Luego de cinco años de la primera gran manifestación contra los femicidios, la agenda pública está una vez más centrada en las violencias machistas y los hechos aparecen condicionados por las mismas cavilaciones estatales. El femicidio de Úrsula Bahillo en manos del policía de la Bonaerense Matías Ezequiel Martínez llamó la atención sobre los femicidios cometidos por miembros de fuerzas de seguridad y mostró descarnadamente cómo la prevención se aplaza hasta lo intolerable. También dejó en evidencia las impericias y falta de coordinación entre las agencias estatales.
En el recorrido de Úrsula por intentar salvar su vida, ninguna oficina hizo una evaluación del riesgo real al que estaba expuesta. El reiterado pedido de ayuda al sistema judicial, ante la sensación de que nada podía parar a su agresor porque era policía, solo recibió una respuesta insensible, misógina y burocrática y tiene que ser evaluado por sus efectos y omisiones. Cuando el movimiento de mujeres y feminismos reclaman una justicia feminista, apuntan a revertir todas las acciones judiciales que exponen a las personas victimizadas a más y mayores violencias. Se trata del reclamo por una justicia comprometida con la prevención y el cuidado, no la que hoy es percibida como funcional a hechos como el que por hoy nos manifestamos.
Ante estos casos queda muy claro que la coordinación entre agencias requiere además la definición de políticas específicas y de recursos que trabajen sobre esas violencias y sobre esas burocracias policiales y judiciales. En este caso, no estamos ante un agresor particular, sino que integra una institución con prácticas históricas de violencia encubierta, y que sobre todo reproduce las lógicas de la violencia machista. Pensemos en el uso extendido del arma reglamentaria para hostigar, amenazar, herir o matar a sus víctimas. O en la represión violenta y las detenciones arbitrarias como respuesta a la protesta en la puerta de la comisaría ante el reclamo social.
Sobre estos entramados y alianzas corporativas se necesita intervenir y hacerlo con un abordaje distinto a lo que se viene haciendo. Son muchos los mecanismos a través de los cuales se expresa el encubrimiento corporativo de los casos de violencia de género. Los traslados y cambios de destino como formas de proteger a policías denunciados. La dilación de sumarios administrativos y causas judiciales en casos de violencia policial es otro ejemplo: estas inercias burocráticas son formas de reafirmar y apañar la violencia institucional. Desde la inacción misma, hasta la no puesta en marcha de los mecanismos existentes de intervención.
Además, a las respuestas parciales, compartimentadas, que no solo no contienen a quienes denuncian sino que encubren conductas, le sigue otra marca repetida de la violencia de género: los castigos informales que sufren quienes denuncian. Les suelen imponer licencias psiquiátricas que las marginalizan y estigmatizan, además de impactar negativamente en su economía familiar y el desarrollo de sus carreras profesionales. Es lo que le pasó a Florencia Veloz, ex pareja de Martínez y también policía.
Todas las formas que adoptan estas alianzas perpetúan el hostigamiento contra mujeres, personas trans, lesbianas, varones pobres y otros grupos en situación de vulnerabilidades.
La recurrencia de los actos de violencia policial en general -y de violencia de género en particular- pone de manifiesto la necesidad de transformar esta cultura organizacional y patrones machistas históricos de las instituciones de seguridad. El femicidio de Úrsula mostró la descoordinación del Estado para abordar violencias que vienen siendo denunciadas hace años. Las responsabilidades compartidas muestran un problema que atraviesa distintas agencias del Estado. No es momento de anunciar medidas punitivas, que ya sabemos no resuelven ninguno de estos problemas sino de pensar programas y políticas que promuevan un cambio en serio de la lógica de intervención estatal. Una vez más debemos decir Ni Una Menos.