A pesar de algunos anuncios oficiales al respecto, no se observaron en el año 1995 cambios estructurales que pusieran fin a los graves problemas existentes en el sistema carcelario. Superpoblación y hacinamiento, violencia física y malos tratos, graves deficiencias alimentarias y sanitarias, pésimas condiciones edilicias, inadmisible extensión de los procesos judiciales y uso abusivo de la prisión preventiva, son algunos de los problemas diagnosticados por los expertos, difundidos por los medios de comunicación, y denunciados hasta el cansancio por diferentes organizaciones sociales defensoras de los derechos humanos. Frente a este panorama el Estado, obligado a velar por la integridad y la seguridad de los presos alojados en las cárceles por expreso mandato constitucional, no podía soslayar su responsabilidad por la existencia y persistencia de estos problemas y debía trabajar para hallarles una solución.
El gobierno argentino manifestó en varias oportunidades su preocupación por el tema, sobre todo cuando algún conflicto dentro del ambiente carcelario (motines, huelgas de hambre, etc) ha conmovido a la opinión pública; sin embargo, esa preocupación no se tradujo en voluntad política constante que le diera impulso a la concreción de las reformas estructurales y que pusiera en práctica medidas coyunturales ejecutables en lo inmediato, como forma de comenzar o poner fin a los problemas enunciados.
Un sistema carcelario en el cual se producen hechos extremos de brutalidad y desconocimiento de los derechos al nivel que se llega en el interior de los establecimientos penales, exige que toda la sociedad conozca la realidad, presione para modificarla, y utilice todos los recursos legales existentes para que este tipo de hechos aberrantes no sucedan nunca más.