Derechos Humanos en la Argentina
INFORME 2019
Los datos disponibles no prueban la efectividad de la “guerra contra el narcotráfico” pero no dejan dudas sobre sus consecuencias negativas para los derechos fundamentales. El punitivismo y el prohibicionismo persiguen a les consumidores y a les vendedores de pequeñas cantidades. De este modo, personas que no cometen delitos violentos, y que ya sufren vulneraciones sociales, son encerradas, en muchos casos en condiciones inhumanas. más>menos<
Este capítulo fue escrito por Victoria Darraidou, Marina García Acevedo y Manuel Tufró, integrantes del Equipo de Trabajo del CELS. Agradecemos a Florencia Brescia, integrante de la Red de Defensorías Territoriales en Derechos Humanos, y a Laurana Malacalza.
A partir de su asunción en diciembre de 2015, el gobierno de Cambiemos buscó imponer la idea de que el narcotráfico es el mayor problema que aqueja a la Argentina y lo convirtió en el eje de sus políticas de seguridad, desde el trabajo policial en los barrios hasta la geopolítica. Esta orientación no implicó un nivel destacable de coordinación entre esas distintas dimensiones, sino solo una coherencia retórica. La insistencia en involucrar a las fuerzas armadas fue el aspecto de las políticas públicas de drogas que tuvo más atención. Sin embargo, en la práctica, la “guerra contra el narcotráfico” consistió en la detención a manos de las fuerzas de seguridad, de miles de personas sobre todo en barrios pobres y en las fronteras, y en el posterior encarcelamiento de un núme ro creciente de ellas.
Esta realidad no es una originalidad argentina. La cuestión del narcotráfico ha sido un pretexto histórico para el control social y el espionaje político desde que Richard Nixon declaró la “guerra contra las drogas” en los Estados Unidos, a fines de la década de 19601. Ese eslogan de signa políticas caracterizadas por un prohibicionismo extremo y por el uso del sistema penal como herramienta de intervención casi exclusiva para lidiar con les pequeñes vendedores, consumidores y grandes traficantes. En las décadas de 1980 y 1990, cuando las agencias militares estadounidenses desarrollaron la teoría de las “nuevas amenazas”, la idea de “guerra” adoptó un sentido más literal, sobre todo en América Latina. El nuevo postulado se ligó entonces a un despliegue de operaciones de tipo bélico, que se intentó justificar con la inclusión del tráfico de drogas en el grupo de las amenazas a la seguridad nacional. A pesar del evidente fracaso de estas políticas prohibicionistas2 y del gravísimo impacto en derechos humanos del paradigma bélico3, esa perspectiva ha sido predominante en la Argentina. El gobierno de Cambiemos la transformó en uno de los pilares de su discurso público al punto de presentarla como una de sus (escasas) políticas exitosas. El logro de estas medidas es valuado además a partir de indicadores desacreditados a nivel mundial, como la cantidad de sustancias incautadas o el supuesto aumento del precio de las drogas4. Otro parámetro utilizado con insistencia es la cantidad de personas detenidas en los operativos, un incentivo perverso para que las fuerzas de seguridad, con la anuencia de las autoridades, inflen las cifras con la detención de quienes son más víctimas que victimarios. En la retórica, la “guerra contra las drogas” fue reemplazada por la “guerra contra el narcotráfico”, pero en la práctica aún se demonizan las sustancias y se persigue a quienes las utilizan. Este encuadre no establece distinciones entre narcotraficantes, microtraficantes o pequeñes vendedores y consumidores, y realiza una condena moral y en bloque de “la droga”, sin diferenciar entre sustancias y peligrosidades.
Cuando la política criminal no realiza estas distinciones, se malgastan recursos estatales en la persecución y encarcelamiento de miles de personas sin que se logre afectar el negocio. Y, lo que es aún más importante, se producen numerosas vulneraciones a los derechos de quienes tienen menos recursos. La “guerra contra el narcotráfico” aparece entonces como una encarnación de la selectividad penal, es decir, se vuelve una guerra contra les pobres y se convierte a la vez en el nuevo paraguas bajo el cual se toleran o promueven abusos policiales y judiciales.
En 2017 Raúl5 tuvo una relación amorosa con una integrante de la Prefectura Naval Argentina que trabajaba en su barrio, la Villa 2124 ubicada en el sur de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA). Desde el comienzo del vínculo los integrantes de esa fuerza federal lo interceptaban y requisaban con frecuencia. El hostigamiento continuó aún después de terminada la relación. En febrero de 2018 Raúl fue detenido por prefectos que lo acusaron de tenencia de drogas y de posesión de un cuchillo. Lo liberaron pronto pero dos meses después, fue detenido junto con su pareja, Cintia. Los prefectos declararon haber secuestrado 4 gramos de cocaína que estaban en posesión de ella y 7 gramos de marihuana que tenía él. También afirmaron que Raúl tenía un cuchillo con el que los había atacado. Los funcionarios judiciales no hallaron pruebas de este supuesto ataque pero constataron en cambio los golpes que había recibido el detenido. Al defensor oficial que intervino le llamó la atención que el caso era muy parecido a otros diez que habían llegado ese mes, provenientes del mismo barrio y en los que habían intervenido los mismos efectivos de Prefectura. Todos tenían elementos comunes: los prefectos decían haber requisado y secuestrado envoltorios con cantidades de entre los 0,005 y los 40 gramos de marihuana o cocaína, sin evidencias de que se tratara de droga para comercializar. En todos los casos, los oficiales decían que las personas detenidas portaban cuchillos o navajas con los que habían intentado atacarlos o resistirse a la detención. Por las cantidades incautadas, los funcionarios judiciales interpretaron, que se trataba de droga para consumo personal. La única forma que tenían los prefectos para garantizar que les detenides no fueran rápidamente excarcelades era plantarles un arma y acusarles de resistencia a la autoridad y/o lesiones. Ante la falta de evidencias que corroboraran la versión de los prefectos, todes les involucrades fueron liberades.
