El 10 de diciembre de 2015 se produjo un cambio de gobierno en la Argentina. Las nuevas autoridades plantearon ya desde la campaña electoral que el narcotráfico era el problema más grave que afectaba al país. Se agitaron argumentos basados en el miedo, como el peligro de la “colombianización” o la “mexicanización”, pero sin ofrecer diagnósticos certeros sobre las formas que asume el narcotráfico y las magnitudes de sus impactos en la sociedad argentina. Con la llegada al poder, el actual gobierno dio continuidad a su escalada discursiva, hablando de un “cambio de paradigma” en materia de políticas contra el narcotráfico. Las medidas anunciadas muestran un realineamiento del país en el mapa de los debates mundiales sobre los problemas ligados a las drogas y al narcotráfico. El gobierno anterior había llevado adelante políticas oscilantes, que combinaban el apoyo a posiciones de avanzada en las arenas internacionales con medidas erráticas a nivel interno. Con la nueva administración, estas inconsistencias parecen empezar a resolverse en el peor sentido marcando la entrada de la Argentina en la “guerra contra las drogas”.
A nivel internacional, las consecuencias económicas, institucionales y humanitarias de esta “guerra” han movilizado a un bloque de actores cada vez más importante que postula la necesidad de abandonar ese paradigma para explorar nuevas formas de regulación estatal de estos mercados, junto con políticas que apliquen la perspectiva de la reducción de daños a los problemas de violencia, en lugar de atizar con más violencia proveniente del sistema penal y la militarización. En los debates regionales e internacionales hasta 2015 la Argentina acompañó a los países que reclaman discutir la efectividad del paradigma de la “guerra contra las drogas”. El nuevo gobierno comienza a abandonar esta posición, a partir de decisiones normativas y de un acercamiento cada vez más explícito a los EEUU, principal impulsor del abordaje bélico del problema del narcotráfico. Al mismo tiempo, a nivel interno, en los últimos dos años una campaña de miedo en torno al avance del narcotráfico silenció los incipientes debates sobre la descriminalización del consumo de drogas.
Los académicos y expertos argentinos en tema de drogas nucleados en el Grupo Convergencia lanzaron en 2015 un documento titulado “Drogas: una iniciativa para el debate” en el que señalan que “A la fecha la Argentina no posee un diagnóstico integral del fenómeno de las drogas. Por diagnóstico integral entendemos la existencia y disposición en todos los niveles del Estado de un conocimiento institucional exhaustivo, sistemático y actualizado del fenómeno de las drogas. Ese no es el caso de nuestro país donde desgraciadamente ha prevalecido la presunción, la intuición y la improvisación” (disponible en http://cuestiondrogasargentina.blogspot.com.ar/?zx=1941642d0b998f38).
Pero lo que se sabe con certeza es que en los últimos años las políticas desplegadas contra el narcotráfico, por acción u omisión, han colaborado en consolidar dos de los aspectos más negativos asociados a las redes de ilegalidad, y no exclusivamente al narcotráfico: la penetración institucional, es decir, la connivencia o el involucramiento de funcionarios políticos, judiciales y policiales en estas redes; y la circulación de violencia en barrios pobres. Las nuevas autoridades tampoco han incluido estas cuestiones entre sus prioridades.
Las “nuevas amenazas” como justificación para la intervención militar
Uno de los principales riesgos de la perspectiva a la que se acerca Argentina es que abre una puerta para la intervención militar en asuntos de seguridad interior, camino que una vez iniciado es muy difícil de desandar.
Los ejemplos de México y Colombia son casos extremos que sin embargo iluminan el hecho de que la intervención directa de las Fuerzas Armadas en acciones contra el narcotráfico u otras formas de delito tiene gravísimas consecuencias en términos de aumento de la violencia, violaciones masivas a los derechos humanos, desprofesionalización y corrupción de las estructuras militares. Al mismo tiempo, los avances en la desestructuración de los mercados y estructuras criminales son nulos o escasos.
A diferencia de lo que ocurre en varios países de la región, En Argentina la distinción entre la seguridad interior y defensa exterior fue sostenida desde la recuperación democrática en 1983, aunque en los años 90 hubo intentos de involucrar a las Fuerzas Armadas en la lucha contra el narcotráfico. Desde 2013, recursos militares fueron movilizados para brindar apoyo logístico en el control de las fronteras, con el “avance del narcotráfico” como argumento de fondo. Con el nuevo gobierno se dio un salto cualitativo en ese sentido: el 22 de enero de 2016, mediante un decreto presidencial, fue declarada la “emergencia en seguridad” en todo el territorio nacional. Entre otras cuestiones, el decreto caracteriza al narcotráfico como “amenaza a la soberanía nacional” por tratarse de un delito que puede tener conexiones trasnacionales, aún cuando otros delitos trasnacionales no reciben este tratamiento. Esta caracterización de “amenaza a la soberanía” coloca al narcotráfico en una zona gris entre la seguridad interior, ámbito de actuación de las fuerzas de seguridad y policías, y la defensa, ámbito de actuación de las Fuerzas Armadas. El decreto avanza así en un cambio sustancial, ya que autoriza la intervención directa de los militares, en este caso la Fuerza Aérea, para derribar aviones que se resistan a (o no puedan) ser identificados.
