En los últimos doce años, luchas históricas del movimiento de derechos humanos argentino ocuparon un lugar privilegiado en la agenda política, en particular las demandas de justicia y reparación por los crímenes cometidos por el terrorismo de Estado. En sus comienzos, el gobierno de Néstor Kirchner tomó decisiones para resolver otras cuestiones que afectaban negativamente el ejercicio de derechos y que también eran reclamadas por distintos actores sociales: el cambio en el mecanismo de designación de los integrantes de la Corte Suprema y el control de la actuación policial en las protestas sociales, entre ellas. A lo largo de los años, la universalización de las políticas sociales, la transformación del sistema previsional y los cambios de paradigma que significaron leyes como las de migraciones, salud mental, matrimonio igualitario, protección integral a las mujeres y servicios de comunicación audiovisual tuvieron como consecuencia la expansión de derechos. En buena medida, estas transformaciones fueron posibles por la confluencia de la militancia de amplios sectores sociales con la voluntad política de encarar reformas legislativas o institucionales. En el mismo período, hubo ámbitos en los que la falta de reformas dio continuidad a violaciones de los derechos humanos que afectan particularmente a los sectores populares.
En algunos casos, el impulso que tuvieron los gobiernos kirchneristas para tomar decisiones transformadoras no fue luego acompañado con las medidas necesarias para garantizar una implementación a la altura de sus propósitos, como es el caso de la ley de salud mental. En determinados ámbitos, los cambios fueron parciales, y sus alcances, valiosos pero limitados. En otros, la combinación de falta de decisión política, rutinas institucionales y resistencias corporativas demoraron, y aún demoran u obstaculizan la necesidad de producir reformas profundas en el paradigma de ciertas políticas públicas, por ejemplo en el ámbito de la seguridad pública. Se trata de espacios en los que las demandas de democratización fueron resistidas o no tuvieron el eco suficiente. Es el caso de las fuerzas de seguridad y de los sistemas penitenciarios, donde hubo intentos de reforma diversos en su profundidad, contexto y resultado.
Por ejemplo, la prohibición del uso de armas de fuego por parte de los policías durante las protestas sociales tuvo una enorme trascendencia política. Más allá de la disparidad en su cumplimiento, esta medida de control del uso de la fuerza tuvo efectos fundamentales en la integridad de los manifestantes: entre 2003 y 2010 no hubo muertos ni heridos graves en manifestaciones públicas por parte de las fuerzas federales. Sin embargo, la medida no impactó en otros ámbitos de uso de la fuerza policial e irradió débilmente en las fuerzas de seguridad provinciales. En 2007, el accionar policial produjo la muerte de Carlos Fuentealba durante una protesta en Neuquén. En 2010 las fuerzas federales volvieron a ser responsables de muertes en el marco de protestas: el asesinato de Mariano Ferreyra por una patota sindical en presencia de la Policía Federal Argentina y los homicidios de Rossemary Chura Puña y Bernardo Salgueiro en la represión de la Policía Federal y la Policía Metropolitana en el Parque Indoamericano. También en 2010, las fuerzas provinciales fueron responsables de muertes en situaciones de protesta en la comunidad qom La Primavera-Formosa, en Jujuy, en Río Negro y en la provincia de Buenos Aires. Desde entonces, distintos operativos y episodios mostraron regresiones en la política de no represión. Al mismo tiempo, cada cierto tiempo, a través de videos o fotografías que llegan a los medios de comunicación, son noticia hechos graves de tortura en las cárceles y las comisarías. No se trata de casos aislados: la persistencia de la tortura es una situación crítica que no ha sido resuelta. La ausencia de una reforma profunda del sistema de seguridad dio continuidad a niveles alarmantes de autogobierno, prácticas extorsivas y antidemocráticas, como las que tuvieron lugar en distintas zonas del país en diciembre de 2013. Hoy, estas estructuras de seguridad son las responsables de las peores violaciones a los derechos humanos que ocurren en nuestro país.
Estos problemas estructurales de vulneración de derechos limitan los avances que desde 2003 ha habido en el camino de reducir la desigualdad. Para algunos sectores sociales y en ciertos espacios geográficos, las políticas inclusivas del Estado se ven erosionadas por la acción represiva de las fuerzas de seguridad. Estas violaciones a los derechos humanos se concentran sobre ciertos grupos y zonas. La tendencia a la focalización de la violencia institucional exhibe cómo las vulneraciones de derechos tienden a acumularse en los mismos grupos de personas que padecen problemas de acceso al hábitat, situaciones de violencia y obstáculos en el acceso a la Justicia.
Paralelamente y de manera creciente en los últimos años, las políticas de seguridad y prevención del delito se mantuvieron en lo alto de la agenda política. Candidatos de distintos partidos y funcionarios públicos de diferentes niveles de gobierno proponen de manera cíclica el endurecimiento penal como forma de reducir el delito. El mismo camino parece seguir la discusión de las políticas de drogas: sin un diagnóstico serio y preciso se propone una “guerra” contra las sustancias declaradas ilícitas que tiene consecuencias negativas en la vigencia de los derechos y las garantías de las personas, y no sirve para reducir el tráfico, como lo muestra la experiencia transitada por otros países, tales como México. Las voces más extremas proponen la militarización, pasando por alto uno de los principales logros de la reconstrucción del Estado democrático: la exclusión de las Fuerzas Armadas de las tareas de seguridad interna. Militarizar el combate al comercio de las drogas ilegales ha demostrado ser un camino plagado de violaciones a los derechos humanos en los lugares del mundo en el que se lo ha implementado, tal como lo afirmó la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en el informe de su visita a México dado a conocer hace una semana.
