Las Fuerzas Especiales sospechadas de ejecutar campesinos fueron entrenadas por militares de los Estados Unidos e Israel y reciben también asistencia material de estos países. El gobierno hondureño intentó justificar el accionar de las Fuerzas Armadas diciendo que en la zona operan grupos armados insurgentes, y caracterizando a la lucha por el acceso a la tierra de los campesinos como terrorismo y crimen organizado. Estos casos fueron documentados por diversas organizaciones campesinas y de derechos humanos. Un informe de la organización Rights Action relevó al menos 34 casos de graves violaciones a los derechos humanos perpetradas por efectivos de las Fuerzas Especiales hondureñas en la zona.
En 2012, durante una redada nocturna en el pueblo de Ahuas, la Policía Nacional de Honduras mató a cuatro personas tras disparar contra un barco que sospechaban traficaba sustancias ilegales. Luego, se demostró que los fallecidos no tenían nada que ver con el tráfico de drogas. Las fuerzas hondureñas fueron acompañadas por agentes de la DEA como parte de una unidad especial conocida como FAST (Foreign Advisory Support Team). Este operativo formó parte de la Operación Yunque, un programa contra el narcotráfico en Honduras para el cual Estados Unidos aportó servicios de vigilancia, detección y respaldo aéreo armado. Después de que este hecho se hizo público, la DEA terminó con las operaciones conjuntas entre el FAST y la Policía Nacional hondureña.
La participación de militares en la persecución del narcotráfico en México se remonta a la década de 1960, pero escaló a partir de 2006 cuando el gobierno nacional decidió el involucramiento masivo de las Fuerzas Armadas. A partir de ese despliegue se multiplicaron las denuncias por violaciones a los derechos humanos cometidas por las fuerzas militares coordinadas por la Secretaría de Defensa Nacional (SEDENA). Así puede verse en los informes producidos por la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) de México, el Relator Especial sobre tratos crueles, inhumanos y degradantes de la ONU, el Relator Especial sobre ejecuciones extrajudiciales, sumarias o arbitrarias de la ONU y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Entre los hechos denunciados, las ejecuciones sumarias son uno de los más graves. Algunas de ellas fueron presentadas como supuestos errores de efectivos militares que luego quisieron ocultarlos simulando enfrentamientos. Es lo que ocurrió en marzo de 2010 en Nuevo León, cuando un grupo de militares supuestamente confundió con sicarios a dos estudiantes del Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Monterrey, los ejecutaron a la salida de la casa de estudios y colocaron armas junto a los cuerpos. Un mes después, en Nuevo Laredo, los niños Martín y Brayan Almanza Salazar, de nueve y cinco años, fueron asesinados por militares que dispararon y arrojaron granadas contra el automóvil en el que se desplazaba su familia, que supuestamente no se detuvo en un control vehicular. También hubo ejecuciones masivas, como la ocurrida en junio de 2014 en Tlatlaya. Allí el Ejército informó que un “combate” habían dejado 22 delincuentes muertos y un soldado herido. La investigación posterior de la CNDH mostró que al menos 15 personas fueron ejecutadas y que la escena había sido alterada para simular un enfrentamiento. El caso sigue impune, aunque recientemente un juez determinó que la investigación realizada por la Procuraduría General de la República (PGR) no fue exhaustiva y le ordenó reactivar la investigación. En mayo de 2017, durante una operación del ejército en Puebla, se registraron imágenes que muestran a soldados matando a tiros a una persona. Amnistía Internacional verifi có su autenticidad y exigió una investigación.
En Río de Janeiro, Brasil, a pesar de los escasos meses transcurridos desde la decisión de entregar a los militares la seguridad de la ciudad en febrero de 2018 y el cierre de este informe, ya se denunciaron ejecuciones a manos de soldados. A fines de agosto habitantes de la favela Complexo da Penha relataron a funcionarios de la Defensa Pública que la intervención de los militares en el barrio se caracterizaba por allanamientos sin orden judicial, abusos, torturas, y denunciaron la ejecución de varios jóvenes cuyos cuerpos habrían sido escondidos en la selva lindera a la favela.
Las desapariciones son otro fenómeno grave asociado a la intervención militar en cuestiones de seguridad, ya que en muchos casos pueden encubrir ejecuciones o desapariciones forzadas. México presenta un escenario preocupante en el que el accionar de los grupos criminales se ve retroalimentado por las intervenciones ilegales de las Fuerzas Armadas. Según el Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas entre 2007 y 2017 se relevaron más de 34 mil denuncias de desaparición. En 2006, antes de comenzar la intervención militar a gran escala, la CNDH recibió cuatro denuncias por desaparición forzada. Para 2010, en plena intervención, ese número había aumentado a 77 anuales. Según organizaciones de la sociedad civil, entre 2006 y 2010 se habrían producido al menos 3000 desapariciones forzadas. Las diversas recomendaciones de la CNDH, dirigidas al secretario de Defensa entre 2006 y 2015, muestran que la participación de elementos de las Fuerzas Armadas en desapariciones es un hecho comprobado por el mismo gobierno mexicano. En la desaparición forzada de los 43 estudiantes en Iguala en septiembre de 2014, en principio perpetrada por policías municipales, no resulta claro el rol de los militares ya que según el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) que investigó el caso, el Ejército en todo momento estuvo al tanto de lo que ocurría, hubo soldados y agentes de inteligencia militar presentes en distintos escenarios de las desapariciones y no hicieron nada para evitarlas.
