La proscripción de la verdad de lo ocurrido con las víctimas se valió del carácter sagrado que la dictadura militar imprimió a su pensamiento y a su acción: una única verdad salvadora de un único orden. Hacerlos desaparecer significa no dejar rastros, que el horror sea tal que nadie se atreva siquiera a imaginar cómo cada uno de los desaparecidos fue eliminado, que el crimen permanezca para siempre desconocido. La falta de respuesta por parte del Estado sobre la verdad del destino de las personas desaparécidas confirma, a través de las leyes llamadas de impunidad de los gobiernos constitucionales, el objetivo siniestro del terrorismo de Estado de poner a los desaparecidos fuera de la historia. Todas ellas, incluida la ley que las deroga, convergen a la solidificación de la significación del Punto Final: no a la verdad, no a la justicia, no al duelo.
Cuando la justicia no actúa, cuando el Estado sanciona leyes que lo hacen cómplice de los responsables del trauma social, cuando pierde su papel de legítimo representante de una justicia reparatoria, otras organizaciones emergen socialmente sosteniendo el doble papel de exigir justicia y, al mismo tiempo, construir socialmente una verdad a partir de las investigaciones, las denuncias, las revelaciones de lo velado, el sostenimiento de la memoria. El papel de las tres generaciones de familiares de desaparecidos: Abuelas de Plaza de Mayo, Madres de Plaza de Mayo e H.I.J.O.S. (Hijos por la Identidad, la Justicia, contra el Olvido y el Silencio) ha sido por ello fundamental en la historia de nuestro país.