El modelo agroindustrial volcado a la exportación de las últimas décadas hoy muestra signos de crisis o agotamiento. Sus impactos ambientales y sociales son innegables. A su vez, es un sector totalmente desacoplado de la lógica de producción de alimentos.
El conflicto armado entre Rusia y Ucrania, dos países productores y exportadores de productos alimentarios, puso en alarma al mundo. La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) advirtió que la reducción de exportaciones de productos agrícolas esenciales, como el trigo de Ucrania, pone en riesgo de hambruna a millones de personas. Rusia, a su vez, es productor y exportador de fertilizantes y combustible, insumos claves para la actividad agrícola. Esto trajo como consecuencia el aumento de los precios de los alimentos a niveles históricos en todo el mundo.
Este escenario excepcional se presenta también como una “oportunidad” para los países agroexportadores como Argentina. El precio de la tonelada de soja podría perforar los máximos históricos, cerca de los 700 dólares. El aumento del ingreso de dólares por las exportaciones, sin embargo, por sí sólo no tendrá un efecto positivo sobre el acceso a los alimentos. Hace falta transformar el modo en que se estructura y se organiza el sistema de producción, distribución y comercialización de los alimentos en nuestro país y fortalecer a quienes producen alimentos de calidad y a buen precio.
Las grandes cadenas de supermercados tienen un poder de decisión importante respecto de la cantidad y calidad de los alimentos que llegan a la mesa y también sobre los precios. Sólo tres empresas concentran el 75% de las bocas de expendio: Carrefour, Coto y Cencosud (dueña de Vea, Jumbo y Disco). Algo similar ocurre con la producción. Por dar un ejemplo, solo cuatro empresas suman casi el 50% de la producción de harina y superan el 55% de la exportación de harina de trigo, rubro en el que la Argentina domina el 73% del mercado latinoamericano. Es que el sistema de producción, distribución y comercialización se rige por la hegemonía del mercado y la agroexportación. La lógica rentística dominante refuerza la concentración, determina qué alimentos se producen y condiciona cómo se distribuyen y comercializan.
La pandemia del COVID-19 expuso como nunca los límites del sistema agroalimentario argentino para garantizar el acceso equitativo a los alimentos. Durante los primeros meses del aislamiento los precios de estos bienes en los supermercados se dispararon de manera exponencial. En este contexto se puso en evidencia la capacidad productiva y el valor social del sector de la agricultura familiar campesina indígena. Cuando los precios aumentaban por pura especulación y algunos alimentos escaseaban, los circuitos de comercialización de la economía popular, como las ferias o mercados de cercanía, tuvieron un rol central. Según el “Informe sobre comercialización de productos de la economía popular en la Provincia de Buenos Aires”, durante los primeros meses del aislamiento la gran mayoría de las 27 comercializadoras de la economía popular aumentaron sus ventas y más de la mitad tuvo un aumento interanual superior al 40%.
Sin embargo, hoy el sector del otro campo enfrenta una serie de problemas para su desarrollo. En el primer eslabón de la cadena productiva, la mayoría de les productores no cuentan con seguridad en la tenencia de la tierra que trabajan y habitan, lo cual los deja bajo la amenaza constante del desalojo que sufren cientos de familias campesinas. Además, tienen dificultades para formalizar su actividad y para ingresar a los circuitos de distribución y comercialización masivos, principalmente debido al marco normativo que regula la actividad. La agricultura familiar campesina-indígena debe enfrentar exigencias impositivas y sanitarias que fueron definidas de acuerdo a las posibilidades, las condiciones y los riesgos de la producción a gran escala destinada a la exportación. Estos obstáculos vuelven imposible la formalización de su actividad, lo cual cercena la posibilidad de ampliar la escala de producción y, a su vez, les impide insertarse en los principales circuitos de comercialización. Para el sector de la agricultura familiar campesina-indígena aún es clave la organización de la demanda, es decir, producir lo que con certeza se podrá vender.
Así, un sector que produce alimentos sanos y a buen precio no puede llegar a gran parte del mercado de consumo nacional. Esta situación garantiza la concentración del negocio en pocas manos y perpetúa una oferta de alimentos pobre en diversidad y calidad, y cada vez más inaccesible para sectores de ingresos bajos y medios.