En Colombia las desapariciones también constituyeron un fenómeno masivo en las últimas décadas, perpetradas tanto por las Fuerzas Armadas como por grupos insurgentes y bandas criminales. El Registro Único de Víctimas del gobierno colombiano indica que al menos 47.259 personas fueron víctimas directas de desaparición forzada y otras 123.113 fueron afectadas de forma indirecta entre 1985 y 2018.
En los países en los que las Fuerzas Armadas intervienen en seguridad interior también se denunciaron torturas y otros tipos de abusos. Estas vulneraciones de derechos se registran tanto en el contexto de supuestas investigaciones criminales, con el fin de obtener información, como en episodios de extorsión y de participación de militares en redes de ilegalidad. En 2016, en Apaneca, El Salvador, un grupo de soldados fue enviado por sus superiores a capturar y torturar a dos jóvenes que en días previos habían cometido un robo en la casa de un coronel del Ejército. Por este hecho, ocho militares fueron condenados a 14 años de prisión, y tres altos jefes del Ejército enfrentan cargos por haber dado la orden y, luego, intentar sobornar y amenazar al tribunal. También en El Salvador, a principios de 2018, tres militares y cinco policías fueron detenidos por torturar y violar a una joven luego de interceptarla en un control vehicular. En Honduras, la presencia de militares en el manejo de las carceles también dio lugar a múltiples denuncias por torturas y abusos. En México, el caso de Claudia Medina Tamariz ilustra el uso de la tortura como “método” de investigación. En agosto de 2012 fue detenida junto con su esposo por efectivos de la Marina en Veracruz durante un allanamiento ilegal. Fueron trasladados a una base naval donde los torturaron durante 36 horas y luego fueron puestos a disposición de la Procuraduría General de la República, que los obligó a firmar una declaración cuyo contenido desconocían. La acusaron de liderar un cartel de drogas. En 2014 fue puesta en libertad bajo caución.
Las atrocidades cometidas por militares que tienen a su cargo tareas de persecución de la criminalidad permanecen impunes en la gran mayoría de los casos. Esto se debe en parte a la debilidad de los sistemas judiciales, pero fundamentalmente a una serie de mecanismos que las Fuerzas Armadas y las autoridades políticas ponen en funcionamiento para encubrir y garantizar impunidad. Uno de estos mecanismos consiste en juzgar los crímenes cometidos por militares en un fuero o jurisdicción específica. Es decir, los propios militares juzgan a los militares. En general se ha observado que estos fueros específicos actúan de manera corporativa y sin autonomía.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos observó que cuando un estado “permite que las investigaciones las dirijan los órganos potencialmente implicados, la independencia y la imparcialidad se ven claramente comprometidas”. A pesar de ello, México en 2016 y Brasil en 2017 extendieron la jurisdicción castrense sobre delitos cometidos contra civiles. La CIDH y la Oficina para América del Sur del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH) rechazaron esta iniciativa resaltando que “es incompatible con las obligaciones internacionales asumidas por Brasil en materia de derechos humanos” (OEA, 2017). En Perú, la Ley 30.151 y el Decreto Legislativo 982 de 2014 modificaron el artículo 20 del Código Penal para declarar inimputable a todo funcionario de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional que, “en el cumplimiento de su deber y en uso de sus armas u otro medio de defensa, cause lesiones o muerte”. La sanción de leyes especiales para perpetuar la militarización de la seguridad, como la Ley de Seguridad Interior aprobada en México en diciembre de 2017, apuntan también en este sentido. Así, en la medida en que los militares logran rendir cuentas sólo ante ellos mismos, las intervenciones de las Fuerzas Armadas resultan enmarcadas en una especie de estado de excepción, en el que las leyes y normas especiales suspenden la aplicación de la legislación ordinaria y las garantías individuales.
MÉXICO 2008-2013
Cantidad de civiles muertos en relación con la cantidad de policías o soldados muertos en operaciones contra el crimen organizado
Año | Policía Federal | Ejército Mexicano |
---|---|---|
2008 | 1.1 | 5.1 |
2009 | 2.6 | 17.6 |
2010 | 3.5 | 15.6 |
2011 | 9.4 | 32.4 |
2012 | 10.4 | 23.5 |
2013 | 6.7 | 20.1 |
Fuente: Forné, Corre y Rivas, 2017.
