En abril de 1983, las Fuerzas Armadas presentaron públicamente un texto denominado “Documento final de la Junta Militar sobre la guerra contra la subversión y el terrorismo” que pretendía clausurar la demanda de información y explicaciones que por entonces exigían no solamente los organismos de derechos humanos sino también los partidos políticos, los medios de comunicación, y la Iglesia católica, entre otros actores. El guión del homenaje organizado por Victoria Villaruel esta semana en la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires fue fiel a ese texto. Pensado el acto como escena de memoria, nos quiso regresar simbólicamente al momento de la presentación de ese Documento Final, cuando la moneda aún estaba en el aire, y la última Junta Militar pretendía extender un aval a la represión ilegal y clandestina, y ganar impunidad para sus responsables. Ese proyecto transicional por el que presionaron las Fuerzas Armadas, basado en la reivindicación de la “guerra” y la no revisión de lo actuado, como sabemos, fracasó; pero la candidata vicepresidencial de La Libertad Avanza ensaya distintas fórmulas orientadas a su restauración.
Durante años, construimos como comunidad política un proceso de memoria, verdad y justicia que nos permitió cuestionar y condenar el terror de Estado, afirmando una distinción cualitativa fundamental entre la represión estatal y la violencia política ejercida desde las organizaciones armadas. La desaparición forzada de una generación de militantes fue el centro de gravedad de la democracia argentina desde la etapa de la transición. Pudimos con esfuerzo elaborar socialmente este trauma colectivo y poner límites a la política de aniquilamiento.
Hoy nos encontramos frente al montaje de una nueva escena de la memoria, seguramente como acto preparatorio de la voluntad de transformación de la política pública en esta materia. Hasta aquí el campo de la memoria tuvo en nuestro país diferentes etapas en estos cuarenta años. Los últimos veinte, estuvimos enfrascados en una memoria agrietada, que puso en contradicción los esfuerzos por establecer verdad y justicia durante el primer gobierno post-transición, el de Raúl Alfonsín, y los gobiernos kirchneristas. En lugar de establecer una línea básica de acumulación entre esos procesos, cada cual cargado de logros y limitaciones propias, se prefirió hacer énfasis en la defensa de parcelas partidistas y se desestimó el impacto de esa pérdida por sustracción. Incluso fue costoso capitalizar los acuerdos que se establecieron para definir de manera transversal una línea de demarcación entre la defensa y la seguridad interior. Tampoco fue fácil asumir que el andamiaje construido con esmero, incluso en sus regresiones o vacilaciones, resultó a veces productivo: el gobierno menemista, que concedió los indultos, desactivó a las fuerzas armadas como actor político; el macrismo, que acuñó a defensores de la dictadura, mantuvo una postura pública de repudio al terrorismo de Estado y sostuvo el proceso de justicia. Ahora tenemos en Victoria Villaruel un viraje disruptivo: se trata de una mujer dispuesta a dar la vida por la causa de la defensa de los derechos humanos de los represores, que sabe cómo establecer en sus capas de discurso las dosis necesarias de mentira, verdad, y silencio.
¿Quiénes son realmente las víctimas de Villaruel? Nos anuncia que va a hablar por las víctimas civiles de la violencia política de las organizaciones armadas, pero en el discurso de la Legislatura, en las cifras confusas que expone, se ha perdido esa distinción que fundó su lugar público en las últimas décadas. Ella desplaza la vara, hace zoom, y de golpe el universo de las víctimas queda sustantivado, se extravía el adjetivo “civiles” (en ningún momento pronunció esa palabra en el acto de la Legislatura), se superpone con las fuerzas que participaron de la represión, a quienes ella propone socializar también como víctimas. Frente a la tarea consumada de la memoria, la verdad y la justicia, Villaruel los renombra frente a nosotros: antes que genocidas, víctimas.
¿Y si su Victoria es pírrica? No le importa, como dice. Está dispuesta a correr el riesgo, los límites, el velo. Ella, que acusa a las Abuelas de Plazo de Mayo de ser el Lobo feroz, es la memoria actualizada de la verdadera ferocidad. Amputado en su discurso el contexto histórico-político de surgimiento de las organizaciones armadas, se convierten en ademán de puro autoritarismo, en crimen, y antesala de la represalia. Ella es también la memoria del aplastamiento de las revoluciones y la justificación del arrasamiento de los revolucionarios, incluso después de haber sido asesinados, incluso después de haber sido desaparecidos. También ellos quedan renombrados como meros verdugos, donde sea que estén. Villaruel viene a recordarnos que el ensayo fallido de la emancipación debe ser castigado hasta el fin de los tiempos, que el escarmiento no tendrá fin. Las revoluciones vencidas deben ser subidas al ring nuevamente para ensañarse con ellas, y con los espectros que las rondan. No estamos sólo condenados a vivir en el mundo que vivimos, estamos condenados a vivir en nuestras pesadillas.
Enzo Traverso nos habla del fin de los marcos sociales de la memoria obrera, y más cercanamente del fin de los partidos políticos como vectores de transmisión de una memoria colectiva. Nosotros construimos la memoria colectiva de la experiencia del terrorismo de Estado durante la última dictadura en ese escenario: el radicalismo, el peronismo y la izquierda, acompañaron, con sus idas y vueltas, ese aprendizaje, y fueron los marcos donde fundamos nuestro pacto común de convivencia. Ahora, cuando todo nos hace pensar que estamos en el umbral de un nuevo tiempo, construido sobre frustraciones y esperanzas de ruptura, dudamos de que el para-avalancha resista.
En medio de las múltiples analogías invertidas sobre el campo simbólico de los derechos humanos que Victoria Villaruel construye y fabula, en su discurso del otro día en la Legislatura recobró sin nombrarlo el gesto de Néstor Kirchner poniendo el cuerpo para decir a las Fuerzas Armadas que como sociedad ya no les teníamos miedo. Villarruel nos dice que el miedo también se ha invertido. Lo tenemos de nuestro lado. Incluso aunque su apuesta reivindicatoria no sea necesariamente acompañada por las fuerzas armadas y de seguridad del presente, aunque no pueda llevar adelante las reformas que se propone en esta materia; ella viene a diseminar el terror. La represión mortífera está puesta de nuevo sobre la mesa como amenaza que dice apuntar a los espectros, pero pone la mira en la sociedad, incluso la que los votó.
El acto en la Legislatura fue el intento de restablecimiento de una memoria contra-revolucionaria pero sin revoluciones a la vista, una memoria que reivindica el arrasamiento, mientras hostiga a diestra y siniestra. Frente a este intento de reposicionar el terror entre nosotros, deberíamos reconstruir y fortalecer el campo ampliado de la memoria democrática que, con todas sus deudas pendientes, sigue siendo el lugar común donde queremos estar, sosteniendo las luchas políticas sin sentirnos amenazados de muerte.