Laura en el CELS: una despedida

María José Guembe y Valeria Barbuto reconstruyen los años en que Laura Jordán de Conte le dio forma al área de Salud Mental del CELS y fue su presidenta. En el vínculo con las jóvenes generaciones y las formas de transmitir un legado encuentran claves para la fortaleza del movimiento de derechos humanos a lo largo de la historia.

 

Laura se quedaba clavada en la retina de cualquiera que pasara por el frente del Museo Nacional de Bellas Artes, cuando, con esa mirada profunda, anunciaba la muestra fotográfica Madre hace ya diez años. La belleza de esa mujer soportaba una gigantografía en el frontispicio más tradicional de la Ciudad de Buenos Aires. Algunas de nosotras seguíamos sorprendiéndonos, aunque conociéramos contadas fotos de la misma belleza en pequeños portarretratos: aquella del gaván inglés y la sonrisa plena junto a Augusto padre, o la cara iluminada cuando en la calle escuchó la condena a los represores de la ESMA.

A diferencia de otras Madres, Laura llevaba el pañuelo atado atrás, y alguna vez confesó que así quedaba mucho mejor. Como una continuidad de la forma en que cualquier mujer lo luce, desde que se unió a Madres de Plaza de Mayo, nunca se lo quitó. Ese pañuelo blanco no solo la vistió, sino que desde entonces la definió.

No le agradaba ver su rostro en la portada del Museo. Preferiría no ocupar el primer plano y más bien acompañar y cuidar. Ella, junto con Carmen, Chela, y Matilde eran, para quienes llegamos al CELS en los 90s, nuestras madres. En sus diferencias, todas nos dieron un lugar, luego nos albergaron y más tarde nos hicieron parte.

Como todas las fundadoras, Laura vivió la resistencia a la dictadura. Cuando hablaba de esos momentos, los recuerdos eran siempre de a dos: Augusto y ella. Los recuerdos eran propios porque todo lo que habían hecho con el amor de su vida había sido compartido.

Los primeros años de la democracia estuvieron marcados por la campaña y la diputación de Augusto Conte: “los Derechos Humanos al Congreso”. Pero mucho más, por su trabajo en el equipo de Salud Mental del CELS. Varias décadas después, Laura hablaba de esos días aún con la preocupación por cada una de las personas que intentó sostener para reparar algo de lo que habían sufrido. “Es su derecho”, repetía, en cada ocasión que alguien necesitaba atención psicológica.

Junto con un grupo de psicoanalistas jóvenes y su amiga del alma, Elena, la mayoría de ellos familiares de víctimas, desarrollaron una clínica especializada en las secuelas y traumas del terrorismo de Estado.

La impunidad que sobrevino fue un antes y un después de una profundidad impensada. En ese reflexionar personal y colectivo a la vez, decía que esa ignominia había abierto una etapa muy oscura para el movimiento de Derechos Humanos y que se había también llevado a Augusto: “no lo soportó”, repetía mientras explicaba por qué se había quitado la vida.

Pero Laura salió de la oscuridad con trabajo y siendo en el colectivo. En los 90s, las formas de abrazar a quienes llegábamos al CELS no eran fáciles. Había que ampliar los temas de trabajo en esta democracia imperfecta, aggiornar la institución, no perder el sentido del proyecto que lo había fundado cediendo a nuevas miradas, enseñar las formas de hacer y aprehender las que traíamos, y crear lazos de confianza con quiénes no habíamos sido víctimas.

Legar debe ser la tarea más difícil para cualquiera. Laura ocupó el lugar de Emilio Mignone como presidenta del CELS aceptando que ceder a las nuevas generaciones era su tarea, no ser simplemente una presidenta.

Laura era la guardiana del vínculo con los organismos. A través del diálogo y el entendimiento, construía y nos enseñaba a cuidar ese espacio, esos debates, y nuestra historia común. Estaba convencida de que los organismos históricos debían mantenerse unidos. Su habilidad para sanar y reconciliar suturaba todas las heridas.

Por el valor que daba al colectivo y porque tenía claro que la memoria tenía que tener un lugar específico en la agenda de derechos humanos, acompañó y se comprometió con Memoria Abierta hasta que su enfermedad sobrevino.

Luego de que estuvo segura de haber cumplido con el legado en el CELS, sumó la alegría de estar cerca de los mucho más jóvenes. Los días en Chapadmalal con el cierre del Programa Jóvenes y Memoria, las charlas en el Espacio Memoria ex ESMA, la Casa Nuestros Hijos, todo eso, la llenaba de energías.

La puesta en marcha de las políticas de memoria desde 2003 a todos nos trajo enormes gratificaciones, pero también profundas discusiones entre los organismos de derechos humanos y con el Estado. En los momentos más difíciles, frente a las disyuntivas, acudíamos a ella esperando la guía de siempre. Y siempre nos devolvía la pregunta para luego hallar la respuesta: “¿qué es lo que está bien? hay que hacer lo que esté bien”.


Foto: Marcos Adandia