El 30 de enero de 2017, el Poder Ejecutivo modificó con un decreto de necesidad y urgencia (DNU) la Ley 25 871 de Migraciones y la Ley 346 de Nacionalidad. La nueva política clasifica a las personas migrantes en dos grupos: los migrantes “buenos”, que pueden regularizarse, y los migrantes “malos”, a quienes les corresponde la expulsión. Este enfoque coloca a las personas provenientes de otros países bajo una sospecha permanente, en un nuevo contexto normativo en el que es muy amplio el abanico de conflictos que pueden terminar en la deportación.
El DNU habilitó un procedimiento de detención y deportación exprés de los extranjeros sometidos a cualquier tipo de proceso judicial que tenga como consecuencia posible una pena privativa de libertad, y también de quienes hayan cometido faltas administrativas en el trámite migratorio, como, por ejemplo, no haber acreditado el ingreso al país por un lugar habilitado. El decreto, además, limitó las vías de documentación alternativas que utilizaban quienes no podían resolver su situación migratoria en forma permanente, entre ellas, el certificado de residencia precaria.
La reforma habilitó el despliegue de una herramienta de control social con consecuencias en los trámites de regularización de las personas migrantes, en particular de quienes tienen menos recursos. Con las modificaciones que introdujo el DNU, el esquema de gestión de las migraciones está ahora en manos de las autoridades migratorias, en conjunto con las autoridades judiciales y policiales de las diversas jurisdicciones. La selectividad que producen estas formas de administración entra en tensión con cualquier programa que tenga como objetivos el reconocimiento del derecho a migrar y la regularización. Significa un proceso regresivo, en el que se diluye incluso la falsa clasificación propuesta por el Poder Ejecutivo nacional, que regula de manera diferenciada las migraciones según la conducta de los migrantes.