Las pedradas que, en el marco de la protesta contra el acuerdo con el FMI del 10 de marzo causaron destrozos en el despacho de la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner y en otras oficinas del Congreso Nacional, son investigadas por la justicia de la Ciudad de Buenos Aires como asociación ilícita, atentado y resistencia a la autoridad y lesiones, y por la justicia federal como daño agravado e intimidación pública. La denuncia de que se trató de un hecho planificado y ejecutado por una organización puso en movimiento una serie de procedimientos policiales y judiciales que, más allá de este caso puntual, naturalizan criterios, decisiones y modos de hacer que constituyen precedentes dañinos para el libre ejercicio de la organización y la protesta.
Al día de hoy, hay detenidos con prisión preventiva sobre los que no hay pruebas de su participación en los hechos de los que se los acusa. En el caso de Jaru Alexander Rodríguez Carrero, la justicia de CABA lo acusa de pertenecer a una asociación ilícita por su militancia en una organización política. También rechazó su excarcelación con argumentos que sólo tienen que ver con su condición de migrante y trabajador precarizado. El juez expresa por ejemplo que “no ve que exista contención familiar suficiente” o que “no puede acreditar los horarios laborales”, ni puede acreditar sus ingresos en blanco” aunque es repartidor de Rappi.
El Ministerio Público Fiscal de CABA hace tiempo que está orientado a limitar y, cuando sea posible, criminalizar la protesta social. La justicia federal utilizó en otros casos la figura de la intimidación pública para sostener con dureza procesos de criminalización contra militantes. En este caso, la persecución penal habilitó tareas de inteligencia sobre las organizaciones sociales y políticas asociadas a la protesta.
La hipótesis de la asociación ilícita es utilizada como habilitación para una investigación policial y judicial que presenta varios puntos problemáticos:
-Órdenes de allanamiento y pedidos de captura en los que la pertenencia a una organización política funciona como elemento de sospecha (el tipo penal “asociación ilícita” habilita que se investigue a las organizaciones sociales en sí mismas y con medidas más intrusivas).
-Uso de técnicas de investigación policiales invasivas y desproporcionadas en relación con los hechos investigados (secuestro de computadoras de las organizaciones, vigilancia de redes sociales y secuestro de celulares de personas cercanas a los sospechosos)
-Identificaciones de personas realizadas a través del uso de softwares y métodos tecnológicos de vigilancia cuyo funcionamiento es desconocido, y su control nulo.
-Adjudicación de responsabilidad a algunas personas identificadas a partir de pruebas débiles o inexistentes.
-Dictado de prisiones preventivas justificadas por el tipo penal de asociación ilícita, y fundamentadas en las características de la vida personal o laboral de las personas sospechadas.
En síntesis, estos hechos terminaron recibiendo un tratamiento policial y judicial propio de la persecución de la criminalidad compleja y organizada. Con esta fuerza, el peso de la persecución recayó sobre militantes, lo que vuelve a reflejar las inercias propias de las justicias ante situaciones como estas. La sobrecriminalización implica que se instala un estado de sospecha y persecución sobre organizaciones sociales y políticas y sobre militantes y trabajadores pobres que incluye vigilancia, allanamientos, secuestros de materiales de trabajo y la estigmatización en los medios que se construye con la filtración de información del expediente.