Reforma de la Ley de Seguridad Interior: el blanco no es el terrorismo, sino los consensos de la democracia

El Poder Ejecutivo impulsa un proyecto de ley para que las Fuerzas Armadas puedan intervenir en asuntos de seguridad interior. Se trata de una iniciativa peligrosa que apunta a romper un acuerdo político y social construido desde la recuperación democrática.

El gobierno nacional envió al Congreso un proyecto para reformar la Ley de Seguridad Interior. La modificación más significativa que propone es la del artículo 27, para permitir la intervención de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad interior. Los motivos que se esgrimen (casos de “terrorismo”) y la total incongruencia entre la amenaza que se describe y el tipo de tareas que se asignarían a las FFAA muestran que se trata en realidad de meter a los militares por la ventana. No importa cómo ni para qué: el objetivo es romper el acuerdo político y social de no usar a los militares para tareas policiales de seguridad y que su misión se limite a las tareas de defensa nacional. Se trata de un objetivo puramente político, ya que desde cualquier otro punto de vista (eficacia, eficiencia, oportunidad, necesidad) la propuesta no resiste el menor análisis. 

El proyecto permitiría que, en aquellos casos en los que exista una investigación judicial caratulada como terrorismo (según el artículo 41 quinquies del Código Penal) y se reúna el Comité de Crisis previsto en la Ley de Seguridad Interior, este último puede solicitar al Ministerio de Defensa el despliegue de efectivos militares para cumplir funciones policiales: patrullar calles, custodiar edificios, detener personas, e intervenir usando la fuerza según los criterios policiales (en los que los militares no están formados). 

Es incomprensible en qué situación de ataque terrorista sería útil que los militares hagan operativos de identificación de personas en las calles. Por eso este proyecto no debe ser analizado desde el punto de vista de las soluciones al problema del terrorismo, porque no plantea ninguna. El corazón del mensaje del gobierno no está en el articulado del proyecto, sino en sus fundamentos, donde se puede leer que “La CONSTITUCIÓN NACIONAL no contempla -ni contempló nunca- una diferenciación entre las cuestiones de Seguridad Interior y las de la Defensa Nacional, ni contiene limitaciones, reparos o divisiones con respecto a la actuación de las FUERZAS ARMADAS (FFAA)”. Al decir que “no está en la Constitución”, lo que están diciendo es que esa diferenciación, construida de manera colectiva por las fuerzas políticas luego de la recuperación democrática, no debería existir. Es decir: retrotraer la situación a las épocas de la Doctrina de Seguridad Nacional y las dictaduras militares del siglo XX, cuando los militares patrullaban las calles con armas largas, requisaban y detenían a cualquier persona. 

Como sabemos por nuestra propia historia y por experiencias de otros países como México, la militarización de la gestión de los conflictos es muy negativa en términos políticos, de derechos humanos, de eficacia y de recursos. 

Al mismo tiempo, en los términos en los que lo plantea el proyecto, implica una denigración de la función militar. Personas formadas para la defensa de la soberanía nacional deberían ir a la calle a cumplir las tareas policiales más básicas, las que cumplen los policías recién egresados. Hoy la Argentina cuenta con decenas de miles de efectivos policiales, muchos más que militares. Este esfuerzo, inútil desde todo punto de vista para combatir el terrorismo, es un dispendio enorme de recursos. El Estado invirtió millones en formar a miles de policías en las últimas décadas. Ahora este proyecto viene a decir que los militares deben ser entrenados para cumplir funciones policiales.

El proyecto no debe prosperar en el Congreso porque es un antecedente preocupante que busca desbloquear la idea de que los militares cumplan tareas de seguridad interior y asume el riesgo real de que se eleven los niveles de violencia provocados por la respuesta estatal. Pero además este es un gobierno que banaliza el problema del terrorismo al hacer uso y abuso de esta categoría sin ningún tipo de responsabilidad. Hoy cualquiera puede ser tildado de terrorista por un funcionario, desde los pueblos indígenas que reclaman sus territorios ancestrales hasta quienes participan en una manifestación pública, pasando por peluqueros y profesores de ping pong. Las y los legisladores deben saber que, en este contexto, es especialmente peligroso habilitar el uso de la herramienta militar.