Aumento de la letalidad y escalada de violencia
Además de ser responsable de prácticas ilegales como las torturas, las ejecuciones sumarias y las desapariciones, la intervención de militares en tareas de seguridad interior aparece asociada a una escalada de la violencia en general. Se observa, en primer lugar, que la intervención de militares suele ir acompañada de un aumento en la letalidad de las fuerzas policiales. Y, en segundo lugar, experiencias como las de México o Brasil muestran que, ante un poder de fuego mayor, los grupos criminales organizados adquieren otro armamento y sus tácticas se vuelven más violentas aún. El intenso flujo de circulación de materiales bélicos y personal entrenado entre las Fuerzas Armadas y los grupos criminales, como ocurrió con los Zetas en México o los Kaibiles en Guatemala, es un fenómeno que también conduce al escalamiento de la violencia.
El ingreso masivo de los militares a tareas de seguridad interior en México tuvo como correlato un aumento descomunal de la tasa de homicidios en general y de la letalidad de las fuerzas estatales en particular. En los últimos diez años la cantidad de homicidios dolosos aumentó un 250%, al pasar de 8.867 homicidios registrados en 2007, el primer año de la intervención militar, a más de 29 mil en 2017. En términos de tasa, implicó un salto de 8 a 24 homicidios cada 100 mil habitantes. En el acumulado, se trata de al menos 250 mil muertos. La letalidad se puede medir a través de la relación entre la cantidad de particulares muertos y la cantidad de funcionarios muertos (policías y/o militares), o también a través de la relación entre la cantidad de particulares muertos y la cantidad de particulares heridos en las intervenciones de policías y/o militares. En las intervenciones del Ejército Mexicano se registraron en promedio ocho personas muertas por cada herido y en las de la Marina, 30 muertos por cada herido. Esto implica una letalidad altísima, ya que organizaciones como la Cruz Roja indican que en general, en los escenarios bélicos, se registra en promedio un muerto por cada cuatro heridos. Una desagregación anual de los niveles de letalidad comparados del Ejército y la Policía Federal entre 2008 y 2014 permite observar no sólo la altísima letalidad del Ejército, sino también que la Policía Federal incrementó de manera preocupante su letalidad a partir de la entrada de los militares a las operaciones contra el crimen organizado.
Entre 2008 y 2014 la cantidad oficialmente reportada de personas muertas por fuerzas estatales en operativos contra el crimen organizado fue: Ejército, 1.755; Marina, 320; Policía Federal, 523. Otras fuentes señalan que entre 2007 y 2012 sólo el Ejército habría matado a 3 mil personas, y habrían muerto 158 soldados , una relación de casi 20 a 1. Según datos del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), entre 2006 y 2011 el 86,1% de los civiles muertos resultaron abatidos en enfrentamientos con “letalidad perfecta”, es decir, donde no hubo heridos, sólo muertos. Esto suele ser un indicador de ejecuciones sumarias.
En Venezuela dos planes de seguridad implementados en los últimos años, el Plan Patria Segura (2013-2015) y las Operaciones de Liberación del Pueblo (2015-2017) implicaron la incorporación de elementos de las Fuerzas Armadas al patrullaje y a los operativos de saturación de barrios pobres. Estos operativos implican una ocupación militar y policial, a menudo con apoyo aéreo, de una zona determinada en la que se realizan detenciones y allanamientos. La cantidad de personas abatidas fue considerada por las autoridades como un indicador del éxito de estos operativos, lo cual resulta un incentivo a la violencia estatal. Según fuentes judiciales, en el período en el que se iniciaron estos operativos conjuntos el número de particulares muertos a manos de las fuerzas estatales aumentó más de un 100%, pasando de 837 en 2013, a 1.052 en 2014 y 1.777 en 2015. Otras cifras compiladas por el Observatorio Venezolano de Violencia (OVV) señalan que en 2016 se registraron 5.281 muertes por “resistencia a la autoridad” (es decir, muertos por fuerzas policiales o militares) y en 2017 ese número creció a 5.535. En 2012 las muertes a manos de fuerzas estatales representaron el 4% del total de los homicidios ocurridos durante ese año; en 2013, el 5%; en 2014, el 7% y en 2015 el 10%. Este incremento exponencial de la violencia estatal no parece haber incidido en la pacificación del país. Por el contrario, la violencia estatal incrementa la violencia general: la tasa de muertes violentas creció de 73 cada 100 mil en 2012 a 91,8 en 2016.