Una noche de diciembre de 2018 David, Roque y Jorge tomaban una cerveza en la puerta de la casa de David en la Villa 20, en el barrio de Lugano de la CABA. Efectivos de la Policía de la Ciudad se acercaron al grupo y, sin motivo alguno, les pidieron documentos y los requisaron. A Roque le encontraron 5 gramos de marihuana y a Jorge una suma de dinero que acaba de cobrar por su trabajo en una empresa de fletes. A David no le encontraron nada, pero de todos modos también se lo llevaron. Los tres estuvieron cinco horas dentro de un patrullero hasta que fueron trasladados a la Alcaidía 8 donde pasaron la noche. Los liberaron a la mañana siguiente y el juzgado archivó la causa. La policía demoró más de dos meses en devolverles los celulares y otras pertenencias que les habían secuestrado. A Jorge le dieron solo una parte del dinero porque, según le dijeron, le retenían la cantidad faltante en concepto de “gastos administrativos”.
David cuenta que él sabía que si la policía encontraba a alguien fumando era usual que le quitaran el porro, pero no tenía conocimiento de que pudieran detenerlo o abrirle una causa. Es probable que este cambio de metodología esté relacionado con el uso de la cantidad de personas detenidas como indicador con el que las autoridades miden el éxito de su “guerra contra las drogas”. Con la noche que pasaron en la comisaría David, Roque y Jorge engrosaron esa estadística.
En 2016 Nicolás tenía 18 años y trabajaba en la gomería de su papá, ubi cada en Ezeiza, en la zona sur del Conurbano. Un día circulaba en moto por el barrio cuando un efectivo de la Policía Bonaerense lo detuvo. Según el agente, un vecino había asegurado que el joven “estaba arruinando a los pibes del barrio” porque les vendía droga. Sin orden judicial ni investigación previa, el policía interceptó a Nicolás y lo requisó. Le encontró 110 pesos en efectivo y 0,3 gramos de paco. El joven declaró que era consumidor, pero de igual modo el policía lo detuvo y le inició un sumario por tenencia de estupefacientes con fines de comercialización. Nicolás estuvo tres meses detenido en una comisaría hasta que fue excarcelado. Seis meses después el Poder Judicial determinó que no había habido delito y lo sobreseyó. Mientras que la actuación policial tiene coincidencias con el caso de David, Roque y Jorge –detención de consumidores, intento de hacerlos pasar por vendedores e inflación de la estadística policial–, la respuesta judicial fue diferente, ya que el cierre de la causa se demoró nueve meses. Nicolás, que no había cometido delito alguno, pasó noventa días en una comisaría bonaerense, en condiciones de precariedad extrema y riesgo constante.
Diego era activista cannábico desde hacía más de una década. Vivía en Mar de Ajó, una localidad de la Costa Atlántica bonaerense. Por una denuncia anónima que lo señaló como vendedor de drogas, la Fiscalía nº 6 de Mar del Tuyú autorizó tareas investigativas por las que la policía comenzó a vigilar su casa. Los efectivos dispuestos en el lugar dijeron que un vehículo se había acercado al domicilio en lo que constituía “un movimiento compatible con la comercialización de sustancias estupefacientes”. En abril de 2018 la Bonaerense allanó su casa y encontró plantas de marihuana, frascos de mermelada vacíos y una balanza. La orden de allanamiento indicaba que los policías buscaban a un tal “NN Rasta”, pero Diego no usaba rastas. De igual modo, fue imputado. Estuvo preso diez días en una comisaría y luego, cinco meses más en la Unidad de Dolores hasta que le concedieron la prisión domiciliaria con la condición de que debía cumplirla cerca de esa ciudad, lo que implicó un gran esfuerzo económico para sus familiares. Tras once meses de prisión domiciliaria, la defensa y la fiscalía solicitaron dar lugar a un juicio abreviado cambiando la imputación por “tenencia simple de estupefacientes” por el monto de pena exacto que Diego cumplió preventivamente. Esta situación muestra –como se ha constatado también en otros casos– que en inicio el Poder Judicial trata como vendedores a cultivadores.
Como sus padres estaban presos, Lucía vivió en la cárcel con su mamá –que cumplía una condena por haber matado a su expareja– hasta los 4 años, edad máxima para que les niñes vivan en prisión según establece la ley. Al no tener familiares que se pudieran hacer cargo de ella, la niña fue a vivir con Alicia, una amiga de su mamá que tenía a su vez tres hijos: Joel, de 12 años, Thiago, de 9 y Agustín, de 5. Pocos meses después, la Policía Bonaerense allanó la casa de la mujer y la detuvo, bajo la acusación de venta de droga. Sus tres hijos y Lucía fueron trasladados a la comisaría.
Alicia le pidió a una amiga, Gisela de 30 años, que se hiciera cargo de les cuatro niñes porque de lo contrario serían derivades a un hogar de tránsito. Gisela vivía en Villa La Rana, partido de San Martín, provincia de Buenos Aires, tenía tres niñas –Nathalie de 13, Estefanía de 11 y Yamila de 9– y estaba embarazada. Aun en esas condiciones, se hizo cargo de les niñes. Tres semanas después de haberles recibido, el 18 de agosto de 2018, se acercó hasta la casa de Alicia a buscar la libreta sanitaria de une de les chiques. Cuatro personas sin identificación entraron a la casa, la golpearon y amenazaron. Eran policías. Llamaron un móvil y la llevaron a una comisaría donde le informaron que estaba detenida por tenencia de cocaína para comercialización. Les niñes quedaron a la deriva y fueron recogidos por distintos familiares, ya que las tres madres se encontraban detenidas en penales y comisarías bonaerenses.
