La crisis de legitimidad de la justicia federal y de la Corte Suprema es profunda y extendida. Con el paso de los años, tenemos una Corte diezmada en su integración, asociada a prácticas poco transparentes en la toma de decisiones, con amplia discrecionalidad para armar su agenda de casos y habilitada para mantener causas sin resolver por muchos años y cerrarlas sin explicación alguna. Es una Corte con dificultades para lograr mayorías estables y fijar precedentes, y con problemas importantes de funcionamiento interno, que fue armando una estructura que sobredimensionó sus funciones administrativas y de gestión. Cerró canales de apertura y participación social y forjó un liderazgo interno asociado ya no con un modelo de Corte constitucional de intervenciones innovadoras y disruptivas, sino con su capacidad para distribuir recursos e intervenir en la coyuntura política con decisiones que generan impacto en la gobernabilidad.
Los problemas del sistema de justicia -provincial y federal-, con la Corte incluida, se arrastran desde hace mucho tiempo. Hay reclamos sobre la falta de respuesta judicial para resolver conflictos que deterioran la calidad de vida de las mayorías, sobre su mal funcionamiento y burocratización, sobre sus vínculos opacos con el sistema político o con grupos privados poderosos y sobre la insensibilidad con la que interviene ante situaciones de violencia que generan mucho sufrimiento. Hace tiempo que el feminismo llama la atención sobre su misoginia y sobre una mirada que reproduce la desigualdad. La perspectiva clasista o esencialmente conservadora repercute en la falta de acceso real a los tribunales para quienes buscan alguna protección estatal ante situaciones de vulnerabilidad o desventaja. En particular, cuando comunidades indígenas y campesinas reclaman por sus territorios y modos de vida, cuando personas privadas de su libertad y usuarias de los sistemas de salud mental son sometidas a tratos denigrantes y discriminatorios, cuando las personas migrantes son explusadas sin posibilidad de argumentar sobre sus proyectos de vida, o cuando se persigue la economía popular y se limitan sus actividades de subsistencia, cuando la discriminación por razones de género se traduce en violencia institucional, maltrato y desprotección, cuando les inquilenes carecen de vías para reclamar un régimen desigual y abusivo, cuando la regularización de la propiedad sobre la que se asientan countries es convalidada judicialmente, diferente a la toma de tierras por parte de familias precarizadas por la crisis, criminalizadas y reprimidas. La legitimidad del poder judicial no es solo una cuestión de principios, pone en juego la existencia misma de la herramienta judicial para la efectiva protección de derechos.
Hubo momentos en los que se abrieron oportunidades de cambio. Estos estuvieron asociados a ciclos políticos en los que la construcción de legitimidad judicial tuvo que ver con ampliar derechos, con generar otro vínculo con la sociedad, con desarrollar canales más amplios de participación social o con modificar modelos procesales viejos y deteriorados que impiden cualquier respuesta a tiempo. Los cambios encarados en la Corte desde 2004 a partir de la renovación de sus integrantes, con amplio apoyo social, y aun pudiendo ser valorados como limitados por algunos sectores, tuvieron la potencia de mostrar un tribunal que ejerció su liderazgo con fallos trascendentes, que fue capaz de modificar algunas lógicas internas para dar mayor participación y transparencia a sus decisiones, y con claros mensajes hacia adentro del poder judicial sobre cómo intervenir en momentos de reconstrucción de un Estado que necesitaba despegar de la crisis del 2001.
Este proceso fue perdiendo fuerza hasta llegar a la actualidad. Adquirió un perfil de Corte asociado más bien con fallar en casos políticos de relevancia con claro oportunismo, como con la declaración de inconstitucionalidad de la ley del Consejo de la Magistratura luego de más de 15 años de vigencia o con la avocación por per saltum para desarmar la maraña de subrogancias y traslados de jueces que existía después de haber convalidado por años esas prácticas. Limitó los procesos de apertura propiciados en el ciclo anterior: realizó solo cuatro audiencias públicas en cuatro años y la aceptación de amicus curiae es sumamente excepcional. En ciertos asuntos desarrolló una jurisprudencia más conservadora, y hasta regresiva, por ejemplo en materia de derechos humanos de personas migrantes (fallos Costa Ludueña y Qiuming Huang), en el alcance del derecho a la huelga restringido a sindicatos con personería jurídica (fallo Orellano), y en algunas decisiones restrictivas sobre derecho laboral, con posiciones distintas de los jueces Rossatti y Maqueda (fallos Rica, Ingegnieros). En febrero de 2017 falló en el caso Fontevecchia en favor de limitar el impacto del sistema interamericano de derechos humanos en la Argentina. Decidió en forma positiva algunos otros, como en temas ambientales, de género o de protección antidiscriminatoria, de limitación de la venta de medicamentos por parte de sociedades anónimas, y procedencia de la figura del amigo del tribunal en todas las instancias judiciales, lo que muestra en algún punto inconsistencias de su agenda, sobre todo definida por la coyuntura política.
