En Argentina los pueblos indígenas están reconocidos como preexistentes al Estado nacional, y tienen derecho a la posesión y propiedad de sus territorios ancestrales. Este reconocimiento, sin embargo, se convierte en retórica vacía porque no se traduce en políticas que garanticen que quienes integran estos pueblos puedan desarrollar su vida con tranquilidad y de acuerdo a sus tradiciones. Al contrario, muchas veces la respuesta estatal se organiza detrás de discursos y estereotipos que los estigmatizan, los identifican como enemigos, extranjeros o terroristas. Estos discursos, que provienen de funcionarios públicos, sectores políticos o empresariales vinculados con proyectos inmobiliarios, turísticos o extractivistas, suelen derivar en procesos de represión y criminalización.
La Constitución reconoce la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas y la posesión y propiedad comunitarias “de las tierras que tradicionalmente ocupan”. El respeto a su identidad cultural está ligado necesariamente a su reclamo territorial, ya que el vínculo que los pueblos indígenas desarrollan con el territorio hace a su identidad, a su existir. Nuestro marco normativo también integra las obligaciones y los estándares internacionales al respecto. Entre otros, el Convenio 169 de la OIT obliga al Estado a identificar las tierras que los pueblos ocupan tradicionalmente y a garantizar que puedan habitarlas. También dice que tiene que salvaguardar el derecho de los pueblos a utilizar tierras a las que hayan tenido acceso para sus actividades tradicionales y de subsistencia, aunque no las habiten en el presente. El Estado argentino ratificó este convenio, es decir, asumió estas obligaciones como propias.
Hay otras leyes que deberían aplicarse. En 1985 se sancionó la ley 23.302 que, entre otras cuestiones, estableció que el Estado transferiría a las comunidades indígenas tierras fiscales y que otorgaría los títulos de propiedad. En lugar de ser una política de alcance nacional, estas acciones sólo se concretaron de manera excepcional. Durante la década del 90 y de los 2000, el avance de la frontera de explotación agrícola intensiva y el auge de la minería supuso un proceso constante de despojo de comunidades indígenas de sus territorios. En este contexto en 2006 se sancionó la ley 26.160 de emergencia en materia de posesión y propiedad de las tierras habitadas por comunidades indígenas, como una respuesta mínima y defensiva del sistema político. La ley suspendió los desalojos en trámite ante la justicia provincial y federal, y estableció el relevamiento de las tierras habitadas por las comunidades de todo el país. A 16 años de su sanción, aún más de la mitad de las comunidades indígenas del país espera que su territorio sea relevado.
Según información publicada por el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas, en el país existen aproximadamente 1.802 comunidades indígenas, de las cuales 779 cuentan con el relevamiento territorial culminado. El Instituto Nacional de Asuntos Indígenas, organismo responsable del relevamiento, se encuentra sin autoridad política formalmente designada desde hace dos meses. Por otro lado, desde hace casi 30 años, cuando se reformó la Constitución Nacional, las comunidades esperan que se sancione una ley de propiedad comunitaria indígena que permita a las comunidades acceder a un título de propiedad que contemple el modo particular en que éstas se vinculan con el territorio. En abril de 2020 la Corte Interamericana de Derechos Humanos le ordenó al Estado sancionarla, y le reclamó también otra ley que garantice la consulta previa, libre e informada a los pueblos indígenas antes de tomar decisiones que los afecten. Aún no existen avances concretos en el Congreso respecto de ninguna de las dos normas.
Episodios recientes muestran que frente a una débil voluntad política para encauzar los reclamos y buscar soluciones que hagan efectivo el derecho de los pueblos indígenas a sus territorios, se levanta un poderoso lobby político y mediático que busca bloquear el cumplimiento de la leyes y cualquier tímido avance en la ampliación de derechos de los pueblos indígenas. En el último año, las pocas decisiones que buscaron ampliar los límites del reconocimiento de estos derechos y, sobre todo, de comunidades mapuches, suscitaron reacciones de rechazo inmediato y desmedido. En algunos casos, revirtieron decisiones que se habían tomado y terminaron expulsados del gobierno les funcionaries que las habían promovido.
Vale repasar algunas de estas situaciones. La reciente declaración del Volcán Lanín como lugar sagrado mapuche por parte de la administración de Parques Nacionales terminó no solamente en la vuelta atrás de la decisión sino también en el desplazamiento del administrador general del organismo. En el mismo sentido, la ex presidenta del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas, Magdalena Odarda, fue desplazada de su cargo por presión de algunes gobernadores, sobre todo de provincias patagónicas, por tener un perfil demasiado “pro índigena”. En otro caso, el propio Estado nacional, a través del Ministerio de Defensa, buscó obstaculizar la ejecución de una sentencia judicial que reconoce la posesión ancestral de su territorio a la comunidad mapuche Millonco Ranquehue. Es decir: cuando los pueblos indígenas adoptan estrategias institucionalizadas de diálogo político o de reclamo judicial, el mensaje que reciben de inmediato es que no existe posibilidad de lograr algo a través de esos canales. Los intereses económicos concentrados, sus aliados políticos y mediáticos han venido achicando sistemáticamente la posibilidad, ya no de obtener avances, sino de cumplir con la Constitución. Como dijimos, frente a este armado político poderoso, los sectores de la política que suscriben la visión de una sociedad cada vez más incluyente aparecen desdibujados y temerosos en relación con la agenda indígena.
Las comunidades indígenas tienen una larga historia de lucha por sus territorios, de los que han sido despojados históricamente. Este despojo no ha cesado, a pesar de que existieron avances en el reconocimiento de sus derechos. La decisión de las comunidades de avanzar a través de distintas vías y acciones, como la recuperación de sus territorios, no puede leerse por fuera de ese contexto. Sus reclamos son consecuencia de una deuda histórica. La caracterización de este proceso como “conflictividad indigena” refuerza un proceso de estigmatización y racismo. En el caso del pueblo mapuche, algunos de sus territorios ancestrales están ubicados en zonas de creciente valor para el mercado, especialmente para el sector turístico y para el desarrollo de industrias extractivas. Frente a la presión de estos sectores económicos, el Estado tiene la obligación de crear los espacios políticos y mecanismos institucionales para canalizar la conflictividad y construir una política de gestión territorial que haga efectivo el derecho de los pueblos sobre sus tierras.
Foto: Alejandra Bartoliche, Agencia Telam.