Los policías dijeron que habían ingresado al domicilio porque habían visto a Gisela con actitud sospechosa. También afirmaron que en la casa habían encontrado droga. A pesar de las escasas pruebas, de que la mujer no tenía antecedentes penales y de que tenía a cargo siete niñes y estaba embarazada, el juez de garantías dio crédito a la versión policial y le dictó la prisión preventiva. Gisela transitó su embarazo encerrada: primero estuvo dos meses hacinada en el calabozo de una comisaría de San Martín y luego en el penal nº 33 de Los Hornos. En la comisaría fue sometida a requisas vejatorias y tuvo pérdidas. Por las condiciones insalubres en que vivía, el embarazo se complicó y el bebé nació con solo seis meses de gestación. Tras el parto, le extrajeron el útero sin su consentimiento. En esta precaria situación de salud y con su beba internada en neonatología, fue trasladada de regreso al penal. Recién cuando organismos de derechos humanos intervinieron, les funcionaries judiciales accedieron a otorgarle una prisión domiciliaria con tobillera electrónica. Si esto se hubiera decidido antes, se habrían evitado muchísimos sufrimientos tan to a Gisela, como a sus hijas y niñes a su cargo.
En octubre de 2018, Claudia cruzó hacia la Argentina desde Bolivia. Estaba embarazada y llevaba una valija que contenía 1160,6 gramos de cocaína. Su hijo de 13 años estaba enfermo de cáncer. La mujer había escuchado que alguien ofrecía 700 dólares a cambio de transportar una valija hasta la CABA, y como no tenía recursos económicos para afrontar el tratamiento de su hijo, aceptó. La cooptación de mujeres en situaciones de vulnerabilidad extrema como “mulas” es una estrategia frecuente de las organizaciones criminales de contrabando6. La Gendarmería la detuvo en un control vehicular en la provincia de Jujuy. Fue acusada por transporte de estupefacientes, delito federal, se le dictó la prisión preventiva y fue trasladada a una unidad penitenciaria. Perdió contacto con su familia por más de un año. Su hijo dejó de recibir tratamiento y la enfermedad empeoró. Cuando Claudia pidió un permiso extraordinario para poder viajar a despedirse de él, se lo negaron sin mayor explicación. En ese momento su situación tomó estado público y despertó la preocupación de otres funcionaries estatales argentines y bolivianes, y de organismos de derechos humanos que intercedieron para lograr que pudiera viajar. Se reencontró con su hijo cuatro días antes de su fallecimiento. A más de un año de la detención, el Poder Judicial reevaluó el caso y sobreseyó a Claudia.
Mariana es una mujer trans de Perú. En abril de 2014, en un operativo conjunto con la Dirección Nacional de Migraciones, la Policía Bonaerense la detuvo en la “zona roja” de La Plata, por ser trabajadora sexual. Le encontraron dosis fraccionadas de una sustancia y la trasladaron a la comisaría junto con otras mujeres trans. En la comisaría, la obligaron a desnudarse frente a policías varones para requisarla. Según el expediente judicial, en la requisa encontraron 3,5 gramos de cocaína y 200 pesos. Por eso, le imputaron el delito de tenencia para comercialización. El Tribunal Oral en lo Criminal nº 1 de La Plata convalidó la detención policial y durante dos años permaneció detenida en su domicilio a la espera del juicio. Sin otras pruebas que la valoración que los policías hicieron de la droga incautada, el juez Juan José Ruiz convalidó la tipificación de tenencia para comercialización. En 2016, Mariana fue condenada a cinco años y tres meses de prisión, la sentencia incluyó, entre otros agravantes, el grado de pureza de la droga (sin indagar sobre los canales de provisión de la sustancia) y la condición de migrante. Este acto discriminatorio motivó una denuncia ante el Consejo de la Magistratura. Durante el proceso judicial Mariana fue designada como “persona tras vestida” (sic) y en el fallo se la designa en masculino. Gracias a la repercusión que tuvo el caso y las acciones de diversas organizaciones sociales, le concedieron prisión domiciliaria para cumplir su condena.
La concentración del trabajo policial en la cuestión de las drogas no es una novedad, y desde hace al menos quince años muestra un crecimiento notorio. Los pocos datos disponibles sobre detenciones policiales evidencian un incremento importante en los últimos años. En declaraciones a la prensa7, la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, afirmó que entre enero de 2016 y septiembre de 2018 las fuerzas federales detuvieron a más de 50 000 personas por temas de drogas. Según los últimos datos divulgados por el Ministerio de Seguridad, el aumento total sería del 145% en ese trienio.
En la provincia de Buenos Aires, el Ministerio de Seguridad comunicó que, entre diciembre de 2015 y enero de 2019, “111 183 individuos fueron puestos a disposición de la Justicia por venta o tenencia de estupefacientes”8. Según estos datos, las policías bonaerenses realizaron un promedio de 37 000 detenciones por año relacionadas con las drogas, es decir, más de 100 detenciones al día. Cabe preguntarse: ¿quiénes son las personas dete nidas?, ¿qué rol desempeñan en las redes de tráfico y venta de drogas?, y ¿qué lugar ocupan en la producción y circulación de la violencia?
Los casos relatados en la sección anterior dan una primera aproximación cualitativa. Si bien no es posible corroborar, discriminar por tipo de delito, ni contrastar los números que les funcionaries brindan a la prensa, la ministra de Seguridad dio algunas pistas sobre el motivo de las detenciones cuando en octubre de 2018 informó en el Congreso na cional: “En la lucha contra el narcotráfico llevamos 49 219 detenidos, con un 36% de detenidos que sale rápidamente por lo que es el trámite de tenencia para consumo”9. Es decir que en tres años, las fuerzas federales detuvieron a cerca de 17 720 personas por consumir drogas, casi 17 por día, cifra que no incluye a los miles de detenides por las policías provinciales. Es posible concluir que la detención de consumidores es una práctica sistemática, extendida y masiva de las fuerzas de seguridad. Las autoridades políticas, en vez de ordenar el cese de esa modalidad, incentivan la persecución policial de les consumidores e incluyen estas detenciones como un éxito de la “guerra”. Que esas personas muchas veces –no siempre, como dijo Bullrich– “salgan rápidamente” no implica que no sufran el hostigamiento policial en las calles y las humillaciones y malos tratos durante los traslados y en las comisarías.
