Por Gastón Chillier, director ejecutivo del CELS.*
Este Informe se cierra en una coyuntura muy particular en materia de derechos humanos. Una cantidad de decisiones, medidas y hechos afectan negativamente cuestiones críticas de la agenda y los mecanismos de protección de derechos en la Argentina. No se trata de hacer una caracterización global del proyecto que lleva adelante la alianza Cambiemos, sino de señalar una preocupante convergencia de acciones y decisiones políticas y judiciales que erosionan aspectos nodales del sistema de derechos humanos en el país.
El martes 1º de agosto de 2017 decenas de efectivos de la Gendarmería Nacional Argentina –una de las instituciones federales de seguridad– ingresaron de manera irregular y violenta al territorio que la comunidad mapuche Pu Lof reclama como propio en Cushamen, provincia de Chubut. El 31 de julio el joven Santiago Maldonado, de 28 años, decidió sumarse a un corte de ruta de la comunidad en reclamo de la libertad de uno de sus referentes, que fue despejado por la Gendarmería Nacional con la orden judicial de desalojar la ruta. Unas horas después un grupo de entre ocho y diez personas regresó a la ruta y los gendarmes lo reprimieron con suma violencia. Apartándose de los protocolos de actuación, los gendarmes portaban hachas, dispararon balas de goma y arrojaron piedras. Cuando los manifestantes se replegaron en el territorio donde vive la comunidad, los agentes los persiguieron e ingresaron al predio sin autorización judicial. La justificación posterior fue que, como los manifestantes les arrojaban piedras, era necesario hacer cesar esa acción y, por lo tanto, detener a quienes la estaban cometiendo. En los días previos, el jefe de Gabinete del Ministerio de Seguridad de la Nación Pablo Noceti había dicho que utilizarían la figura de “flagrancia” para detener a los miembros de esta comunidad, con quienes –dijo– no había nada que hablar. Con esa excusa, más de cincuenta gendarmes permanecieron cinco horas dentro del territorio en cuestión. Persiguieron a los jóvenes que habían cortado la ruta, allanaron las viviendas, quemaron pertenencias de las familias y secuestraron teléfonos, herramientas de trabajo y libros. Las fotografías de estos elementos de trabajo fueron presentadas a la prensa como si se tratara de armamento propio de un movimiento insurgente. Todo esto sin orden judicial.
No se trataba de la primera respuesta represiva en el lugar. En enero de 2017 hubo allí tres operativos cruentos, uno protagonizado por la Gendarmería y dos por la policía provincial, que incluyeron el uso de balas de goma y de plomo, ocasionaron heridos graves y causas judiciales contra integrantes de la comunidad. En esos operativos las fuerzas de seguridad utilizaron autos particulares sin identificación y parte del personal estaba encapuchado. Desde 2016, ese conflicto de tierras había sido señalado por el gobierno nacional como uno de los principales riesgos en materia de seguridad nacional, sin argumentos ni evidencia que abonaran esa posición.
Santiago Maldonado fue visto por última vez con vida mientras huía de la persecución de la Gendarmería. Con el paso de los días el caso se volvió central en la agenda pública y acaparó la atención nacional e internacional. Permaneció desaparecido cerca de tres meses. El 17 de octubre un cuerpo sin vida fue encontrado en el río Chubut, en el marco de un rastrillaje ordenado por un nuevo juez a cargo de la investigación, y fue luego identificado como Santiago Maldonado. Los primeros resultados parciales de la autopsia revelan que es menos probable que el cuerpo haya sido objeto de agresiones directas, como heridas causadas por armas. Sin embargo, hay resultados de diferentes estudios pendientes así como la reconstrucción precisa de las circunstancias que rodearon su muerte.
Mientras que las causas exactas de la muerte no han sido esclarecidas, algunos hechos son contundentes: la respuesta del gobierno nacional, a cargo de la fuerza de seguridad que intervino, y la investigación inicial para encontrar a Santiago Maldonado e identificar las responsabilidades de su desaparición fueron muy deficientes.
