Los ataques a las sedes de los tres poderes en Brasilia nos remiten rápidamente a lo ocurrido en el Capitolio de Washington dos años atrás. Las expresiones de odio y la visión conspirativa del mundo que acompañaron tanto aquel asalto como los del último fin de semana también podrían vincularse con las de los grupos que intentaron el magnicidio de Cristina Fernández de Kirchner. En la región llevamos varias décadas de democracias, en algunos casos interrumpidas por golpes o intentos de golpes de viejo y de nuevo tipo. Estos ataques nos muestran que, a pesar de los años transcurridos, estas democracias son todavía un bien frágil. En los últimos años, la amenaza proviene de un movimiento global de extrema derecha con expresiones que, en diferentes latitudes, las ponen en peligro, con particularidades locales pero también con narrativas y estrategias en común. Se valen de derechos y libertades conseguidas tras largas luchas para buscar la anulación de la convivencia política.
Lo que pasó en el centro de la capital brasileña el domingo 8 de enero fue parte de un proceso anunciado. Los sectores que los llevaron adelante se encargaron de difundir cada una de las acciones que fueron realizando desde que decidieron movilizarse luego de la derrota electoral de Jair Bolsonaro. Armaron campamentos, desconocieron las elecciones en las que Lula da Silva fue elegido presidente, pidieron al Ejército que asuma el poder. Simpatizantes del expresidente fueron desplegando un discurso que, a medida que pasaban los días, subía sus decibeles y se replicaba en redes durante las jornadas previas a la asunción del líder del PT.
En esos días, las autoridades discutían qué hacer frente a estos grupos, que reivindicaban esas manifestaciones como parte del derecho a la protesta y a la libre expresión. Sostenían que por más que sus reclamos estuvieran desafiando la democracia, también debían poder ejercer sus derechos. Cuesta analizar si estas manifestaciones pueden ser igualadas a la de los sectores relegados socialmente que salen a protestar por sus derechos. Es algo que el avance de estas nuevas derechas nos obliga a reflexionar. ¿Qué sucede cuando las democracias brindan herramientas y posibilidades para que algunos grupos busquen limitarlas o terminar con ellas? En Brasil, los hechos recientes movieron rápidamente este debate hacia nuevos consensos sobre los límites del derecho de manifestación y las categorías penales aplicables a los diferentes hechos. Está claro que acciones de este tipo no pueden quedar impunes. Pero la respuesta penal es, como siempre, insuficiente frente a problemas profundos y estructurales.
En esta situación habría que hablar también sobre cuál tiene que ser el rol de las fuerzas de seguridad, que deberían defender las instituciones de la democracia ante agresiones como éstas. El papel que cumplieron en estos episodios no hace más que confirmar que hay que reformarlas y ajustarlas a la vigencia de la democracia y los derechos humanos. Y este es un punto crucial sobre el que hay que avanzar para que la democracia no quede indefensa frente a quienes buscan hacerla implosionar.
Los ataques a la democracia son ataques a las sociedades en su conjunto, a las instituciones que son las que canalizan los conflictos, las tensiones, la búsqueda de futuro. Grupos como estos operan sobre la fragilidad de estas democracias. Ante la falta de respuestas y las expectativas defraudadas, sus discursos anidan en la frustración de distintos sectores, cautivados por la ruptura radical que proponen. Los Estados deben hacer uso de todas las herramientas disponibles para prevenir e investigar ataques como el ocurrido este domingo en Brasil, respetando las garantías de derechos humanos. Pero fundamentalmente deben priorizar de manera urgente la construcción de una democracia sustantiva, que reduzca desigualdades y mejore las condiciones de vida de la mayoría de la población.