El proceso de militarización en Río de Janeiro tuvo en febrero de 2018 un cambio cualitativo con la entrega de la gestión de la seguridad de la ciudad a los mandos militares, quienes tomaron el control operativo de las policías y además desplegaron tropas en las favelas. Este es un caso típico en el que el aumento de la violencia es presentado como la justificación para la intervención militar. Río de Janeiro es un estado que históricamente presentó altas tasas de homicidio y altísimos niveles de letalidad policial. Entre 2008 y 2012 la tasa de homicidios tuvo una tendencia descendente que llevó a que en ese último año se registrara la tasa más baja de las últimas décadas (28 cada 100 mil). Pero a partir de 2013 los homicidios comenzaron a aumentar nuevamente y en 2017 la tasa se ubicó cerca de los 40 cada 100 mil. Los homicidios policiales explican cerca del 10% de las muertes violentas anuales. En este contexto, en seis meses de intervención (entre febrero y julio de 2018) se produjeron 738 muertes por acción de las fuerzas estatales. El período enero-julio de 2018 fue el más violento de los últimos cinco años: en 2013, en el mismo período, la policía había matado a 236 personas, en 2018 a 895. Esto implica un aumento de las muertes causadas por fuerzas estatales de 279% en cinco años.
Los datos de los distintos países muestran que las autoridades utilizan los altos niveles de violencia como justificación para la intervención de los militares, pero esa intervención, lejos de disminuir la violencia, la retroalimenta. La supuesta solución pasa a ser una parte central de un problema mucho más grande.
Militarización de los conflictos sociales y represión de la protesta
Diversos países de la región han movilizado fuerzas militares para reprimir conflictos sociales. El motivo que se invoca para utilizar a las Fuerzas Armadas o para aprobar normativas que contemplan esta posibilidad es la supuesta existencia de “grupos violentos” que buscan desestabilizar al Estado. En Colombia, aunque la Constitución diferencia las funciones policiales y militares, el conflicto armado fue utilizado para justificar la participación de fuerzas armadas en las protestas, en particular cuando el Poder Ejecutivo las acusaba de estar “motivadas” o “infiltradas” por las guerrillas. En Perú, entre 2006 y 2016 hubo al menos 15 intervenciones de las Fuerzas Armadas que tuvieron como origen algún conflicto social. En 2010 un decreto presidencial otorgó a las Fuerzas Armadas la potestad de apoyar a las fuerzas policiales y de considerar a los grupos sociales movilizados como “grupo hostil”. La protección de “instalaciones estratégicas” también funciona como justificación para el envío de militares a controlar conflictos sociales. Estas instalaciones suelen ser la fuente misma de la conflictividad, asociadas por ejemplo a la actividad de las industrias extractivas. Por eso, muchas manifestaciones sociales suelen estar dirigidas contra ellas. En 2012, en el marco de una protesta en Cajamarca contra la imposición de un megaproyecto minero, una operación combinada entre la policía y las Fuerzas Armadas ocasionó cinco muertes por impactos de armas de fuego y decenas de heridos.
En Paraguay, una reforma legislativa de 2013 permitió que el presidente de la República emplee a las Fuerzas Armadas en “casos de amenazas o acciones violentas contra las autoridades legítimamente constituidas que impidan el libre ejercicio de sus funciones constitucionales y legales”, una descripción abstracta que podría habilitar su aplicación en protestas. También en Honduras, Guatemala y México personal militar se vio involucrado en el control y represión de manifestaciones sociales. De acuerdo con el Comité de Familiares de Detenidos y Desaparecidos en Honduras (COFADEH) , personal militar hondureño ha estado implicado en violaciones de derechos humanos contra activistas, referentes comunitarios e indígenas y defensores de derechos humanos, además de participar en desalojos y allanamientos violentos sin orden judicial. En Guatemala, soldados y policías fueron utilizados para desalojar una protesta educativa en octubre de 2012. Abrieron fuego contra los manifestantes, mataron a ocho e hirieron a docenas.
En Venezuela, el aumento de la conflictividad social registrado en los últimos años fue abordado por el gobierno a través de un decreto de 2015 que autoriza un mayor involucramiento de los militares en tareas de mantenimiento del “orden público” y la “paz social” en “reuniones públicas y manifestaciones”. La violencia en las manifestaciones públicas no ha hecho más que crecer desde entonces. La CIDH manifestó su preocupación por “la militarización de los operativos de seguridad ciudadana para disuadir y, en algunos casos, impedir el ejercicio del derecho a la protesta social pacífica” y señaló que “la militarización de la seguridad ciudadana conlleva además la afectación de otros derechos humanos, además del derecho a la protesta social pacífi ca y a la libertad de expresión”.
Violencia contra migrantes y desplazamientos forzados
La definición imprecisa de las “nuevas amenazas” permite que problemas socioeconómicos como las migraciones pasen a formar parte de la agenda de seguridad de los países. Cuando además se la asocia con cuestiones como el narcotráfico o el terrorismo, la migración deja de ser un derecho humano y pasa a convertirse en un potencial delito. La utilización de la fuerza militar para controlar fronteras agrava aún más la situación de vulnerabilidad de las y los migrantes, casi siempre personas pobres que buscan escapar de la miseria y la violencia. En algunos países este fenómeno se registra también a nivel interno, con cientos de miles de desplazados por los conflictos armados.