Un aspecto necesario para dar cuenta de la situación de los derechos humanos en el país es el acceso a la tierra y a la vivienda. A pesar de los esfuerzos realizados por el Estado en la última década, aún hay límites estructurales para que los sectores de menores ingresos puedan acceder a un hábitat digno, tanto en las ciudades como en el ámbito rural. Esta imposibilidad sigue siendo uno de los problemas sociales más graves de nuestro país, un núcleo de desigualdad que no ha sido transformado por las políticas públicas nacionales, provinciales y municipales. A pesar de las mejoras verificadas en los ingresos familiares, el aumento de los precios inmobiliarios empeoraron las oportunidades de acceso al suelo y a la vivienda de una gran parte de la población. La falta de acceso a la vivienda y la inseguridad en la tenencia y la carencia de servicios necesarios para una vida digna están acompañadas de la vulneración de otros derechos. La situación se extrema cuando los conflictos originados en estas problemáticas conducen a reacciones violentas del Estado o de actores no estatales.
La especulación sobre el suelo urbano y la tierra rural, los desarrollos inmobiliarios, la expansión de la frontera agraria, los agronegocios, las industrias extractivas y el deterioro ambiental son algunos de los desafíos más sobresalientes porque sus efectos negativos exacerban antiguas desigualdades sociales que afectan a los sectores populares urbanos, a campesinos y a comunidades indígenas. Desde nuestra perspectiva, para que las políticas tendientes a garantizar el acceso a un hábitat digno sean efectivas deben ser parte constitutiva de procesos de desarrollo justo que impliquen la redistribución de las rentas del territorio. Que eso ocurra depende de la decisión de implementar medidas que privilegien el bien común por sobre los intereses especulativos que hoy rigen el mercado inmobiliario.
En los primeros años del kirchnerismo los tres poderes del Estado comenzaron a ponerle fin al ciclo de impunidad por los crímenes de lesa humanidad cometidos en el marco del terrorismo de Estado. Entre los más recientes avances del proceso de justicia, se destaca la investigación de la responsabilidad de los actores civiles –funcionarios del Poder Judicial, miembros de la Iglesia Católica y empresarios, entre otros–, la posibilidad de juzgar los delitos sexuales como una violación específica de los derechos humanos y el inicio de procesos judiciales en distintos lugares del país. Estos históricos pasos adelante convivieron con la desaparición de Jorge Julio López y la incapacidad estatal de dar una respuesta sobre lo ocurrido, con la decisión del gobierno nacional de sostener a Milani en su cargo durante un año y medio, y con la falta de celeridad y eficacia del Poder Judicial para confirmar las sentencias y de esta manera concluir cada uno de los procesos.
En los últimos tiempos, este proceso de justicia alimenta intensas controversias, que no necesariamente reflejan el gran apoyo popular que tienen los juicios y las políticas de memoria y el amplio consenso institucional en el que se desenvuelven, con la intervención de los tres poderes del Estado. Los juicios por los crímenes de lesa humanidad fueron criticados desde distintos espacios periodísticos y académicos por un supuesto apartamiento de los principios del debido proceso que, desde esta mirada, estaría afectando el derecho de defensa. Sin embargo, estas críticas no se corresponden con los datos que arroja el proceso de justicia. El porcentaje de imputados que resultan absueltos o cuyos casos no llegan a juicio muestra que las críticas no se fundan en datos concretos. Los cuestionamientos se articulan con una matriz discursiva que propone la revisión de hechos y crímenes ocurridos en los años 70 e inicios de los 80, y que se propone descalificar el trabajo de los organismos de derechos humanos. En los últimos meses, en las cercanías de las elecciones, las críticas se han extremado hasta llegar al pedido de una “amnistía amplia” realizado desde un editorial del diario La Nación.
El proceso de justicia argentino es reconocido en el mundo por haber sido capaz de sancionar las más graves violaciones a los derechos humanos sobre la base de las reglas del proceso penal ordinario y de su mismo estándar probatorio. No se conformaron tribunales ni se sancionaron leyes especiales para juzgar los delitos más graves cometidos por el Estado o bajo su amparo. Al mismo tiempo, la investigación judicial de estos crímenes ha aportado de manera significativa a la reconstrucción de la verdad sobre el funcionamiento de la estructura represiva, la metodología de exterminio y lo ocurrido con las víctimas. En su conjunto, el proceso de justicia iniciado con el Juicio a las Juntas militares de 1985 no ha implicado únicamente la determinación de las responsabilidades individuales y su sanción penal, sino por sobre todo la reconstrucción de la democracia en nuestro país.
Desde la recuperación de la democracia, salvo en los primeros años del gobierno de Alfonsín, hasta la sanción de las leyes de impunidad, los derechos humanos habían sido considerados un tema marginal o de interés minoritario. Desde 2003, han ocupado el centro de la agenda política e institucional y esto es, en sí, positivo. En algunos casos, este cambio ha servido para avanzar en políticas de protección de derechos. En otros, y a pesar del protagonismo del tema, no ha sido posible modificar viejas políticas o prácticas estatales que los vulneran. Los desafíos para la sociedad argentina y para el próximo período político son tanto que los derechos humanos sigan ocupando este lugar como que su centralidad se traduzca en transformaciones significativas que aborden la agenda pendiente.
*Publicada en diario Perfil.