Hace doce años, en la noche del 15 de octubre de 2005 y hasta la madrugada del día siguiente se produjo un incendio en el pabellón 16 de la Unidad 28 de Magdalena. Antes, la discusión menor entre dos detenidos fue usada por los penitenciarios para desatar una represión violenta. Había 58 internos, 33 de ellos murieron esa noche por la inhalación de gases tóxicos, el estrés por calor y las lesiones en sus cuerpos.
Rufina Verón ya estaba en camino para visitar a Javier Magallanes, su hijo. Tenía que viajar cinco horas y en el trayecto recibió un llamado que le avisaba que fuera a La Plata, porque Javier estaba ahí. En una oficina le dijeron que fue uno de los primeros en morir. Su cuerpo aún estaba en Magdalena, adonde estuvo más de dos años sin haber sido condenado.
El domingo 15 también se cumplen dos meses desde que comenzó el juicio para definir qué hicieron esa noche quince agentes del Servicio Penitenciario Bonaerense y qué responsabilidades les caben a ellos y al director del penal en ese momento y al ex jefe de seguridad exterior. El CELS representa a Rufina en este juicio.
En el pabellón estaban los detenidos con buena conducta. Uno de los sobrevivientes dijo que estaban preparando las mesas para recibir a los familiares porque el 16 era el día de la madre. La discusión había sido por cómo disponerlas. No les dieron tiempo a nada. Los penitenciarios entraron al pabellón descargando las escopetas. Los testimonios en el juicio de quienes eran internos en aquel momento y no se volvieron a ver en doce años coinciden, pese al miedo a declarar. Es que algunos siguen detenidos en otros penales. Uno de ellos comenzó a llorar ante el Tribunal Oral Criminal 5 de La Plata, a cargo del debate. Lo habían amenazado: desde el Servicio le dijeron que “se fije en lo que iba a hablar” y que después de declarar lo iban a trasladar al pabellón de castigo. Aún así, declaró.
Después de la represión y del inicio del incendio, los agentes cerraron con candado la puerta y los dejaron encerrados. Cuando el fuego se incrementó, intentaron impedir que los otros detenidos ayudaran a sus compañeros. En ningún momento colaboraron con las tareas de rescate. Los internos de los pabellones cercanos quisieron socorrer a los atrapados y la respuesta fue una nueva represión. La indolencia de los penitenciarios los llevó a tomarse demasiado tiempo para llamar a los bomberos. Entre que salieron del cuartel y llegaron demoraron diez minutos, pero para ese entonces el incendio estaba auto extinguido.
Pasaron muchos peritos en lo que va del juicio. A través de sus testimonios se pudo reconstruir la intervención del servicio penitenciario antes del inicio del fuego. Se confirmó el hallazgo de vainas de escopeta –el plástico se había derretido con el fuego– dentro del pabellón, donde 35 de los internos habían sido acorralados e intentaban protegerse. Y se constató que algunos tenían lesiones compatibles con el impacto de balas de goma.
Los ingenieros que declararon determinaron los motivos por los cuales no funcionaron las mangueras contra incendio la noche del hecho: al revisar las bombas hidrantes del penal dijeron que eran inutilizables, ya que no estaban conectadas.
Hasta el momento se sentaron en el medio de la sala 125 testigos con juramento de decir la verdad. Los penitenciarios convocados eran 141 y, después de escuchar los reiterados “no recuerdo”, se descartó convocar a 96 de ellos. Los jueces recordaron en varias ocasiones que estaban bajo juramento y que podían ser acusados de falso testimonio. A pesar de las advertencias, un penitenciario fue detenido al terminar de contestar las preguntas, por ese delito.
El incendio en el penal de Magdalena y la muerte de 33 personas detenidas en prisión preventiva en esas circunstancias, no fueron hechos imprevisibles. Más bien se trató de las consecuencias del hacinamiento y la violencia, así como de la falta de interés en el cuidado de la vida humana, características principales del Sistema Penitenciario Bonaerense.
*Foto: Belén Grosso.