En estos días los debates públicos giraron en torno del castigo y del pedido para que resulte ejemplar. El juicio debe llevar algo de consuelo a la familia de Fernando Baez Sosa y a sus seres queridos; las conductas que están siendo analizadas tienen que tener una sanción. Necesitamos, sin embargo, traer un dato a este debate: el sistema penal llega cuando las violencias ya ocurrieron. Por eso su respuesta, que es castigar a través de la privación de la libertad por una cantidad de tiempo, no sirve para prevenir este tipo de prácticas. Aunque es fundamental que las violencias sean sancionadas, el castigo no puede pensarse como una forma de prevención, ni de erradicación de este tipo de prácticas. Ya sabemos que las “penas ejemplares” no previenen conductas delictivas. Y en el caso del racismo, el endurecimiento penal siempre sirvió para amplificarlo y fortalecerlo. El Estado tiene el mandato de hacer algo distinto para prevenir el racismo, pero cada vez que tiene la oportunidad de avanzar, decide procrastinar.
El año pasado parte del Congreso decidió no aprobar el proyecto que incorporaba las convenciones interamericanas sobre discriminación y discriminación racial, que hubieran dado un enfoque más actual al problema y herramientas contra la discriminación por posición económica, por color, cultural. No existen les monstruxs, sino formas de sociabilidad que sostienen el racismo y su intersección con el patriarcado, que alientan la violencia entre varones como forma de validación y que perpetúan la desigualdad. Las convenciones generan compromisos. De esa manera, la prevención de comportamientos racistas, discriminatorios, se vuelve una responsabilidad activa de los poderes del Estado, a través de políticas públicas, políticas de reparación, disposiciones para la no repetición, obligaciones de les jueces de adoptar medidas.
La ausencia de estas políticas se pueden observar, por ejemplo, en la poca presencia estatal en los procesos de reconocimiento de los pueblos indígenas. La Constitución reconoce su preexistencia étnica y cultural, pero los poderes del Estado atienden a cuentagotas sus reclamos e incumplen las leyes que protegen sus derechos. Ese accionar del Estado no solo es discriminador, sino también deslegitimador y permite que proliferen miradas sociales racistas contra identidades históricamente subalternizadas.
El Estado no puede ser espectador de conductas que vulneran derechos y que acumulan hacia el horror. Para eso necesitamos herramientas, políticas, leyes. Para prevenir y no tener que seguir lamentando las consecuencias de la inacción.
La respuesta a la discriminación tiene que ser previa, activa, preventiva. Necesitamos como sociedad mayor concientización sobre lo que hace la discriminación, porque como vimos con Fernando, la discriminación también mata. Hay que ponerle freno antes.