En diciembre de 1977 en las páginas del diario La Nación se publicó una lista de nombres que exhibía el alcance de la desaparición de personas. No fue producto de una investigación periodística sino del registro que desde fines de 1975 hacían les familiares de las víctimas. “Por causa de esa lista el gobierno no pudo decir que no había desaparecidos”, diría años después Emilio Mignone. Esas nóminas fueron el primer paso de un método: dejar escrito lo que ocurría en papeles capaces de comenzar el áspero camino que podía llevar a la justicia, acopiar los nombres propios y las circunstancias, hacerlos atravesar pasillos, mostradores, ventanillas, indiferencias, dejarlos tallados en la burocracia estatal, también en la más hostil, insistir hasta que algún funcionarie judicial moviera el expediente de un cajón a otro, volver a empezar.
Mónica, 24 años, fue secuestrada en la casa que compartía con sus padres, Emilio Mignone y Angélica Sosa de Mignone. Augusto María, hijo de Augusto Conte y Laura Jordán de Conte, fue desaparecido por la Armada mientras hacía el servicio militar obligatorio. Liliana, hija de Alfredo Galletti y Élida Bussi de Galletti, fue desaparecida cuando tenía 31 años. Gustavo José, hijo de Boris Pasik y Elena Dubrovsky, fue desaparecido cuando tenía 19 años. Gustavo, hijo de José Federico Westerkamp y Ángela Muruzábal de Westerkamp, fue detenido, torturado y estuvo preso siete años y medio. Alejandra, 19 años, hija de Carmen Aguiar de Lapacó y Rodolfo Lapacó, estuvo secuestrada junto con su madre y nunca recuperó la libertad. Noemí Fiorito de Labrune no tenía familiares biológicos víctimas del terrorismo de Estado pero sí había cuidado a Leticia Veraldi, detenida desaparecida a los 17 años. Todes les hijos eran militantes. Todes les adultes fundaron el Centro de Estudios Legales y Sociales, hace ahora 40 años.
La documentación de las denuncias, el esfuerzo por explicar el funcionamiento del método represivo, el trabajo internacional para saltear el laberinto interno y la presión sobre el Poder Judicial fueron las estrategias para luchar contra la impunidad del terrorismo de Estado.
Con el final de la dictadura, estos caminos también resultaron potentes para documentar, investigar y buscar justicia por las violaciones de los derechos humanos cometidas en democracia, aunque ya no como parte de un plan sistemático. Al mismo tiempo, se abrió el escenario para incidir en las políticas
públicas y aportar a la construcción de un Estado cada vez más democrático.
Hoy, somos parte de los movimientos que en todo el mundo lucha por los derechos.
Por la dignidad, por el derecho a organizarse, a participar, a protestar, a migrar, a la justicia, a la igualdad.
En cada instante este movimiento es historia, presente y futuro. Por eso es imparable.