La militarización del control de las fronteras puede llevar a episodios como el que se registró en la frontera entre la República Dominicana y Haití en julio de 2000. La República Dominicana había militarizado su frontera con Haití con el supuesto fin de impedir el tráfico de drogas o armas. Un camión que en territorio dominicano transportaba a treinta hatianos, entre ellas un menor de edad y una mujer embarazada, no se detuvo en un control militar. Los soldados persiguieron al camión, lo acribillaron y mataron a siete personas. Otras diez resultaron heridas. Los sobrevivientes fueron detenidos arbitrariamente en instalaciones militares y deportados a Haití sin la apertura de un proceso formal. La investigación estuvo a cargo de la justicia militar dominicana, que absolvió a todos los militares involucrados. Por este caso República Dominicana fue condenada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en octubre de 2012.
En los últimos años, la crisis económica venezolana produjo un importante aumento de la emigración. La respuesta de los países limítrofes, Colombia y Brasil, fue militarizar el control fronterizo y también, en el caso brasileño, delegar al Ministerio de Defensa y a las Fuerzas Armadas las tareas de recepción de migrantes. Organizaciones de derechos humanos denunciaron que la planifi cación realizada por el Ejército para la recepción implica vulneraciones al derecho humano a migrar, ya que implica la construcción de refugios alejados de las ciudades, un sistema de autorizaciones para circular y el establecimiento de una barrera sanitaria que, con la excusa de la prevención de la salud, opera como un obstáculo al tránsito. Al cierre de este informe las organizaciones sociales exigían el traspaso de la gestión de estos dispositivos a órganos públicos civiles de las áreas sociales y de salud.
En relación con los desplazamientos forzados dentro de un mismo país, los conflictos más violentos y que contaron con involucramiento masivo de Fuerzas Armadas son los de Colombia y México, y en esos mismos países se dan los más graves problemas de desplazamientos forzados. En el caso colombiano, se trata de un problema de larga data, consecuencia directa de los conflictos armados internos y de estrategias de “combate al narcotráfico” en los que la intervención militar aumentó los niveles de violencia ejercidos contra las poblaciones campesinas. El gobierno colombiano reconoció que entre 1997 y 2012 alrededor de 4,9 millones de personas fueron obligadas a desplazarse. Según la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento (CODHES) la cifra de desplazados entre 1985 y 2012 fue de 5,5 millones, y se trata de un fenómeno vigente: en el primer semestre de 2018 se registraron más de 35 mil desplazados. En México, desde el comienzo de la intervención militar en 2006 hasta 2017 se registraron 330 mil víctimas de desplazamientos internos forzados para evitar los efectos de un conflicto armado, situaciones de violencia generalizada y violaciones de derechos humanos, según la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos.
Las consecuencias de construir enemigos internos
El ingreso de la cuestión del terrorismo en la agenda de los estados latinoamericanos no sólo tiene implicancias a nivel geopolítico. La construcción retórica de una vinculación entre determinados grupos y actividades terroristas constituye una de las estrategias para identificar a esos grupos como enemigos internos o amenazas al Estado. Se despliegan así medidas excepcionales que se apoyan en procedimientos penales especiales o en las leyes antiterroristas que fueron sancionadas o modifi cadas en muchos países de la región en los últimos años. También se justifi ca a partir de esto la utilización de cuerpos policiales tácticos de élite fuertemente armados contra los grupos señalados como peligrosos. En El Salvador la ley antiterrorista de 2006 considera que las pandillas o maras pueden ser definidas como organizaciones terroristas. En Guatemala la Ley Contra Actos Terroristas que comenzó a ser debatida a fines de 2017 avanza en este mismo sentido, e incluso podría llegar a tipificar como actos terroristas a prácticas de protesta social como el corte de rutas. En Chile la legislación antiterrorista, que prevé penas altísimas, viene siendo utilizada para procesar y encarcelar de manera preventiva a referentes mapuche a quienes se les imputan distintos actos de violencia. En el caso “Norín Catrimán vs. Chile”, la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado chileno por utilizar la ley antiterrorista de manera discriminatoria contra el pueblo mapuche. En 2014, la Corte IDH le ordenó al país anular las sentencias condenatorias dictadas y dejar sin efecto las penas privativas de libertad, liberar a las víctimas y pagarles una indemnización. En agosto de 2018, el Comité de Derechos Humanos de la ONU expresó su inquietud por la aplicación abusiva de la ley antiterrorista contra activistas mapuche y pidió a Chile revisar esa legislación y precisar la definición de los actos de terrorismo. Pese a estos antecedentes, la defensora de derechos humanos Francisca Linconao y otros diez miembros del pueblo mapuche fueron juzgados por delitos de terrorismo en un proceso judicial que investiga las muertes de Werner Luchsinger y Vivianne Mackay ocurridas en 2013 como consecuencia del incendio de su vivienda que se encontraba dentro del territorio ancestral indígena.
