La violencia hacia las personas detenidas es parte de las rutinas de los agentes penitenciarios y policiales en comisarías y penitenciarías desde hace décadas. En la provincia de Buenos Aires, el sistema de encierro penal de adultos es una estructura militarizada, bajo la órbita de dos fuerzas de seguridad con altos niveles de corrupción y márgenes amplios de delegación y autogobierno. Salvo intentos esporádicos y de corta duración, no han existido reformas orientadas a revertir esas lógicas ni un gobierno que controle el accionar penitenciario y garantice condiciones dignas de detención.
En este contexto de violaciones a los derechos humanos, el rol de control y protección del Poder Judicial es determinante. La impunidad de los hechos de tortura o maltratos, y de los de corrupción, se explica por las malas investigaciones judiciales, que no logran llevar a juicio a los responsables o que llegan débiles a esa instancia. El Ministerio Público Fiscal de la provincia no tiene una política criminal orientada a investigar los delitos cometidos por funcionarios estatales en el encierro que apunte a revertir la resistencia generalizada a investigar este tipo de hechos. Esta situación no es privativa de los casos de tortura, sino que ocurre en general con los delitos cometidos por agentes estatales en los lugares de detención.
En este capítulo analizamos la respuesta judicial a la tortura y a los maltratos en el encierro y, en particular, las estrategias que fueron efectivas para lograr sentencias en los casos de torturas a Luciano Arruga, el homicidio de Daniel Migone y la tortura y muerte de Patricio Barros Cisneros.