El 18 de julio de 1994 a las 8.42 de la mañana una bomba terrorista explotó en el centro comunitario de la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA). El edificio de seis pisos se derrumbó en una montaña de escombros. Ochenta y cinco personas perdieron la vida y 300 resultaron heridas: trabajadores, gente haciendo mandados, transeúntes, jóvenes y ancianos. La investigación judicial oficial sobre el ataque terrorista más grave de la historia argentina se ha extendido por más de dos décadas, y aún no arrojó respuestas.
El caso AMIA puso de relieve las peligrosas conexiones subterráneas entre los servicios de inteligencia de la Argentina y sus esferas políticas y judiciales, y subrayó la importancia que tiene el control de las operaciones de inteligencia y vigilancia para el estado de derecho y la democracia.
En 1999 Memoria Activa, representada por el CELS y el CEJIL, denunció a la Argentina ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en relación con el atentado a la AMIA por violación del derecho a la vida y a la integridad física. También presentaron una denuncia contra el país por violar su obligación de realizar una investigación efectiva. En marzo de 2005 el Estado argentino reconoció su responsabilidad: “existió un incumplimiento de la función de prevención por no haber adoptado las medidas idóneas y eficaces para intentar evitar el atentado, teniendo en cuenta que dos años antes se había producido un hecho terrorista contra la embajada de Israel en Argentina”. En el mismo documento, también reconoció que “existió encubrimiento de los hechos y medió incumplimiento grave y deliberado de la función de investigación adecuada del ilícito, lo cual produjo una clara denegatoria de justicia”. El Estado se comprometió a reformar sus organismos de inteligencia.
Sin embargo, durante más de diez años, el gobierno argentino no adoptó medidas para cumplir su compromiso con la CIDH de transparentar el funcionamiento interno de los servicios de inteligencia. En lugar de ello, las autoridades políticas y judiciales siguieron tolerando el poder encubierto de los agentes de inteligencia con el fin de beneficiarse de los despojos de ese poder. Las relaciones irregulares entre jueces, abogados, grupos de presión y agentes de inteligencia afectaron el funcionamiento del sistema judicial federal, lo que posibilita alianzas entre entidades políticas (tanto del gobierno como de la oposición), empresas, sindicatos y sectores de la iglesia, entre otros. El potencial de extorsión y desestabilización continúa siendo enorme.