Los datos sobre causas iniciadas por drogas también muestran el enorme peso que tiene la detención de consumidores en el trabajo policial. Entre 2011 y 2018, según la Procuraduría de Narcocriminalidad (Procunar), casi un 48% de las causas por drogas iniciadas en la justicia federal del país (89 131 causas sobre un total de 187 398) se atribuyó a tenencia simple y para consumo. En la CABA, el Juzgado Nacional en lo Criminal y Correccional Federal nº 12 informó que durante una semana de 2018 ingresaron 277 consultas de las cuales el 58% (162) eran para consumo e implicaron a 346 detenidos10. La Fiscalía Federal nº 6 registró tendencias similares en un período más extenso: entre 2011 y 2018, el 80% del total de causas que la policía llevó a la fiscalía estuvo relacionado con delitos de drogas. De ese porcentaje, entre el 56 y el 75% era para consumo personal. Esta fiscalía informó que, en agosto de 2018, el 55% de las causas que le llegaron por drogas se había originado con la misma metodología: en la vía pública la policía le había pedido a le future imputade que se identificara porque estaba en “actitud sospechosa” y luego le habían requisado. Las facultades policiales discrecionales que en los últimos años fueron fortalecidas por decisiones políticas y judiciales11 son utilizadas para detener con arbitrariedad a consumidores y abultar la estadística de la “guerra”. La Fiscalía nº 6 archiva todos los casos de consumo personal, pero no todo el sistema judicial comparte ese criterio, como ilustra la experiencia vivida por Nicolás referida en el apartado anterior. Dado que la gran mayoría de las detenciones (el 80% en el caso de las fuerzas federales) se origina en tareas de patrullaje, en denuncias anónimas o de flagrancia y no en tareas previas de investigación, el sesgo es que la policía detiene en general a consumidores o a pequeñes vendedores. Aun en aquellos casos en que la policía realiza una investigación previa, la cantidad de detenciones está inflada por la inclusión de personas que cometieron delitos leves o ninguno. Un operador de la justicia federal describe cómo se lleva adelante la mayor parte de los procedimientos policiales derivados de tareas de investigación:
Se judicializa el caso, la policía realiza tareas de investigación muy cortas de veinticuatro o cuarenta y ocho horas. Si la causa ingresa por denuncia anónima, forma parte de las tareas policiales ir a la búsqueda de “pasamanos” en flagrancia. Describen o enseñan fotos de pasamanos consideradas maniobras de comercialización al menudeo. Por lo general son fotos y declaraciones de policías. […] Tras un allanamiento detienen a todas las personas que están en la escena más allá de que tengan registros sobre estas personas. Por eso hay tantos detenidos12.
Una funcionaria judicial bonaerense amplía en el mismo sentido:
A veces hay 10 personas, entonces: ¿a quién llevás cuando en la investigación previa no surge claramente quién es la que vende? A veces me pasa que era uno y traen al hermano. Cae porque era pariente, vivía ahí.
Este cúmulo de situaciones diversas que incluye detenciones de consumidores, de personas ajenas a hechos de drogas, causas armadas y casos mal investigados o sin pruebas, deriva en que más del 90% de las causas iniciadas por drogas en el fuero federal no lleguen a juicio. Como comenta otro funcionario judicial: “A las fuerzas no les importan las nulidades, para ellos lo importante es hacer un operativo con detenidos, que se pruebe que ellos son culpables no es algo que les preocupe”. Se trata de la vieja lógica policial de “hacer estadística” que ahora está subordinada a la política gubernamental de exhibir el éxito de la “guerra contra el narcotráfico”.
La persecución a les consumidores no incluye solo a personas pobres, pero en esos casos la afectación de derechos es aún mayor. Entre otras cosas, porque se articula con el hostigamiento policial que es moneda corriente en los barrios populares. Cuando se trata de consumidores que habitan en esas zonas, se agrega la difusión de estereotipos negativos que identifican consumo y delito. El secretario de Seguridad de un municipio del oeste del Conurbano bonaerense ilustra la lógica con la que opera este estigma en las políticas de seguridad: “No quiero juzgar al que tiene una adicción, pero las personas necesitan plata para consumir, y muchas veces no pueden sostener trabajos, roban para poder comprar”. La decisión política de promover y convalidar la detención de con sumidores, el refuerzo del estigma que pesa sobre elles y la luz verde a la arbitrariedad policial también son obstáculos concretos para quienes realizan tratamientos por adicciones. Les operadores territoriales de la Secretaría de Políticas Integrales sobre Drogas (Sedronar) tuvieron que intervenir ante diversas situaciones de hostigamiento policial y detenciones reiteradas de personas –en general varones jóvenes pobres– que realizan tratamientos en la institución. La continuidad de esas terapias se ve amenazada por esta situación por lo que les operadores deben invertir tiempo y recursos para proteger a quienes se encuentran en tratamiento, de ese hostigamiento policial.
En general, los casos de consumo que la policía judicializa no prosperan. A pesar de esto, en 2016 (dato más reciente disponible) el Registro Nacional de Reincidencia (RNR) relevó 16 sentencias condenatorias por tenencia para consumo. Aunque la Corte Suprema de Justicia de la Nación y las autoridades políticas sostienen que no se debe criminalizar a les consumidores, el sistema penal les procesa. Condena así acciones privadas de las personas que deberían ser ajenas a cualquier criminalización. Más allá de esto, la política criminal y de persecución penal está orientada a los delitos menores en los que la mayoría de les involucrades son personas de escasos recursos económicos: la venta al menudeo y el microtráfico.