En su estrategia contra los mapuche el Estado chileno incurrió en prácticas de inteligencia ilegal y manipulación de evidencias para incriminar a activistas como parte de una asociación ilícita terrorista. La denominada Operación Huracán fue llevada a cabo por una división especial de los Carabineros, la Unidad de Inteligencia Operativa Especial (UIOE), que había sido creada especialmente para la cuestión mapuche. El descubrimiento de que las pruebas habían sido fabricadas llevó al procesamiento de tres jefes de Carabineros, un ingeniero informático y dos peritos, y a la renuncia del Director General de la fuerza, Bruno Villalobos. En la Argentina el gobierno asumido en 2015 tomó una posición similar en relación con los reclamos de grupos mapuche de las provincias de Chubut y Río Negro. Diversos funcionarios jerárquicos del poder ejecutivo provincial y nacional han asociado públicamente a los integrantes de esta comunidad mapuche con el terrorismo, acusándolos infundadamente de querer “imponer una república autónoma y mapuche en el medio de la Argentina” o caracterizándolos como “delincuentes”, y “violentos que no respetan las leyes, ni la Patria, ni la bandera”. Se desplegaron allí fuerzas federales con la orden de entrar en las comunidades y capturar activistas descubiertos en supuestos delitos flagrantes. En ese contexto, un grupo táctico de la Prefectura Naval Argentina mató al joven Rafael Nahuel, un activista mapuche que estaba desarmado.
Los despliegues policiales discriminatorios
Los operativos de control poblacional o de ocupación territorial de barrios pobres por parte de cuerpos policiales también conllevan diversas vulneraciones. Estas intervenciones suelen ser justifi cadas como medidas necesarias para “desalojar” al narcotráfico y el crimen organizado. El patrullaje constante de los barrios, la disposición de retenes, los procedimientos en el transporte público, las detenciones y requisas reiteradas a sus habitantes confi guran un paisaje propio de una ocupación militar. Lo mismo ocurre con la imposición de facto de “toques de queda” por parte de los policías, aun cuando no existe una norma que lo disponga. La idea de que existe una prohibición impuesta por la propia policía para circular de noche, dirigida especialmente hacia los jóvenes, ha sido relevada en barrios de la Argentina y Brasil saturados de policías.
En Brasil, durante el período de funcionamiento de las UPP o Unidades de Policía de Pacificación en Río de Janeiro, se registró también la práctica policial de prohibir determinadas manifestaciones culturales, como los “bailes funk”. El programa de las UPP presentó en sus inicios algunos éxitos en la reducción de homicidios, apoyados en buena medida en el descenso transitorio de la propia letalidad policial. Pero muy pronto la convivencia de las policías “de proximidad” y los habitantes de las favelas se tornó muy problemática por la reiteración de abusos y por el control ejercido sobre todos los aspectos de la vida cotidiana de las comunidades. En Venezuela, desde julio de 2015 se intensificaron las intervenciones en el marco de la denominada “Operación de Liberación y Protección del Pueblo” (OLP), redadas masivas realizadas en comunidades populares por fuerzas policiales y militares. Según un informe de PROVEA y Human Rights Watch, en el contexto de estas operaciones se registraron “violaciones de derechos humanos que incluyen ejecuciones extrajudiciales y otros abusos violentos, detenciones arbitrarias, desalojos forzosos, la destrucción de viviendas y la deportación arbitraria de ciudadanos colombianos, a menudo acusados, sin ninguna prueba, de tener nexos con “paramilitares”. En la Argentina, la presencia de fuerzas de seguridad militarizadas como la Gendarmería Nacional o la Prefectura Naval realizando tareas de patrullaje en barrios pobres derivaron en reiterados casos de abusos, humillaciones y torturas contra jóvenes de esos barrios.
Operativos como las UPP en Río o “Cinturón Sur” y “Barrios Seguros” en Buenos Aires o las OLP en Venezuela son presentados como un paso adelante en la tarea estatal de brindar seguridad a los barrios pobres, y en ocasiones se los presenta como iniciativas de “policía comunitaria” en zonas en las que las fuerzas de seguridad sólo se hacían presentes para gestionar negocios ilegales o para realizar allanamientos violentos. Sin embargo, la ausencia de controles por parte de la autoridad política y la inscripción de esa presencia permanente en programas de control poblacional antes que en una perspectiva real de policía de cercanía transforma estos operativos en un caldo de cultivo para interacciones problemáticas entre las fuerzas de seguridad y los habitan tes de los barrios pobres que son discriminados por la mirada racista y clasista de los policías. Estas formas de ocupación territorial constituyen un tipo de despliegue policial que no sería tolerado en otras zonas de la ciudad donde habitan sectores de ingresos medios o altos. Implica entonces un trato discriminatorio hacia un amplio sector de la población que es concebido como blanco de un control continuo.