La medida implica también un alineamiento explícito con la doctrina de las “nuevas amenazas” y, más en general, con las líneas de trabajo elaboradas por diferentes agencias estadounidenses que promueven la participación de las FFAA en seguridad interior. Este acercamiento puede observarse, por ejemplo, en el nombramiento como nuevo jefe de la Policía de la Provincia de Buenos Aires (la más numerosa del país) de un ex jefe de la división de lucha contra el narcotráfico de esa fuerza, que según versiones periodísticas fue recomendado por la DEA. También en el viaje que la Ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, y otros altos funcionarios hicieron a los EEUU en los últimos días de febrero de 2016, donde mantuvieron reuniones con funcionarios del Departamento de Estado, la DEA y el FBI, entre otros, en las que recibieron asesoramiento técnico sobre intervenciones y armamento.
Otras formas de militarización
Otra tendencia regional muestra que el combate al crimen organizado sirvió como coartada para otras formas de militarización de la seguridad interior. Por ejemplo, la adopción por parte de las policías y otras fuerzas de seguridad de equipamiento y tácticas de naturaleza militar. Este fenómeno alcanzó incluso a los EEUU, donde el gobierno federal equipó a las policías con armas, vehículos y otros elementos utilizados por los militares en las guerras de Irak y Afganistán, y entrenó a sus fuerzas de seguridad en tácticas militares que, en el marco de la “guerra a las drogas”, han sido utilizadas básicamente contra la población negra, según denuncia la American Civil Liberties Union (ACLU) en su informe titulado War Comes Home. The Excessive Militarization of American Policing (disponible en https://www.aclu.org/feature/war-comes-home ). Esta militarización de las policías excede la cuestión de la guerra a las drogas y tiene consecuencias sobre aspectos fundamentales de la vida democrática, como el derecho a la protesta. Los episodios de Ferguson mostraron al mundo cómo los uniformes, las armas y los vehículos militares son utilizados como parte de tácticas extremadamente agresivas de control y represión de las manifestaciones públicas.
En América Latina, este fenómeno se monta sobre patrones históricos de militarización de las policías, herencia en buena parte de las dictaduras, pero también se combina con tendencias en apariencia contradictorias, como la creación de policías “de proximidad” o “de cercanía” que, al menos en los papeles, deberían adoptar formas de actuación tendientes a insertar a los policías en las comunidades y alejarse de los modelos militarizados de control territorial. Un ejemplo claro de estas tendencias contrapuestas es el programa de las Unidades de Policía Pacificadora (UPP) aplicado en Río de Janeiro desde 2008. Esta política implicó la “recuperación” de algunas favelas a través de la irrupción o “invasión” de cuerpos de elite fuertemente armados o, en algunos casos, directamente a través de las Fuerzas Armadas, para luego instalar cuerpos de policía supuestamente entrenadas en técnicas de proximidad. El aparente éxito inicial del programa se vio empañado en meses recientes por las graves denuncias de violencia policial hacia los habitantes de las favelas.
En Argentina, si bien se registran niveles menores de militarización de las policías, en los últimos años esta tendencia no estuvo totalmente ausente. La provincia de Córdoba desarrolló un cuerpo policial fuertemente armado denominado “Departamento de Ocupación Territorial”, que desde su misma concepción y a partir de sus técnicas de despliegue refleja una doctrina militarizada que concibe a los barrios pobres como territorios enemigos a ser ocupados y controlados. Durante el gobierno anterior se consolidó la tendencia a utilizar a la Gendarmería Nacional, una fuerza intermedia militarizada, en tareas de patrullaje en zonas urbanas conflictivas. Si bien las intervenciones de Gendarmería han resultado ser menos letales que las de los propios cuerpos policiales, muestran otros aspectos problemáticos del uso de fuerzas militarizadas en entornos urbanos, como las dificultades de convivencia con los habitantes de estos barrios, especialmente con los jóvenes que son vistos por los gendarmes como sujetos a ser disciplinados.
