El 26 de junio de 2002, dentro de la Estación Avellaneda, policías bonaerenses ejecutaron a Darío Santillán por la espalda y a corta distancia. Darío acompañaba a Maximiliano Kosteki, que agonizaba víctima de un disparo policial que había recibido mientras participaba de la protesta. Solo seis meses después del estallido de diciembre de 2001, los dos homicidios fueron resultado de un operativo represivo feroz montado para frenar la mayor protesta de 2002 y la organización social y política masiva surgida de una crisis que había sumido a más de la mitad del país en una situación desesperante.
Rápidamente los policías montaron la escena. Levantaron las evidencias, corrieron los cuerpos e intentaron instalar una versión oficial falsa: que los jóvenes piqueteros habían sido víctimas de una pelea entre organizaciones. En una época sin celulares con cámaras y sin redes sociales, la versión del encubrimiento se sostuvo por más de un día en el discurso de policías y autoridades. Sin embargo, dos reporteros gráficos -Pepe Mateos y Sergio Kowalewski- habían fotografiado de cerca los hechos en la estación. Cuando salieron en los medios, las imágenes no dejaron dudas: el comisario bonaerense a cargo del operativo, Alfredo Fanchiotti, junto al cabo Alejandro Acosta, habían ejecutado fríamente y por la espalda a Santillán, que se había quedado en la estación para asistir a Kosteki y el grupo de policías había intentado encubrir todo.
La violencia, la crueldad, el encubrimiento y la mentira provocaron un fuerte rechazo social. Ya no se trataba solo de un operativo dispuesto para liberar el acceso a la ciudad de Buenos Aires: la policía había desatado una cacería, persiguió a los manifestantes en su repliegue y castigó con sangre y fuego la organización social y política que ese día había mostrado su enorme capacidad de movilización.
Los homicidios de Kosteki y Santillán, sumados a los asesinatos del 19 y 20 de diciembre de 2001, derivaron en una fuerte demanda social y política: nadie debe perder la vida por organizarse para defender sus derechos. Con el tiempo, eso se tradujo en la “política de no represión de la protesta”, la prohibición para las instituciones de seguridad de portar armas de fuego en las manifestaciones públicas como principio fundamental de un conjunto amplio de medidas para limitar la violencia y la represión. En algunos momentos, la “no represión” fue complementada con formas de negociación y participación políticas sobre las protestas y los reclamos que expresaban. Estos principios se tradujeron en normativas y resoluciones, pero nunca llegaron a sancionarse en una ley.
Con los años, cambiaron los conflictos y los movimientos que luchan, ese límite fue reiteradamente traspasado y otres manifestantes fueron asesinados por la acción policial. La organización social y política continuó castigada también por formas de criminalización que se aprovechan de figuras penales muy graves que desgastan a las organizaciones y a sus referentes en eternos procesos judiciales. Aunque muchas veces no existen ni las mínimas evidencias para lograr una condena, la acusación y el proceso operan como formas efectivas de disciplinamiento. No sucede en todas las protestas. Pero aparece cuando las comunidades indígenas, hartas de no recibir respuestas, recuperan sus tierras. Cuando los grandes emprendimientos extractivos encuentran resistencias de las poblaciones locales. Puede aparecer también cuando los transfeminismos o les trabajadores de la economía popular ganan el espacio público. Se activan allí entramados policiales, judiciales y políticos para vigilar, reprimir, criminalizar y estigmatizar las protestas sociales.
Las fuerzas policiales disparan balas de goma y gases lacrimógenos, y realizan detenciones arbitrarias con el fin de intimidar a les manifestantes. El poder judicial, que debería controlar la actuación policial, demora en tomar decisiones, dejando a manifestantes detenides por varias horas, días o semanas. En otras situaciones, les funcionaries judiciales son piezas fundamentales y protagonistas directos de procesos de criminalización que buscan desarticular organizaciones sociales, como ocurre en Jujuy, en Catamarca y en CABA. Las autoridades políticas deciden cuáles son las protestas buenas y cuáles son malas, legitimando así la estigmatización y la represión.
Aunque consten en regulaciones vigentes, los principios para regular la actuación policial en contextos de protestas, especialmente la prohibición del uso de armas de fuego, no pueden darse por garantizados y además deben ser actualizados por los efectos del uso de las nuevas tecnologías de vigilancia. Por eso sería importante avanzar en la institucionalización de estos criterios bajo la forma de una ley federal con adhesión de las provincias. También es necesario que el Estado desclasifique los archivos de las fuerzas federales y de inteligencia sobre lo que sucedió en 2002. Los familiares y las organizaciones que se movilizaron en aquella jornada aún demandan que se esclarezca la responsabilidad política en la planificación y ejecución de la represión. 20 años después, la memoria de Darío y de Maxi trae un mensaje fundamental para el presente: la necesidad de fortalecer la organización social y política, de reivindicar lo público, colectivo y comunitario. De defender en todos los planos el derecho a manifestarse, expresarse y peticionar. Que una sociedad movilizada es condición de una democracia que no sea meramente formal y que eso requiere el mayor compromiso social y político.