Desde el primer momento, la familia de Santiago Maldonado y los organismos de derechos humanos instaron a las autoridades a buscarlo e investigar si la Gendarmería tenía algo que ver con su desaparición. El Poder Judicial demoró decisiones y medidas claves, críticas en su temporalidad, como la separación de la Gendarmería de la investigación. Pasaron semanas antes de que se emprendieran los esfuerzos de bús- queda cruciales. Desde el inicio, la respuesta del gobierno se mantuvo, con escasas excepciones, en dos ejes: descartar públicamente la participación de la Gendarmería y plantear hipótesis endebles. Las afirmaciones en este sentido fueron constantes, infundadas y ofensivas, y ajenas a la extrema gravedad del hecho. Desde la ministra a cargo de esa fuerza, que afirmó ante el Senado de la Nación que no tiraría “gendarmes por la ventana” cuando se le demandaba que separara preventivamente a determinados agentes, hasta una de las máximas representantes políticas de Cambiemos que, a más de dos meses de su desaparición, afirmó que había un “veinte por ciento de posibilidades de que Santiago Maldonado esté en Chile”, supuestamente por propia voluntad y con motivaciones políticas. Estas y otras intervenciones parecen desconocer la extrema gravedad del hecho y resultaron muy ofensivas para sus familiares y en general para la población movilizada por el caso. Debemos notar, no obstante, que luego algunas diligencias del Poder Judicial fueron de relevancia para hallar el cuerpo, tras meses de inoperancia.
El gobierno nacional hizo una defensa corporativa de la Gendarmería. Esto implicó que durante semanas no se brindara información sobre el operativo al Poder Judicial y que hasta ahora ningún gendarme haya sido siquiera sancionado por ilegalidades tales como arrojar piedras a los manifestantes, hacer una hoguera con las pertenencias de la comunidad o mentir públicamente y en actuaciones administrativas sobre el operativo. La incondicionalidad de las autoridades con la Gendarmería contribuyó a que los agentes no se vieran comprometidos a contradecir las falaces e incompletas versiones oficiales de sus superiores. En vez de liderar la investigación y aportar toda la información al Poder Judicial para encontrar a Maldonado, el gobierno nacional se mostró incondicional con la fuerza de seguridad involucrada y encaró una estrategia agresiva de desinformación que día tras día puso a circular hipótesis que no se encuentran en los expedientes en los que se investiga el hecho.
A trece días del hallazgo del cuerpo de Santiago Maldonado, el presidente Mauricio Macri declaró: “Para mí es tan inocente un gendarme como un ciudadano común”. Esta forma de presentar el conflicto como una disputa entre particulares con iguales derechos y obligaciones busca desdibujar las responsabilidades diferenciales del Estado. Deberes que son, además, específicos para los funcionarios de seguridad que tienen el mandato de proteger a las personas y de hacer un uso responsable de la fuerza estatal que ejercen como agentes. Toda la concepción del derecho internacional de los derechos humanos parte de esta diferencia que el jefe de Estado pretende desconocer.
El discurso oficial legitimó la represión presentando a la comunidad como una amenaza al sistema y un enemigo interno, una fórmula que se inscribe en la insistencia en introducir “la cuestión del terrorismo” como si fuera uno de los problemas centrales de la Argentina. Desde que asumió el gobierno colocó el reclamo de comunidades mapuches por la tierra y el problema del narcotráfico entre los peligros principales de la seguridad nacional. Esto es parte de una de las líneas más consolidadas en el programa de Cambiemos: la reinscripción del país en la agenda global de las “nuevas amenazas”. Esta cuestión se deriva del realineamiento con los Estados Unidos y la relación preferencial con Israel, y coloca a la seguridad nacional y al orden público como bienes principales a ser protegidos. Tiene graves consecuencias en el diseño de las políticas y en las prácticas de las fuerzas de seguridad, ya que sus efectos no se limitan a las relaciones internacionales, sino que impactan en la concepción de la seguridad interior. Un planteo central de la agenda de “las nuevas amenazas” es identificar enemigos internos que justifican la militarización de las intervenciones. Esto se traduce en el endurecimiento de la represión policial, incorporando otras lógicas y/o armamentos. Otra vía que impulsa esta agenda a nivel global, prohibida en nuestro país, es la habilitación para que las Fuerzas Armadas actúen en cuestiones internas, como sucede en países como México y Colombia provocando verdaderas tragedias en materia de derechos humanos. De hecho, desde 2015, de diferentes formas y en distintos momentos, algunos voceros del gobierno han puesto en duda la pertinencia de sostener el principio de demarcación entre seguridad interior y defensa nacional.