La ausencia de una mirada sobre las instituciones policiales y judiciales
En el caso argentino, la militarización de la seguridad interior, en cualquiera de sus aspectos, es una receta ineficaz y desproporcionada para encarar los principales problemas asociados a las actividades de las redes de ilegalidad, entre los que se destaca la connivencia de distintos segmento del Estado.
La penetración institucional está lejos de alcanzar los niveles de los denominados “narco-estados”, pero sí es un fenómeno que permite la persistencia de diversas redes de ilegalidad. Lo confirman casos recientes, como las causas judiciales impulsadas contra funcionarios judiciales, o los escándalos derivados de la participación de políticos y policías en redes de narcotráfico.
Las medidas tomadas hasta aquí por el nuevo gobierno sugieren que, para la mirada oficial, las debilidades en la persecución de las redes de ilegalidad tienen que ver con cuestiones cuantitativas y no cualitativas. Así, se anuncian más recursos para el Poder Judicial y se abren nuevos juzgados para aliviar el trabajo de funcionarios atestados de causas menores, pero no hay un diagnóstico sobre los problemas estructurales de funcionamiento de la justicia y las policías que impiden una persecución eficaz de los grandes actores del narcotráfico y de otros negocios ilegales.
Recientemente, el Ministerio de Justicia de la Nación anunció un paquete de proyectos legislativos con el fin de facilitar la lucha contra el crimen organizado. Aún es muy pronto para saber si estos proyectos serán aprobados e implementados, y qué impacto tendrán. Algunos de ellos parecen estar orientados a intervenir sobre las estructuras de criminalidad compleja. Sin embargo, no hubo anuncios sobre reformas de fondo que aborden el problema del funcionamiento de las policías y del poder judicial como un engranaje fundamental de los mercados ilegales.
Al mismo tiempo se toman otras medidas preocupantes que echan un manto de duda sobre las reales intenciones de la “lucha contra el narcotráfico” emprendida por el gobierno, como el nombramiento en cargos clave de la oficina anti lavado (La Unidad de Información Financiera, UIF) de abogados defensores de empresas y bancos acusados de lavar dinero.
Los peligros del nuevo rumbo
Desde la administración anterior las políticas de drogas y de persecución del narcotráfico venían siendo erráticas, con un endurecimiento del sistema penal bastante marcado en los últimos dos años de gobierno kirchnerista. El nuevo gobierno anuncia un alineamiento con la “guerra a las drogas”, paradigma cuya ineficacia ha sido demostrada en distintos países. Si este nuevo rumbo se consolida, se pueden esperar efectos adversos en términos de violencia, violaciones a los derechos humanos y en el funcionamiento de las instituciones.
Así como la prohibición deja el mercado en manos de los narcotraficantes, la “guerra contra las drogas” deja el problema fundamentalmente en manos de fuerzas policiales violentas y corruptas, y abre la posibilidad de la intervención militar. Mientras las redes de ilegalidad impactan en la calidad institucional y en las condiciones de vida de los más pobres, las políticas contra el narcotráfico adoptadas y anunciadas también, porque no apuntan al núcleo de connivencia institucional que permite la existencia de estas redes. Los problemas reales de violencia que se registran en algunas zonas quedan así ocultos debajo del paraguas de una amenaza indefinida.
En este contexto, el paradigma prohibicionista no se discute, y los debates se centran en torno a cuánto intensificar las intervenciones punitivas contra “narcos”, vendedores menores, traficantes, microtraficantes y hasta consumidores. Este tipo de enfoque ha mostrado ser inefectivo en sus objetivos -la disminución del consumo y el tráfico de drogas – pero en cambio su impacto negativo sobre la generalización de la violencia y los derechos humanos ha sido documentado en toda la región, como lo muestra el informe El impacto de las políticas de drogas en los derechos humanos. La experiencia del continente americano, compilado por 17 organizaciones del continente.
Con la generación de un estado de emergencia y miedo, los problemas asociados al narcotráfico y a las drogas se confunden y quedan por fuera del debate político, como parte de un consenso en apariencia indiscutible que prescribe en el endurecimiento del sistema penal, el reforzamiento de las policías y, eventualmente, intervenciones del aparato militar. Se van cerrando los espacios para otras voces, aquella que plantean que no puede haber políticas eficaces contra el crimen organizado si no se encaran reformas profundas de las policías y del sistema de seguridad, y que el “problema de las drogas” debe ser abordado desde una mirada de reducción de daños y de la violencia que discuta las formas mafiosas de regulación de estos mercados que el prohibicionismo fomenta.
_________________________________________________________
Este artículo se publica como parte de una alianza editorial con openDemocracy. La alianza coincide con la Sesión Especial sobre Drogas de la Asamblea General de las Naciones Unidas (UNGASS).