La política de desfederalización de la persecución del narcomenudeo reforzó esta tendencia. Las provincias que adhieren a la Ley 26 052 asumen la responsabilidad de perseguir y juzgar los delitos menores de la Ley 23 737 de Drogas: la tenencia y la venta al consumidor. La primera en adherir fue la provincia de Buenos Aires (2005), luego se sumaron otras como Córdoba (2012) y Salta (2014) y más tarde lo hizo la CABA (2019). Esta medida fue presentada como una herramienta para que los gobiernos locales pudieran hacerse cargo de las situaciones de consumo y venta de drogas en los barrios que generalmente están vinculadas con las demandas de seguridad de sus habitantes. También buscaba descomprimir el trabajo de los juzgados federales para que se pudieran enfocar en los casos más complejos del tráfico y comercio de drogas.
Sin embargo, en la práctica no se cumplió con ninguno de esos dos objetivos. La política de desfederalización se expresa hoy en la participación de las policías provinciales en la “guerra contra el narcotráfico”, lo que ha significado un traspaso masivo de recursos de seguridad y penales a la persecución de los delitos más leves. Al mismo tiempo, la medida se convirtió en una herramienta que aumenta el poder arbitrario de las policías provinciales en los barrios pobres. A su vez, el fuero federal no muestra mayor efectividad ni destinó los recursos que usaba en perseguir los delitos de menor escala para perseguir ahora a los más graves, por su dimensión económica, por su violencia o por la participación estatal en las redes ilegales.
La desfederalización produjo dos problemas. En primer lugar, como era previsible, el trabajo policial generó un aumento pronunciado de las causas por delitos menores asociados al consumo, la tenencia o la comercialización de drogas, procesados por los sistemas de justicia provinciales. En la provincia de Buenos Aires hubo un aumento de más del 300% en la cantidad de causas iniciadas por consumo y narcomenudeo: pasaron de 13 948 en 2006 a 48 046 en 2017. Esto implica que cada año se abren alrededor de 10 300 causas por consumo solo en esa provincia. A diferencia de lo que ocurre en el fuero provincial bonaerense, en la justicia federal el número de causas por drogas se mantuvo estable desde el año 2000 con oscilaciones entre las 20 000 y las 24 000 causas iniciadas por año, según releva Fiscalnet y de las cuales, como ya señalamos, menos de un 10% llega a juicio. La información estadística no permite discriminar el tipo de delito de drogas sobre el que la justicia federal se pronuncia a través de sus sentencias: ¿se trata en su mayoría de delitos graves o leves? Utilizamos el monto de la pena como un indicador de la gravedad. Según el último dato disponible del RNR, en 2016, el 86% de las sentencias por drogas tuvieron penas de cuatro años o menos. Si se analizan los casos de comercio, solo 244 de 1538 obtuvieron condenas de cinco años o más. El hecho de que las sanciones hayan sido, en general, por pocos años sugiere que los delitos eran menores y que no implicaron situaciones de violencia.
De este modo, la herramienta de la desfederalización asociada a la retórica y política orientada a la “guerra contra el narcotráfico” modeló también la política criminal de las provincias. Es decir, se acentuó el poder punitivo del Estado sobre las personas pobres. Y mientras con relación al consumo los criterios judiciales difieren de los policiales, se aproximan en lo que hace a los delitos menores de drogas, ya que son procesados, en la enorme mayoría de los casos, por los sistemas judiciales de todo el país.
Las investigaciones de los delitos de drogas suelen iniciarlas las policías y tienen debilidades que solo de manera excepcional se subsanan en el proceso judicial. En contraste, en el fuero federal se denomina “planchas” a las causas por drogas, porque las investigaciones por lo general consisten en una serie de pasos automatizados que no se orientan a desentrañar el funcionamiento de una dinámica criminal. Una funcionaria federal relata:
No hay profundización de la investigación. Eso hace que caigan los que cometieron delitos menores: la mula, el que vende en la calle, o a lo sumo el que regentea algunas cuadras. Y cuando vas para atrás en la estructura criminal, el que les proveía la droga se fugó.
Algunes funcionaries son conscientes de que estas limitaciones a la hora de investigar tienen consecuencias graves para las personas explotadas por estas redes. En abril de 2019 la Fiscalía en lo Criminal y Correccional Federal nº 5 pidió el sobreseimiento de cinco mujeres trans que habían sido procesadas por comercialización de drogas, solicitó la elevación a juicio del hombre que habría regenteado el lugar de venta y requirió: “Profundizar la investigación ante la posible existencia de una organización criminal que se vale de mujeres trans en situación de extrema vulnerabilidad”13.
En segundo lugar, la desfederalización derivó en un fenómeno de inflación de penas asociado con las figuras menores. Los sistemas provinciales muestran una tendencia a utilizar calificaciones penales más graves y por lo tanto a aplicar más pena que el fuero federal. Una funcionaria judicial de la provincia de Córdoba señaló: “A los seis meses de implementada la ley, empecé a ver en la Defensoría que caían presas todas las personas a las que yo había conseguido la excarcelación”14. Aquello que era entendido como una tenencia para consumo en el fuero federal, en el provincial se imputó como tenencia para comercialización. Por eso, si bien se supone que la justicia federal se enfoca en los casos más graves y, por lo tanto, debería aplicar penas más altas, ocurre lo contrario. En 2016, en la justicia bonaerense, donde se investigan delitos menores de la ley de drogas, la aplicación de penas de cinco años o más llegó al 19% del total de condenas, mientras que en la justicia federal fue del 13%. La policía y el Poder Judicial de las provincias buscan dar mayor relevancia a estas figuras que el fuero federal siempre consideró residuales de su intervención.
