El tráfico de drogas ha sido considerado históricamente como un asunto de seguridad e incluso como una de las “nuevas amenazas a la seguridad”. Sin embargo, las violaciones a los derechos humanos se han multiplicado como resultado de un modelo de lucha contra el narcotráfico que ha intensificado y ampliado la violencia, sin conseguir los objetivos que se propuso alcanzar. La incapacidad de estas políticas para reducir la producción y el comercio de sustancias ilegales es clara, al igual que sus efectos sobre la vida de las comunidades: desplazamientos forzados, detenciones masivas, superpoblación carcelaria, erosión de las garantías judiciales, desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales.
América Latina ha desempeñado un papel clave en el cuestionamiento del actual modelo, y algunos países de la región han ejercido presión para repensar las políticas públicas frente a las drogas. El CELS fue uno de los actores que comprendieron desde un principio que era necesario construir un puente entre los derechos humanos y la implementación de la política de drogas. Esa conexión debe estar presente en el diseño e implementación de dichas políticas, pero también en los mecanismos y herramientas de protección de derechos humanos.
En su momento, la política de drogas constituyó una nueva línea de trabajo para el CELS. Sin embargo, ha prosperado y se ha vinculado con otras líneas que la institución viene desarrollando desde hace décadas, como el funcionamiento del sistema de justicia penal, las condiciones carcelarias y la tortura, las prácticas policiales en las calles, la política de seguridad ciudadana y la atención sanitaria.