Por Paula Litvachky y Ximena Tordini. Publicada en El Diario Ar.
A raíz de la denuncia de violaciones a los derechos humanos cometidas por el gobierno de la provincia de Formosa, tuvo lugar un debate sobre los derechos humanos, o más precisamente sobre qué hacen, qué no hacen y qué deberían hacer hoy las organizaciones de derechos humanos argentinas. Entre otras cuestiones, se actualizó la cíclica denuncia de una supuesta “doble vara” y el cuestionamiento a una supuesta partidización de los organismos de derechos humanos. Así puede leerse, por ejemplo, en la nota “Recuperemos los derechos humanos: son de todos”, publicada en este medio por Hernán Charosky.
Al final de ese recorrido, pareciera que la solución sería la construcción de una posición neutral desde la cual todas las violaciones de derechos que ocurren en el país se evalúen “con la misma vara” y, lo que parece ser lo más importante de todo, se condenen explícita y públicamente por igual. Un ideal que en definitiva postula que las organizaciones de derechos humanos deben ser unas máquinas de denunciar lo que está mal desde un lugar transparente y siempre equidistante. Un semáforo, pongamos.
Parece simple, obvio incluso. En el trasfondo de esta imagen idílica de un mundo que reproduce desigualdades donde el trabajo de las organizaciones se limita a avalarlas o condenarlas discursivamente hay una evocación al primer momento de la llamada “transición” cuando Raúl Alfonsín armó la Conadep y tuvo lugar el juicio a las Juntas, aquellos tiempos donde el consenso sobre que lo que había ocurrido era inaceptable parecía indestructible. Pero luego, sucedieron las violaciones a los derechos humanos cometidas por ese mismo gobierno y los siguientes, y es allí donde comenzaron los caminos escarpados de la lucha por los derechos humanos durante la democracia.
Durante los cuarenta años siguientes los derechos humanos han sido, son, parte de la lucha política. ¿Está mal que así sea? La respuesta queda a criterio del lector o lectora pero es bastante difícil imaginar cómo podría ser de otra manera.
La idea de que los derechos humanos son de todos, de que son un universal, es una verdad normativa, que está en la Constitución y en los tratados, pero lejos está de ser una característica del modo en el que funciona el mundo. En primer lugar, porque una gran cantidad de las violaciones a los derechos humanos que tienen lugar hoy, ahora mismo, son consecuencia de modos estructurales de organización social que con sus más y sus menos tienen legitimidad. Ejemplo: el sistema de castigo penal, uno de los vectores principales de violación sistemática de los derechos humanos en la Argentina. Un semáforo no es un objeto neutral: fue programado para habilitar o impedir una conducta determinada y obedecerlo o no son acciones que también involucran creencias.
El respeto de los derechos humanos no es independiente de otros valores que tienen la sociedad y el sistema político. No hay tal neutralidad, nunca la hay, porque la vigencia situada de los derechos (en una sociedad realmente existente en un tiempo histórico preciso) depende del estado de las relaciones de poder, de su matriz económica, del valor que se le da a la vida, de la distribución de los recursos y la búsqueda de igualdad, de cuánto se protege la disidencia política. Los gobiernos no violan derechos humanos porque sí, lo hacen en virtud de un sistema de prioridades: se prioriza “el orden”, se reprime; se prioriza “que cierren las cuentas”, no se invierte en infraestructura social. Esas violaciones muchas veces son cuestionadas por la sociedad en su conjunto, otras veces solo por algunos grupos.
Los motivos de esto son múltiples. En algunos casos esas violaciones son objeto de distintos niveles de aceptación o tolerancia porque operan sobre valores vigentes: el racismo que convive con que la policía dispare por portación de cara, el miedo sobre el que se construyen enemigos internos, los valores patriarcales que sostienen la desigualdad. En otros casos, las denuncias o los silencios coinciden con si se está en la oposición o en el gobierno. Paradójicamente, esto último ocurre respecto a hechos que ya alcanzaron la publicidad más alta posible. O sea, en una porción mínima de las veces que se violan los derechos humanos, que en su mayoría no llegan a tener ni la difusión ni la visibilidad de los casos que se toman para analizar la “doble vara”. Casi siempre, para construir un caso de derechos humanos que llame la atención y sobre el que luego se pueda hacer el análisis de la vara, hace falta un esfuerzo organizativo enorme de actores sociales con capacidad de movilizar recursos (económicos, vinculares y mediáticos). A las y los presos, a los migrantes, a las comunidades indígenas y campesinas, a las disidencias sexuales y a miles de personas la vara que les toca es el silencio de gran parte de sus contemporáneos.
Pero, a pesar de todas estas dificultades, la politización no es un mal para el “paradigma de los derechos humanos”, sino más bien lo contrario. Postular que las organizaciones de derechos humanos deben ser neutrales es pretender sacarlas de la lucha política, es decir del lugar donde la realidad adquiere sus formas. Es con más política, no con menos, que los derechos de todes pueden no solo respetarse sino realizarse. Lo contrario no ha existido nunca en la historia de la Argentina, ni siquiera en aquel momento que se postula como ideal. Los movimientos sociales argentinos, entre los cuales el de derechos humanos es solo una parte, han demostrado que es la lucha social la que cambia el estado de las cosas. Sin ir muy lejos, así lo celebramos en noviembre cuando el aborto dejó de ser clandestino en la Argentina. Lo que inclina la balanza no es un lugar de neutralidad imposible para todos, sino si se suma o se resta a la construcción de sociedades en las que todas las vidas tengan el mismo valor.