En general, desde 2015 el gobierno asumió una posición muy adversa a la protesta social y a la movilización pública como formas de expresión e interpelación a las autoridades. Desde el Ministerio de Seguridad esto se tradujo en normativas como el llamado “protocolo antipiquetes” y en represiones que causaron heridos de gravedad, especialmente durante 2017. En una espiral de represión y criminalización, la marcha de decenas de miles de personas que colmaron la Plaza de Mayo el 1º de septiembre de 2017, para reclamar por Santiago Maldonado a un mes de su desaparición, culminó con graves hechos de violencia policial, en un operativo marcado por la ilegalidad, los abusos, la infiltración, las detenciones arbitrarias y las acusaciones infundadas. En las marchas que la familia convocó cada vez que se cumplió un nuevo mes desde los hechos, se reiteraron situaciones de represión y abuso policial. El gobierno nacional hizo circular un proyecto de ley con severas penas para quienes se cubran el rostro o porten palos durante una manifestación, lo cual demuestra que hasta la fecha no constituyen delito, pese a la prédica insistente de autoridades y sectores políticos y mediáticos.
Esta posición restrictiva de la protesta social tiene lugar en un contexto de diversificación de los colectivos que salen a la calle a protestar y de aumento de la conflictividad social. Entre los colectivos movilizados, la novedad principal la constituye el movimiento de mujeres convocadas en torno a la consigna “Ni una menos”, que ha protagonizado masivas marchas, contra las que también se han desplegado la violencia policial y la persecución penal. El aumento de la conflictividad social está asociada al empeoramiento de indicadores socioeconómicos, entre los que se destacan los niveles de desocupación y subocupación más altos de los últimos diez años, una caída de siete puntos en la participación de los asalariados en el ingreso y un aumento de casi tres puntos de la diferencia de ingresos entre el decil más rico y el más pobre. Los datos surgen tanto de fuentes oficiales como de centros de investigación como Cifra.
La llegada al gobierno de Cambiemos marcó desde el comienzo una fuerte transferencia de ingresos hacia los sectores más poderosos. Esto, a través de políticas como la devaluación, la eliminación o reducción de retenciones a las exportaciones –recaudación que fue en parte compensada por un drástico proceso de endeudamiento público– y el marcado aumento de las tarifas de los servicios domiciliarios, entre otras decisiones de alto impacto para la clase media y los sectores más vulnerables.
El mismo espíritu de transferencia tuvo la derogación por decreto de una parte esencial de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, que favorece la creación y consolidación de monopolios, en detrimento de medios de comunicación de otra escala, voces y contenidos. El nivel de concentración de medios al que se ha llegado es mayor que el anterior a la derogada ley audiovisual. Este es el trasfondo de la homogeneidad creciente en los discursos dominantes y de la agenda de problemas públicos que se presenta en la prensa escrita, radial, televisiva y digital.
La ejecución de los programas de política social ha sido dispar: algunos se mantuvieron o ampliaron, y otros redujeron su alcance en forma considerable. Un ejemplo de los ajustes drásticos en este nivel es el de las pensiones por discapacidad: en un año y medio se dieron de baja más de 170 000 pensiones por invalidez. La medida fue adoptada sin respetar el derecho a la defensa y sin notificación previa. En muchos casos la suspensión fue justificada con criterios ilegítimos, contrarios a los derechos de las personas con discapacidad.
Otra medida del Poder Ejecutivo que marca un repliegue de normativas protectoras de derechos es el decreto de necesidad y urgencia del
30 de enero de 2017, que modificó la Ley 25 871 de Migraciones y la Ley 346 de Nacionalidad. Este decreto, cuya necesidad y urgencia no están justificadas, alteró la Ley de Migraciones sancionada en 2004 y reglamentada en 2010 luego de décadas de lucha colectiva para que la Argentina tuviera una política migratoria más democrática. El enfoque actual coloca a las personas provenientes de otros países bajo una sospecha permanente, en un nuevo contexto normativo en el que el abanico de conflictos que pueden terminar en la deportación es muy amplio.
Las señales que ponen en alerta núcleos de la agenda de derechos humanos no provienen sólo de los discursos y acciones de los poderes ejecutivos a nivel nacional y provincial. Las posiciones negativas tienen una marcada convergencia entre medidas de gobierno y decisiones del Poder Judicial.
