Un patrón constante en los casos de criminalización de abortos es que muchos se originan a partir de la denuncia de profesionales de la salud que intervienen, quienes violan, de esa forma la garantía de confidencialidad de la que gozan las personas cuando buscan atención en salud.
Las historias de Belén en Tucumán, Yamila en Rosario, María en Santiago del Estero y Ramona en Tierra del Fuego evidencian que la persecución penal puede iniciarse cuando se recurre al sistema de salud para la atención de una emergencia obstétrica, ya sea por un aborto inducido o espontáneo, por un parto prematuro u otra complicación. En esos casos la investigación judicial fue impulsada desde el mismo hospital, a pesar de que la garantía de confidencialidad impide que la información que surja de la atención médica brindada tras un aborto se constituya en prueba.
La confidencialidad es uno de los requisitos centrales en la provisión de servicios de salud. Su garantía efectiva es la única forma de que las personas tengan confianza suficiente en las y los profesionales de la salud que les atenderán.
Pero muchas veces la sala de atención suele tener presencia de personal policial, con mujeres pobres esposadas a las camas, que salen del hospital directo a la cárcel. En estas circunstancias, cuando se trata de casos de aborto o de una emergencia obstétrica, la confidencialidad pareciera ser para las y los profesionales de la salud como si fuera apenas una sugerencia, que pueden escoger entre respetar o no.
Lo cierto es que de lo que se trata es de una garantía a favor de la persona que se acerca en búsqueda de una atención médica. El personal de salud tiene derecho a no responder, tiene derecho a guardar secreto, pero la confidencialidad en la relación médicx-paciente se establece a favor de los y las usuarias.