Por último, la orientación de la persecución penal no solo incentivó la apertura de más causas judiciales, sino la detención de más personas por delitos menores. Este enfoque duro de despliegue territorial de las policías, la elección de figuras penales más graves y el uso generalizado de la prisión preventiva condujeron a un aumento de las tasas de encarcelamiento con consecuencias dramáticas para los sistemas penitenciarios: mayor sobrepoblación y hacinamiento crítico. En once años, la población encarcelada por drogas en el Servicio Penitenciario Bonaerense se multiplicó casi diez veces (de 391 en 2006, a 3804 en 2017). Por su parte, el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación reconoció la crisis del sistema de encierro en el ámbito federal: en 2017 las personas detenidas por drogas representaban un 38% de la población.
El colapso de los sistemas carcelarios se combina con el uso de comisarías como lugar de detención permanente de consumidores, como le ocurrió a Nicolás. Los trámites judiciales se demoran por meses. Se reiteran las detenciones arbitrarias como la que sufrió Gisela. Todo esto está lejos de desbaratar las dinámicas de violencia en los barrios o desmontar las estructuras de comercialización. Por el contrario, solo aumenta la privación de la libertad de más habitantes de los barrios pobres, lo que ataca también las redes de cuidado y supervivencia de numerosas familias.
El aumento de la población privada de la libertad por delitos de drogas es otro de los datos que el gobierno esgrime como si fuera un indicador de su éxito. La “guerra contra el narcotráfico” es uno de los factores que explica el aumento de la tasa de encarcelamiento nacional que entre 2002 y 2017 pasó de 154 a 209 personas privadas de la libertad cada 100 000 habitantes, según datos del Sistema Nacional de Estadísticas sobre Ejecución de la Pena (Sneep). En el mismo período, el total de la población detenida en las cárceles de la Argentina creció un 84%, mientras que la población encarcelada por delitos de drogas se incrementó un 252%. Esta tendencia se aceleró a partir de 2015. La cantidad de personas privadas de la libertad por delitos de drogas creció un 47% entre 2015 y 2017. A estos datos hay que sumarle la cantidad de personas detenidas en establecimientos de Gendarmería y Prefectura que esta fuente no registra.
La población encarcelada por delitos de drogas en todo el país crece con rapidez y la evidencia disponible sobre quiénes quedan tras las rejas arro ja una regularidad abrumadora: la gran mayoría de quienes están privades de la libertad por delitos de drogas son personas que cometieron delitos leves. Eslabones de fácil reemplazo en la cadena de comercio de estupefacientes como los “soldaditos”, vendedores minoristas, personas usadas como correos o microtraficantes. El enorme costo humano, material y administrativo del encarcelamiento contrasta con el escaso efecto de la medida coercitiva de la libertad sobre el mercado de drogas.
En el mismo sentido que los datos de las sentencias judiciales, la información del Sneep indica que el 65% de las personas condenadas por delitos de drogas durante 2017 recibieron penas de cuatro años o menos, el mínimo de la escala. En los casos de mujeres, esta proporción asciende al 70%. Al mismo tiempo, una gran parte de las personas encarceladas por drogas se encuentran con prisión preventiva, es decir que son técnicamente inocentes. Este problema es histórico en la Argentina respecto a todos los delitos, pero es aún peor respecto de los relacionados con drogas: en 2017, un 45% de les preses en las cárceles argentinas tenía prisión preventiva; entre los varones presos por delitos de drogas este porcentaje ascendía al 66% y al 70% en el caso de las mujeres. La mayoría de las personas detenidas por drogas espera juicio en prisión.
Los consumos y la participación en los mercados ilegales no son una característica exclusiva de las clases empobrecidas, pero las cárceles están repletas de pobres. Los datos sociodemográficos muestran que la mayo ría de les encarcelades pertenece a los estratos más vulnerabilizados. En 2017, el 61% de las personas presas por drogas no había terminado el nivel primario de educación, y el 85% no había completado el secundario. Además, al momento de ingresar al sistema carcelario, una gran parte –el 36% de los varones y el 46% de las mujeres– se encontraba desocupada. Como ya se mencionó, esta sobrerrepresentación de los sectores más empobrecidos en las cárceles se relaciona con el foco del trabajo policial en los barrios pobres donde se suele detener también a personas que no participan de modo directo en el negocio, pero sí están en contacto por vínculos familiares, de amistad, vecindad o compadrazgo con quienes lo hacen. Al igual que Gisela, hay quienes quedan atrapados en el sistema penal como partícipes, por la dificultad que implica desbaratar las versiones policiales y discutir en la instancia judicial que transitar por los mismos espacios sociales no los convierte en culpables.
Un juez de la provincia de Buenos Aires, la jurisdicción con más eleva da cantidad de población detenida, observa que salvo algunos casos ligados a organizaciones más grandes o violentas, para la mayor parte de les detenides el involucramiento es en cierta forma una fuente de trabajo. “Nosotros lo que encontramos es gente de muy bajo poder adquisitivo y no se hacen millonarios. Esa gente queda presa por tenencia con fines de comercialización”. Les habitantes de los barrios saben que el mercado ilegal de la venta de drogas funciona bajo la regulación de la policía15, y que como refiere una militante de zona sur del Conurbano “con los narcos negocian, pero solo detienen a los transas y a los soldaditos”.
La participación en estas redes como forma de supervivencia es muy clara cuando se estudian las trayectorias de las mujeres presas por delitos de drogas. Una funcionaria judicial bonaerense señala:
Son barrios que, si no tenés alguien que te los cuide [a los hijos], –en general otra mujer, una vecina–, no te vas [a trabajar fuera del barrio]. No tienen ningún tipo de posibilidad de subsistencia. No tienen de dónde sacar. Entonces, viene alguien y les ofrece una oportunidad de no salir de su casa. Saben que lo que hacen está mal, pero ¿qué otras opciones hay?