El encarcelamiento masivo
A partir de la “guerra contra el narcotráfico” y de otros abordajes cuasi-bélicos de distintos fenómenos delictivos se produjo en toda América, incluido Estados Unidos, un aumento masivo de la cantidad de personas detenidas y/o encarceladas.
Desde 1950, en siete países de la región (Argentina, Brasil, Bolivia, Colombia, Ecuador, México y Perú) la cantidad de figuras penales que castigan conductas relacionadas con las drogas aumentó diez veces y el número total de conductas relacionadas con sustancias ilícitas que son penalizadas pasó de 67 a 344. Las legislaciones penales de buena parte de los países de América Latina castigan en forma desproporcionada las conductas relacionadas con drogas de uso ilícito. La aplicación de leyes severas ha conducido a la sobrecarga de los tribunales y las cárceles, y a decenas de miles de personas privadas de su libertad por pequeños delitos relacionados con las drogas o por su simple posesión. El peso de estas leyes ha impactado principalmente sobre los sectores sociales más vulnerados.
En América Latina, el crecimiento del encarcelamiento las últimas dos décadas fue exponencial, aunque con variaciones locales. Brasil presenta el mayor crecimiento de la tasa con un 250% de aumento entre 1992 y 2014, seguido por Perú (242% entre 1992 y 2015), Colombia (212% entre 1992 y 2015), Uruguay (182% entre 1992 y 2014), Paraguay (177% entre 1997y 2014), Argentina (163% entre 1996 y 2016) y Ecuador (123% entre 1992 y 2014). En El Salvador, hay casi 500 personas detenidas cada 100 mil habitantes, tasa sólo superada por la de Estados Unidos, y se registra una sobrepoblación carcelaria del 300%.
En toda la región el período de fuerte aumento de la población penitenciaria es coincidente con el incremento de las personas privadas de su libertad por delitos de drogas. El continente americano tiene la mayor tasa de personas encarceladas por delitos de drogas: aproximadamente 51 personas por cada 100 mil habitantes, en comparación con 28 por cada 100 mil en el mundo.
Las condiciones de hacinamiento en las que viven la mayor parte de los detenidos constituyen violaciones de derechos humanos básicos. El encarcelamiento masivo por temas de drogas produce vulneraciones agravadas en las mujeres. El porcentaje de mujeres en prisión por este motivo es más alto que el porcentaje de hombres. Además, la proporción ha ido en aumento en los últimos años: entre 75 y 80% en Ecuador; 64% en Costa Rica; 60% en Brasil; 66% en Perú y entre 65 y 80% en la Argentina. Estos números cada vez más elevados no tienen ningún impacto en el funcionamiento del narcotráfico.
Según datos oficiales para el Servicio Penitenciario Federal, entre 1990 y 2017 la población de mujeres presas creció un 205%. En 2017 el 85% de las mujeres detenidas en el SPF lo estaba por infracción a la Ley n° 23.737 de estupefacientes. De ellas, sólo una de cada cuatro está condenada. En el caso de las mujeres, la pena carcelaria implica una brutal ruptura de los vínculos familiares o afectivos.
El aumento exponencial de la población carcelaria se alimenta de las prácticas policiales de detenciones masivas por temas de drogas, focalizadas en general en consumidores o pequeños vendedores, capturados en las calles y no como resultado de investigaciones previas. En Chile, entre 2012 y 2016 los Carabineros detuvieron a más de 130 mil personas por supuestos delitos relacionados con drogas, el 68,8% de ellas por consumo, tenencia o microtráfico. En México, la Procuraduría General de Justicia del D.F. corroboró que la mayoría de las personas remitidas por la policía han sido detenidas en situación de flagrancia. Menos del 2% de las remisiones refieren a tres o más personas, lo que indica una focalización en vendedores de calle que son fácilmente reemplazables y en usuarios encontrados en posesión de drogas. También se aprecia un crecimiento en la proporción de delitos por posesión, que las autoridades federales señalaron como consumo (agrupando, o confundiendo, consumidores con narcomenudistas), que aumentó de 31,5% en 2010, a 41,6% en 2011 y a 47,9% en los primeros meses de 2012.
En la Argentina, luego de 2015 el gobierno declaró una “guerra contra el narcomenudeo” que resultó en un aumento de las detenciones. En la provincia de Buenos Aires, el gobierno anunció que entre diciembre de 2015 y mayo de 2018 se habían producido 57 mil operativos contra el narcomenudeo que resultaron en la detención de 80.500 personas. Los datos de la cantidad de causas judiciales efectivamente iniciadas y luego elevadas a juicio sugieren que un porcentaje enorme de estas detenciones policiales no se transforman luego en procesos penales, con lo cual se trata o bien de casos muy menores, de detenidos sin pruebas sólidas o de causas fraguadas. Esta suposición se ve reforzada, en el caso de las fuerzas federales, por el hecho de que entre el 80 y el 85% de las detenciones realizadas por estas fuerzas ocurren en situaciones de flagrancia que no implican investigación previa. La guerra contra el narcomenudeo aparece así, por un lado, como una coartada para ampliar los márgenes de discrecionalidad para el accionar policial en las calles y, por otro lado, como una política de detenciones masivas y encarcelamiento significativo de consumidores y pequeños vendedores, es decir, de control poblacional de los sectores populares.