La represión de la protesta tiene un correlato en la persecución penal de manifestantes y referentes sociales. Esto muestra una afinidad de criterios y acciones entre autoridades políticas y sectores judiciales para limitar la acción colectiva. El encuadramiento penal de acciones que son propias del acto de manifestar no sólo procura limitar la protesta, sino que resulta instrumental a una persecución más amplia de la organización social, política y sindical. Muchos referentes con amplia representación y legitimidad están sometidos a proceso, acusados de una variedad de figuras penales. Algunas acusaciones son muy graves y prevén penas altas. Los procesos abiertos son suficientes para afectar la organización y la movilización de diferentes colectivos. Tanto de los que están directamente involucrados en las causas como de aquellos que se ven intimidados por este accionar judicial.
El caso extremo de esta lógica de la criminalización político-judicial es la persecución contra la Organización Barrial Túpac Amaru de la provincia de Jujuy. Su referente, Milagro Sala, fue encarcelada por hechos vinculados a una protesta social el 16 de enero de 2016, aunque el encadenamiento de causas por las que se busca justificar la prolongación de su prisión preventiva tiene motivaciones muchísimo más amplias. Su detención arbitraria activó un proceso de persecución social, política y judicial sin precedentes contra todo el colectivo al que pertenece. El espectro de acciones utilizadas contra la Túpac Amaru –entre otras: sometimiento a procesos judiciales, acciones legislativas persecutorias, restricciones en las políticas públicas, uso de la fuerza policial, estigmatización y descrédito públicos– muestra la convergencia de acciones de los diferentes poderes del Estado provincial.
El 27 de octubre de 2016, el Grupo de Trabajo sobre Detención Arbitraria de las Naciones Unidas determinó que la detención de Sala es arbitraria y que el Estado argentino tiene que liberarla de inmediato. El 28 de julio de 2017 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) concedió una medida cautelar en favor de Sala y estableció que no puede permanecer de ningún modo en la cárcel, porque existen graves riesgos para su vida e integridad personal. Ratificó que el gobierno debe cumplir de inmediato lo que había establecido el órgano de la ONU ocho meses antes. También señaló el incumplimiento del Estado argentino de su obligación internacional de liberarla. Recién un mes después de la indicación de la CIDH, Sala fue trasladada de la cárcel a una modalidad de prisión domiciliaria, medida que luego fue revertida y al día de hoy continúa su privación preventiva de la libertad en un penal. Pese a las decisiones de los mecanismos de protección de derechos humanos y la alta exposición nacional e internacional del caso, ni el gobierno provincial ni el nacional revirtieron las prácticas de criminalización. Por el contrario, estas se extendieron hacia otros miembros de la misma organización en la provincia de Mendoza. La Corte Suprema demora desde febrero el pronunciamiento de dos recursos extraordinarios presentados por la defensa de Milagro Sala y ni siquiera ha anunciado en qué plazo piensa decidir, con un inquietante desdén por garantías fundamentales, como el principio de inocencia y de libertad durante el proceso penal.
El de Sala es el hecho emblemático que muestra la debilitación del derecho internacional de los derechos humanos en la Argentina y, en particular, de los mecanismos internacionales de protección. Ese fue el espíritu de la decisión de la CSJN en el caso “Fontevecchia”: en un caso en el que se debatía sobre libertad de expresión, la Corte anunció que no considera vinculantes los fallos de la CIDH. Esta sentencia supone debilitar la protección judicial e internacional de las víctimas de violaciones de los derechos humanos, le quita fuerza al derecho internacional de los derechos humanos a nivel interno y al sistema interamericano de protección de derechos humanos. El gobierno no adoptó ninguna medida para contrarrestar o revertir esta grave decisión de la CSJN. De esta manera, el Estado argentino abandonó la posición vanguardista que a través de los gobiernos de la democracia había consolidado en relación con el fortalecimiento del sistema internacional de los derechos humanos y se iguala con las posiciones de los países más cuestionables de la región, en un proceso que algunos denominan de “desenganche”, “desacople” o directamente de “brexit de los derechos humanos” respecto de los mecanismos internacionales de protección.
