La reforma militar del presidente Mauricio Macri, que le da a las Fuerzas Armadas Argentinas misiones de seguridad interior, se puso en marcha hoy con el lanzamiento del plan “Fronteras Protegidas” en el extremo norte del país.
Para combatir el narcotráfico y la trata de personas a lo largo de 3000 kilómetros en la frontera norte de la Argentina, “estamos sumando el valiosísimo aporte de nuestras fuerzas armadas en un apoyo logístico”, dijo Macri en un discurso ante integrantes de las fuerzas armadas y de seguridad.
Esta medida altera —sin que haya habido una discusión pública fundamentada en un diagnóstico— el modelo que consolidaron cuatro gobiernos democráticos, basado en subordinar las fuerzas armadas al gobierno político y a las instituciones al tiempo que limita su campo de acción a las amenazas estatales exteriores. La reforma impulsada por Macri —que refuerza una preocupante tendencia regional de asignar a los ejércitos labores que tendrían que ocupar las fuerzas policiales— no responde a los problemas reales de seguridad en la Argentina e implica riesgos para la garantía de los derechos humanos.
El decreto presidencial del 24 de julio es ambiguo en su redacción y abre la puerta a prácticas militares que podrían violar las leyes que establecen una estricta demarcación entre seguridad interior y defensa exterior. Ahora, con el inicio del despliegue de tropas y justo después de la visita de James Mattis —secretario de Defensa de Estados Unidos y el primer jefe del Pentágono que llega a la Argentina desde hace trece años—, se busca legitimar la respuesta militar al terrorismo y al narcotráfico.
De esta forma, la Argentina se sumaría a la doctrina que, ante la ausencia de conflictos bélicos, sostiene que las principales amenazas a la estabilidad de los Estados del continente americano provienen de algunas actividades de criminalidad organizada transnacional, como el terrorismo y el narcotráfico. Y, además, asegura que estos fenómenos se deben confrontar con un ejército.
En la práctica, sin embargo, esta estrategia de militarización ha resultado un fracaso en los países de América Latina en los que se implementó, como en México y Brasil. Y en la Argentina es una alternativa innecesaria y hasta peligrosa.
Las dos amenazas que para el gobierno actual justifican incrementar el margen de acción del ejército no tienen una dimensión significativa en el país. En su historia, la Argentina ha sufrido dos atentados terroristas, que aún permanecen impunes: en 1992 —contra la embajada de Israel— y en 1994 —contra la Asociación Mutual Israelita Argentina—. A partir de entonces, no se han perpetrado ataques de este tipo en el país. Desde los atentados de septiembre de 2001 en Estados Unidos, América Latina es la única región en el mundo donde no se han ejecutado actos terroristas fundamentalistas. Tampoco se han identificado en la región ataques solitarios, como los que se han producido en países europeos.
Por otro lado, si bien la Argentina tiene un problema asociado al aumento del uso de narcóticos, no es un productor significativo de drogas naturales, un exportador mundial de sintéticas ni tampoco tiene grupos criminales del tamaño e incidencia de los que operan en México, Colombia o Centroamérica.
No obstante, el gobierno invoca un supuesto estado de urgencia en materia de seguridad y narcotráfico, como si hubiera una situación repentina y descontrolada.
Las medidas anunciadas, sin embargo, no consideran los graves problemas estructurales que impiden intervenir eficazmente contra el negocio ilegal de las drogas: la corrupción policial, la ineficacia del sistema judicial argentino y la facilidad para el lavado de activos en el país. Si se quiere combatir el narcotráfico, esas serían las vías más efectivas para arrinconarlo.
La reforma también es cuestionable por el riesgo que implica para los derechos humanos. No se trata de un peligro teórico, es un hecho sustentado en la historia argentina —que padeció una violenta dictadura militar— y en la experiencia regional. México es el caso más extremo, con más de 30.000 personas desaparecidas y se han contabilizado más de 170.000 homicidios desde el inicio de la intervención militar en la “guerra contra el narcotráfico” que inició en 2006. Solo en los primeros diez años, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos de México había acumulado casi 10.000 denuncias de ciudadanos por abusos cometidos por el ejército.
Aunque la reforma militar argentina no introduce facultades para un despliegue territorial masivo de las Fuerzas Armadas —como ocurre en México y Colombia— sí habilita su presencia en la frontera y en la custodia de “objetivos estratégicos”, tareas para las que no están entrenadas. Además, deja margen para que la inteligencia militar empiece a intervenir en cuestiones de narcotráfico y terrorismo a nivel interno, hecho que está prohibido por la ley.
La reforma elimina los obstáculos para una intervención militar más amplia ante “agresiones externas” que no sean de ejércitos de otros Estados. Eso significa que cualquier agresión que se interprete como que ataca a la soberanía nacional y la integridad territorial puede ser considerada una acción que justifique la intervención militar. Este cambio es inquietante porque el combate al terrorismo y al narcotráfico es invocado a menudo como excusa por diferentes gobiernos para dictar y aplicar leyes antiterroristas, demonizar organizaciones y comunidades indígenas y responder con violencia extraordinaria a protestas convocadas por la defensa de la tierra, por recursos naturales o ante reclamos de trabajadores.
También la mayor relevancia política de las fuerzas armadas en la región ha revelado una consecuencia que debe preocuparnos. En Brasil, la intervención del ejército en la lucha contra el crimen les ha dado a los militares un lugar más predominante en la vida política del país. Por primera vez desde el fin de la dictadura en 1985, un militar retirado, Jair Bolsonaro, tiene posibilidades reales de ganar la presidencia y decenas de militares están postulados a cargos nacionales en el proceso electoral de este año.
Mientras se anuncia la reforma, la Argentina atraviesa una crisis económica y un ajuste fiscal profundo. Sin recursos materiales para incrementar el presupuesto de defensa, el gobierno avanza en un cambio que les da mayor participación a los militares en unas políticas de seguridad interna que ya se vienen endureciendo en los últimos años.
Para evitar que se incremente el poder militar y se generen efectos negativos para los derechos humanos, el sistema político —los partidos de la oposición y también miembros de la alianza gobernante— debe impulsar un debate público sobre el futuro de las Fuerzas Armadas y exigir que el gobierno dé marcha atrás con esta reforma.
Nota de opinión publicada en The New York Times en español.