En particular, su papel en relación con el proceso de memoria, verdad y justicia por los crímenes del terrorismo de Estado fue cada vez más problemático. En mayo de 2017, decidió en el fallo Muiña aplicar una ley no vigente, la del 2×1, a los militares condenados por los crímenes de lesa humanidad de la última dictadura, lo que en los hechos permitía una reducción indebida de sus condenas. A este fallo, revisado luego de un fuertísimo repudio social, se le suma el problema de las largas demoras en la resolución de recursos para lograr sentencias firmes mientras víctimas y responsables fallecen. En línea con la Sala IV de la Cámara de Casación Federal, demoró todo lo que pudo la decisión para habilitar que se juzgue al empresario Carlos Blaquier por su participación en la represión a referentes políticos y sindicales del Ingenio Ledesma, quien finalmente no enfrentará un juicio oral y público. En el caso de Techint negó el derecho a la verdad y a la reparación y declaró que la responsabilidad de esa empresa por la desaparición de uno de sus trabajadores estaba prescripta en el ámbito laboral y civil, en contradicción con la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Caso Ingegnieros). Después de haber resuelto con el fallo Simón derribar las leyes de impunidad y reabrir el proceso de justicia por los crímenes de lesa humanidad del terrorismo de Estado, entre el año 2016 y 2020 dejó de convocar a la comisión interpoderes, creada para coordinar los esfuerzos estatales necesarios para el avance de los juicios. Tampoco impulsó medidas desde la última convocatoria.
Pero la preocupación por una instancia judicial que no se percibe protectora de derechos sino parte de disputas y lógicas de poder refiere también a cómo ha formado parte de un entramado de causas judiciales armadas para perseguir referentes políticos y sociales e intervenir sobre la competencia política. El máximo tribunal no escapa al funcionamiento de un sector amplio de la justicia federal atado a una matriz de relaciones, capilar y profunda, con sectores políticos, operadores, lobbystas de negocios y de inteligencia, dispuestos a usar las investigaciones judiciales para operaciones políticas. Esta lógica denunciada por años y años, y puesta en evidencia desde el caso AMIA hasta la actualidad, es parte del engranaje de nuestro sistema político y judicial y está imbricada en esta nueva crisis de legitimidad de la Corte Suprema. El alcance de esta matriz quedó a la vista con la foto del ex presidente de la Corte Ricardo Lorenzetti con el juez Claudio Bonadio y el ex juez brasilero Sergio Moro para dar el mensaje de una gran cruzada anticorrupción, mientras por abajo se habilitaba o convalidaba el armado de causas, las irregularidades procesales, las detenciones arbitrarias, o las escuchas ilegales, hasta con las imágenes conocidas sobre la “Gestapo sindical”. En la actualidad, la Corte Suprema mantiene en su ámbito a la DAJUDECO, la oficina encargada de gestionar las interceptaciones de las comunicaciones, que además creció con los años como una instancia de investigación criminal especializada y que nada tiene que hacer en su estructura. Con este esquema se favorecieron las filtraciones de conversaciones privadas que se usaron mediáticamente. Este es el marco político institucional en el que la Corte y el sistema de justicia federal siguen envueltos.
Sin embargo, los proyectos de ley que intentaron cambios en la organización de los tribunales federales o sobre el Ministerio Público Fiscal no prosperaron. En la medida que quedó trabada la discusión sobre el nuevo procurador general, la implementación del sistema acusatorio federal naufraga en favor del statu quo. Hay en marcha un debate importante sobre el Consejo de la Magistratura que difícilmente encuentre acuerdos.
Los distintos actores políticos y los grandes grupos económicos aprovechan este escenario y ponen en dudas las decisiones judiciales bajo la sospecha de parcialidad o motivaciones espurias o interesadas. Su efecto, en concreto, se traslada a procesos de ejecución de decisiones que tienden a asegurar y proteger derechos. En muchos casos, los poderes ejecutivos nacionales, provinciales y/o municipales, jueces de otros tribunales o de la justicia provincial, y grandes empresas y actores económicos son renuentes a cumplir con las decisiones. Esto resulta significativo si se tiene en cuenta, por ejemplo, que los derechos de las personas privadas de libertad en condiciones de hacinamiento o las afectaciones al ambiente que provocan emprendimientos inmobiliarios desarrollados sobre humedales dependen de la efectiva intervención de la Corte Suprema.
Por todas estas razones, amplios sectores políticos y sociales y una parte del mundo judicial impulsamos debates sobre la necesidad de encarar una reforma profunda del sistema de justicia que involucre a la Corte Suprema y a toda la justicia federal y que encarne una agenda de igualdad y protección de derechos.