La integración de la Corte que tomó esta decisión incluye a los dos jueces propuestos por el gobierno a pesar de las impugnaciones presentadas por múltiples actores –entre ellos, el CELS–, justamente por las posturas regresivas que sostenían sobre la protección de derechos y la aplicación del derecho internacional de los derechos humanos, así como por sus posiciones respecto de la relación entre el derecho, la política, el mercado y el Estado, los derechos de las mujeres, entre otras cuestiones. Es oportuno recordar que, aunque luego el procedimiento fue modificado, originalmente estos jueces fueron nombrados en comisión por el presidente Mauricio Macri mediante un decreto, lo que fue ampliamente rechazado por tratarse de un mecanismo de designación irregular y de dudosa constitucionalidad. La posición de estos jueces de que el derecho internacional de los derechos humanos no debe ser vinculante en el ámbito local –que, como dijimos, es una tradición virtuosa y anterior a la reforma constitucional de 1994– fue una alerta temprana sobre decisiones y medidas inquietantes en materia de derechos humanos que se consolidaron desde entonces.
Otro de los puntos de convergencia entre el discurso oficial y los fallos judiciales se plasmó en la decisión de la Corte de acortar la pena de un condenado por crímenes de lesa humanidad, en una muy controversial aplicación de la regla conocida como “2 por 1”. Las condiciones políticas para esta decisión se construyeron durante el gobierno de Cambiemos mediante la introducción de diferentes posiciones orientadas a relativizar la noción y gravedad del terrorismo de Estado. Esta posición política y esta decisión judicial chocaron con la respuesta social y política más amplia y contundente de los últimos años: las históricas movilizaciones masivas del 10 de mayo de 2017 en rechazo al fallo “Muiña” de la CSJN fueron seguidas de una ley prácticamente unánime del Congreso nacional –sólo un legislador votó en contra–, que es contraria a la interpretación que la mayoría de la Corte había establecido. Este acontecimiento social, político y judicial actualizó la fuerza del acuerdo nacional contrario a la impunidad de los crímenes de la dictadura, que es fundante de la democracia argentina.
A contramano de ese consenso, a un mes de la desaparición de Maldonado y cuando el reclamo “¿A dónde está Santiago?” se había extendido a prácticamente todos los sectores sociales y políticos, la titular del Ministerio de Seguridad, Patricia Bullrich, de quien depende la Gendarmería, procuró un paralelismo entre hechos del presente que identifica como amenazas y la violencia política de los años setenta. Cuando estaba en posición de dar explicaciones por la desaparición y la búsqueda de Santiago Maldonado, afirmó: “Mientras la Argentina tenga un relato de que el mundo era de ángeles y demonios nunca vamos a asumir la verdad, porque la verdad es que los demonios no eran tan demonios ni los ángeles tan ángeles”. Su frase implica un salto hacia atrás, aún en comparación con otros funcionarios de este gobierno que también formularon afirmaciones orientadas a justificar o relativizar la gravedad de lo ocurrido durante la última dictadura, pero que no habían controvertido el carácter “demoníaco” de los hechos aberrantes, sólidamente probados en tribunales argentinos y de otros países y que forman parte de la historia universal de los atropellos contra la humanidad.
Sus palabras revisten mayor gravedad institucional porque las enunció en calidad de ministra de Seguridad, responsable directa de las instituciones de seguridad que, entre otras, fueron responsables del terrorismo de Estado. Hay que remontarse a discursos castrenses que han quedado por fuera de lo que se considera generalmente admisible en nuestra democracia para encontrar una reivindicación de este calibre a lo que los represores denominaron “lucha antisubversiva”. Estas posiciones se encadenan con el debilitamiento y/o el directo desmantelamiento de políticas públicas, que en años y gobiernos anteriores fueron centrales para sostener y fortalecer los juicios por delitos de lesa humanidad desde el Poder Ejecutivo.
En un contexto regional e internacional que –más allá de los colores políticos– es adverso a los acuerdos globales en materia de derechos humanos, la respuesta del gobierno argentino ante la desaparición de Santiago Maldonado y su muerte, las represiones y los discursos puestos a circular sobre las amenazas del presente y hechos del pasado, junto con decisiones judiciales que apuntan contra algunos pilares de la democracia argentina como la lucha contra la impunidad por los crímenes de lesa humanidad y el compromiso con los sistemas internacionales de protección, ponen en alerta los núcleos de la agenda de derechos humanos en la Argentina.
Esta situación exige resguardar y proteger principios en materia de derechos humanos de la dinámica de polarización política general. Esa es la mejor tradición social y política construida en la Argentina desde el fin de la dictadura y la base desde donde es posible defender los acuerdos de la democracia.
*El autor agradece a Marcela Perelman y a Ximena Tordini, integrantes del Equipo de Trabajo.