El primer año del gobierno de la Alianza mostró una postura oscilante y ambigua sobre cuestiones medulares para la agenda de los derechos humanos, como el mayor protagonismo que pretendió asumir la jefatura del ejército y su actitud obstructiva frente a los juicios de la verdad; la necesidad de fijar una posición ante los pedidos de tribunales extranjeros que investigaban delitos cometidos en el país durante la dictadura y ante las recomendaciones de la CIDH en el caso de los presos de La Tablada. A pesar de esas indecisiones mostraron que existían definiciones profundamente cuestionables: la persistencia del modelo económico de ajuste, el impulso de una legislación social de signo regresivo y la apelación a la violencia de las fuerzas de seguridad en la represión de algunos conflictos sociales.
En octubre, la crisis originada en las denuncias sobre el pago de sobornos en el Senado, para la aprobación de la reforma laboral impulsada por el gobierno, culminó con la renuncia del vicepresidente y jefe de uno de los partidos de la Alianza, en repudio a la defensa categórica que hizo el propio presidente con respecto a algunos de los funcionarios implicados. Este hecho hirió gravemente la unidad de la coalición. El quiebre de la Alianza determinó una fuerte limitación de la capacidad de acción del gobierno, y condujo a la postergación de algunas reformas y correcciones institucionales prometidas en áreas diversas, como la administración pública, los partidos políticos y sus mecanismos de financiamiento, el sistema electoral, la regulación de los servicios públicos y la administración de justicia.