En las últimas semanas ocurrieron hechos graves de violencia institucional: el asesinato de cuatro personas en los barrios de Villa Lugano y Barracas durante operativos de la Policía Federal Argentina, el uso de la fuerza para desalojar el barrio Papa Francisco en un operativo conjunto de la Gendarmería y la Policía Metropolitana, intervenciones de las fuerzas federales para reprimir protestas sociales sin respetar protocolos de actuación. La violencia dentro de las cárceles y comisarías no llega a ser noticia pero persiste y se agrava. Funcionarios públicos y referentes políticos hicieron declaraciones que legitiman esas prácticas y las retroalimentan. La delegación de la seguridad en las policías no es una novedad: genera violencia e inseguridad desde hace más de treinta años. Al mismo tiempo, va en contra de cualquier política que persiga la inclusión social.
A nivel del gobierno nacional, la regresión en la respuesta del Estado frente a la protesta social, los episodios de extrema violencia y abuso de la fuerza por parte de las fuerzas de seguridad y la debilidad de los sistemas de control son un retroceso después de una gestión que entre 2011 y 2012 sostuvo un mayor gobierno político de las fuerzas. El gobierno de la provincia de Buenos Aires radicalizó su “guerra contra el delito” que no se funda en indicadores de reducción de la criminalidad y se sostiene en detenciones masivas que colapsaron el sistema penitenciario y en un incremento de la letalidad de su trabajo en las calles. El Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires sostiene una gestión violenta de los conflictos cuyas consecuencias, incluidos los muertos y los heridos, son convalidadas políticamente y no sancionadas por el Poder Judicial. El panorama no es mejor en otras provincias. En Córdoba, por ejemplo, la policía funciona igual que antes de que se conocieran las denuncias por delitos relacionados con el tráfico de drogas y en lo que va del año se denunciaron siete casos de jóvenes asesinados por sus agentes. El aumento de la cantidad de personas que mueren como consecuencia del accionar estatal en materia de seguridad es consecuencia del endurecimiento de las políticas.
La debilidad en el gobierno político de las fuerzas de seguridad y la incapacidad de terminar con prácticas violatorias de los derechos humanos expresan la falta de una reforma estructural del sistema de seguridad. La postergación de una agenda de seguridad democrática tiene consecuencias en la prevención y control del delito y un impacto negativo profundo en la capacidad de la política para promover la inclusión social. Las estructuras de seguridad son las responsables de las peores violaciones a los derechos humanos que ocurren hoy en nuestro país. Esta es en sí misma, una deuda insoslayable para los proyectos políticos de restitución y ampliación de derechos.
En este escenario en el coinciden regresiones en el gobierno político y en el funcionamiento institucional con la aparición de ciertos discursos públicos se instaló un alineamiento conservador en la forma de pensar los problemas de seguridad y la gestión de los conflictos.
Las políticas de seguridad se dirigen sobre todo al control de la calle y quedan limitadas a la acción policial mientras las fuerzas políticas abandonan (una vez más) el debate sobre cómo deber ser un sistema de seguridad democrático.
Los jóvenes que pueblan los barrios pobres, quienes deberían ser los destinatarios privilegiados de acciones que vienen procurando el crecimiento con inclusión social, están sujetos a rutinas de abuso y violencia policial y penitenciaria que erosionan las políticas de carácter inclusivo que se pretende desarrollar en esos mismos barrios. Hay zonas del Estado en las que rigen prácticas que son verdaderos obstáculos para los esfuerzos que desde otros sectores del mismo Estado se despliegan en pos de condiciones dignas de vida.
Los problemas de criminalidad y circulación de la violencia requieren políticas de seguridad específicas basadas en información confiable, que no impliquen la estigmatización y discriminación de ningún sector social y que planteen un uso racional y proporcionado de la fuerza.
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