En la provincia de Buenos Aires, una investigación del Observatorio de Género de la Defensoría del Pueblo16 sistematizó y analizó partes policiales de allanamientos en los que fueron detenidas mujeres por comercialización de drogas. Allí los policías volcaron comentarios tales como: “Profesión ama de casa. Al momento de su detención vivía sola con sus hijos de 16, 10 y 8 años respectivamente, con la ayuda del Plan Social Jefes y Jefas de Hogar. Residía en una vivienda de un solo ambiente separado por muebles”; “La imputada residía sola junto a sus tres hijos de 7, 13 y 15 años. Casilla con paredes de madera. Techo solo de chapa, piso de cemento alisado”; “Casa de material sin revocar, con puerta de acceso construida en chapa”.
La infracción a la ley de drogas es la principal causa de privación de la libertad de mujeres y personas trans en la Argentina. En 2017 un 43% de las mujeres (1561) y el 70% del total de personas trans (89) estaban encarceladas por estos delitos. En el caso de las mujeres, en los últimos tres años pasaron de 1093 a 1561: un crecimiento del 42,8%.
El encarcelamiento masivo de personas pobres que cumplen roles menores en la cadena de comercio de drogas produce otras consecuencias negativas. En primer lugar, contribuye a la sobrepoblación y colapso del sistema carcelario, con las consecuentes vulneraciones de derechos de les detenides y sus familiares. Una faceta en especial preocupante es el uso ilegal de las dependencias policiales para alojar a las personas detenidas por períodos extensos. Por otro lado, tiene consecuencias sobre muches otres: les familiares, que muchas veces dependen de quienes están privades de la libertad para su sostén económico o cuidado. Según datos del Observatorio de la Deuda Social de la Pontificia Universidad Católica Argentina (UCA),17 146 112 niñes y adolescentes viven en hogares donde por lo menos algún miembro había estado detenido cuando se realizó la encuesta. Les niñes que estaban a cargo de Alicia y Gisela podrían atestiguar las consecuencias de la progresiva destrucción de las relaciones de cuidado como resultado de esta política de encarcelamiento.
Cuando se encierra a personas vinculadas a delitos de drogas no se tiene en cuenta que las prisiones son espacios en el que el contacto con las drogas y los mercados ilegales es mucho más frecuente que fuera de ellas. Según datos de la ONU, se trata de un fenómeno mundial.18 Si las personas detenidas tienen problemas de consumo, se las expone a situaciones que no hacen más que empeorar el cuadro, en instituciones cuyos servicios de salud son desastrosos. Al mismo tiempo, el encarcelamiento promueve también la puesta en contacto de personas que han cometido delitos leves con miembros de organizaciones criminales más complejas y violentas. Estas son consecuencias negativas directas e invisibilizadas de la “guerra” contra las sustancias declaradas ilegales.
El narcotráfico no es “el peor problema de la Argentina”, pero en algunos enclaves y en momentos puntuales tiene gravedad, sobre todo allí donde se asocia a niveles altos de violencia o a formas de autoritarismo o control de les habitantes. En la Argentina no hay posibilidad de que un grupo desarrolle las capacidades para ejercer ese tipo de violencia o de control si no cuenta con la tolerancia o colaboración activa de sectores de las fuerzas de seguridad y/o del poder político.
En la reunión de la Comisión de Estupefacientes de Naciones Unidas (CND) realizada en marzo de 2019 en Viena, Austria, el subsecretario de Lucha Contra el Narcotráfico del Ministerio de Seguridad de la Nación, Martín Verrier, explicó:
En la Argentina la violencia asociada al narcotráfico se da en los barrios, no en las fronteras como en otros países. La violencia se manifiesta en la lucha de las organizaciones por controlar el mercado. En la medida que intervenimos bajan los homicidios y no hay efecto traslado. Se desarticulan las organizaciones que competían entre sí por controlar el mercado. Esto no significa que desaparezca la venta y el consumo. Pero la violencia baja. Y las organizaciones son de otra característica, están más desarticuladas, o son un vendedor aislado.
Aunque naturalizan la relación entre pobreza, narcotráfico y violencia sin hacer mención al rol de las fuerzas de seguridad en la regulación del delito, estas declaraciones presentan un perfil de las políticas contra las drogas muy diferente al de la retórica épica del “narcotráfico cero”. Pero no se condicen con la detención sistemática de consumidores que, según dijo este funcionario, son una “consecuencia no deseada” de la “gue rra”, ni con el procesamiento y encarcelamiento de miles de personas por delitos no violentos. De todas formas, sus dichos nos permiten preguntarnos qué hacen las autoridades en las zonas pobres consideradas “caldo de cultivo del narcotráfico”, además de perseguir consumidores y pequeñes vendedores.
En 2016 integrantes del CELS mantuvieron una reunión con Luis Green, por entonces secretario de Fronteras del Ministerio de Seguridad de la Nación. En ese momento el funcionario planteó una interpretación alternativa sobre la problemática en las fronteras a la que describió como un asunto socioeconómico antes que de seguridad. En esta línea, adelantó que existían varios proyectos para impulsar el desarrollo de las zonas de fronteras que serían implementados desde el propio Ministerio y desde otras agencias. Pero ese enfoque no prosperó: en los años siguientes, las autoridades enviaron soldados a la frontera norte con mi siones difusas y peligrosas, se gastaron millones de dólares para comprar en Israel lanchas artilladas para patrullar los ríos, recrudeció la campaña de criminalización de las personas migrantes y continuó la persecución y el encarcelamiento de microtraficantes. La Secretaría de Fronteras fue degradada a subsecretaría, lo que provocó la renuncia de Green. En 2019, el presupuesto de esta dependencia tuvo un recorte real de casi el 57% en relación con el presupuesto que tenía en 2018, cuando aún era Secretaría.