Militarización: un aumento de la violencia estatal que impide soluciones reales
Durante las últimas tres décadas la doctrina de las “nuevas amenazas” fue el telón de fondo y la justificación principal para endurecer las políticas de seguridad e involucrar a las Fuerzas Armadas en operaciones contra el delito en América Latina. La cuestión del narcotráfico ocupa un lugar central en esta doctrina.
Mientras la “guerra contra el narcotráfico” y el prohibicionismo vienen siendo impugnados en el debate internacional por distintos actores que proponen nuevos paradigmas para abordar el tema de las drogas -centrados en la regulación estatal de los mercados, la descriminalización y la reducción de daños- la idea de las “nuevas amenazas” busca perpetuar el statu quo prohibicionista y punitivista, promoviendo la construcción de enemigos internos y la expansión del poder militar y de la influencia regional de los Estados Unidos. La evidencia muestra las consecuencias negativas de estos procesos de endurecimiento y militarización, sin que se hayan constituido en formas efi caces de contener los fenómenos criminales y disminuir los niveles de violencia.
Esas consecuencias negativas fueron caracterizadas en este trabajo como riesgos políticos e institucionales de desprofesionalización de las fuerzas armadas y de seguridad, de crecimiento de la corrupción entre los militares y de un fortalecimiento del actor militar en relación con las autoridades civiles. Por otro lado, se registran una serie de impactos graves en derechos humanos: vulneraciones que van desde la afectación del derecho a la vida, la libertad y la integridad física de miles de personas, hasta formas preocupantes de limitación de derechos políticos y sociales fundamentales como el derecho a la protesta, a la libre expresión y a la migración. Los Estados que recurren a estas políticas aumentan los niveles de violencia en sus sociedades, a veces de manera exponencial, y refuerzan las lógicas de control poblacional que afectan sobre todo a los sectores más pobres.
En los últimos años los sistemas de protección de derechos humanos han dedicado su atención a la denuncia de estas violaciones. Los impactos de la “guerra contra el narcotráfico” en los derechos humanos están siendo denunciados por la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos. La Oficina produjo un reporte a pedido del Consejo de Derechos Humanos de la ONU para ser presentado en marzo de 2019 al organismo responsable del diseño de la estrategia mundial contra las drogas, la Comisión de Narcóticos en Viena. El informe del Alto Comisionado dedica una sección especial a las políticas de seguridad y sus impactos en los derechos humanos y reconoce que existe una tendencia alarmante de reacciones estatales militarizadas, en muchos casos posibilitadas por reformas institucionales y legislativas que modifi can los marcos legales vigentes. Las violaciones a los derechos humanos que se producen como consecuencia están afectando en particular a grupos vulnerables de la sociedad. El reporte incluye recomendaciones a los Estados, que deben alinear sus intervenciones en seguridad con los principios de derechos humanos y terminar con las políticas criminales de corte punitivo que han favorecido la persecución de poblaciones marginalizadas y el hacinamiento carcelario.
La militarización entonces no resuelve los problemas del delito y la violencia y es al mismo tiempo un obstáculo para pensar soluciones reales. Las medidas de endurecimiento típicas de la demagogia punitiva se justifi can en supuestas demandas populares de “mano dura”, pero en lugar de traducir estas demandas en políticas democráticas e inclusivas, retroalimentan la violencia y el odio. Se presentan como una salida aparentemente fácil pero que pospone indefinidamente los cambios de fondo realmente importantes en problemáticas sociales como la salud y las migraciones, en la reforma profunda de las fuerzas policiales de la región en un sentido democrático y transparente, y evita también la discusión seria sobre las características, las dimensiones y las orientaciones estratégicas que deberían adoptar los sistemas de defensa de la región.
Centro de Estudios Legales y Sociales - CELS
Edición: Ximena Tordini
Investigación: Luciana Pol, Ross Eventon, Florencia Kligman
Textos: Juliana Miranda , Manuel Tufró, Paula Litvachky
Diseño: Mariana Migueles
Edición de fotografía: Jazmín Tesone
Agradecemos los aportes de Juan Gabriel Tokatlian y Adam Isacson
Financiado por: Open Society Foundations
Asociación Civil Centro de Estudios Legales y Sociales
La guerra interna : cómo la lucha contra las drogas está militarizando América Latina. 1a ed . Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Centro de Estudios Legales y Sociales CELS, 2018.
60 p. ; 27 x 21 cm.
ISBN 978-987-4195-04-3
1. Derechos Humanos. 2. Política sobre Drogas. 3. Política de Seguridad. CDD 323
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