Con respecto a los barrios pobres, el programa que el gobierno nacio nal presenta como un abordaje integral de la problemática se denomina Barrios Seguros. Si bien asume formas muy diversas, se trata en gene ral de una imitación a escala mucho menor de las Unidades de Policía Pacificadora (UPP) que existieron en Río de Janeiro entre 2008 y 2015 y luego fueron desmanteladas. La secuencia de tres pasos es la misma: “ocupación territorial” –que en el caso argentino significa allanamientos masivos y simultáneos–, instalación de una “policía comunitaria” y luego “ingreso del Estado”, adonde antes se supone que no podía entrar. Este programa se aplicó en la CABA en la Villa 31 en 2016 y en la Villa 11114 a partir de 2017. También en el Barrio Carlos Gardel, en el municipio de Morón, y en zonas de Rosario y Córdoba. Según les funcionaries, esto redundó en una baja de la cantidad de homicidios. Este descenso en la estadística es exhibido como uno de los grandes éxitos de la gestión y da sustento a declaraciones como las de Verrier en la CND, en las que caracteriza a este tipo de política como centrada en reducir la violencia y no en perseguir a consumidores. Esto último, como ya se vio, es falso.
Las estadísticas sobre homicidios en las villas de la CABA muestran que en efecto se produjo una baja en los últimos años.
Las dos villas en las que se desplegó el programa en la CABA (la 31 y la 11114) muestran un descenso en la cantidad de homicidios que coincide con la implementación de Barrios Seguros, por lo que se puede suponer que existe alguna relación entre la presencia masiva de fuerzas de seguridad durante un período y la baja del índice. Esto no es sorpresivo, ya que el mismo efecto se verificó allí donde se aplicaron planes de este tipo, como las UPP en Brasil, el Plan Cinturón Sur en la CABA o las diversas intervenciones de fuerzas federales en Rosario. En todos los casos, estos descensos fueron solo temporarios por la falta de medidas dirigidas a la prevención social de la violencia. Redundaron también en un aumento de los abusos de las fuerzas de seguridad debido a la ausencia de mecanismos para controlar su desempeño. Lo mismo ocurre con Barrios Seguros que no trabaja sobre la prevención de la violencia ni controla a les efectives, sino que solo satura los barrios con policías. Por eso no se trata de una política contra el mercado ilegal de drogas, ya que, si la participación en dinámicas de mercados ilegales es una estrategia de supervivencia para muchas personas en los barrios, las respuestas basadas en la presencia policial y el sistema penal no se vinculan con las problemáticas de fondo.
Les funcionaries se muestran segures del impacto positivo de este plan. Sin embargo, sería conveniente precisar las formas y el grado en que el programa incidió en la reducción de homicidios. Por un lado, es necesario explicar por qué los homicidios también disminuyeron de manera significativa en las villas 2124 y 20, donde el plan no fue aplicado. Además, en estos barrios el descenso se registró ya desde 2015, durante el gobierno anterior y antes de que se implementara Barrios Seguros. Por otro lado, en las villas en las que se aplicó, la reducción de homicidios fue un retorno a niveles semejantes a los del período 20102013. Lo que ocurrió en realidad es que hubo un pico de homicidios en 2014 en las villas 2124 y 11114, y en 2015 en las villas 11114 y 31. Por más que la presencia de las fuerzas de seguridad asociadas a Barrios Seguros pueda haber sido un factor relevante para el posterior descenso, si no existe una explicación de cuál fue la causa de aquellos picos, será difícil explicar por qué bajaron después. En definitiva, no existen diagnósticos rigurosos que expliquen las dinámicas a las que responden los homicidios en estos territorios y que permitan evaluar con precisión el impacto de las políticas públicas.
Por otro lado, la circulación de la violencia en los barrios pobres no puede ser medida solo a partir de la cantidad de homicidios. Sin embargo, no se conocen otros indicadores de delitos contra las personas o contra la propiedad desagregados para esos barrios, ni encuestas de percepción. Sería necesario desarrollar indicadores específicos, como pueden ser los modos en que determinadas bandas impactan sobre la vida de estas poblaciones en términos de libertad de circulación en los barrios, la cantidad y características de las personas involucradas en los mercados ilegales y las formas en las que se limitan las actividades sociales y políticas por el accionar de estos grupos. También habría que pensar en el rol de las propias fuerzas de seguridad en la circulación de las distintas formas de violencia y las formas de connivencia estatal con las bandas.
Estos operativos han sido el marco de recrudecimiento de abusos y humillaciones a los que se ven sometidos muchas veces les habitantes de estos barrios. Durante las primeras semanas del Plan Barrios Seguros, por ejemplo, se instaló un escáner en una de las entradas de la Villa 31 y la policía elegía de modo aleatorio quiénes debían pasar sus pertenencias por el dispositivo para verificar si llevaban drogas o armas, como si se tratara de un aeropuerto o, peor aún, de una zona ocupada en la que toda la población es tratada como sospechosa o enemiga. En el mismo barrio ocurrió otro episodio escandaloso que no tuvo visibilidad pública: un grupo de vecines fue subido por la fuerza a un camión de la Gendarmería que los trasladó a la Villa 11114 donde fueron obligades a cumplir el rol de testigues en una serie de allanamientos por narcotráfico. La lógica detrás de este traslado era que por razones de seguridad no se podía utilizar testigues de la misma villa. Les testigues fueron devueltes a su barrio recién al otro día, mientras sus familiares pensaban que habían sido secuestra des. Este tipo de episodios demuestra que las fuerzas de seguridad suelen considerar a les habitantes de estos barrios como personas de las cuales se puede disponer a voluntad. No es posible imaginar la escena del escáner o la del camión en una zona de clase media o alta.
Los testimonios recogidos en estos barrios coinciden en que luego de los allanamientos masivos y a pesar del endurecimiento del trato policial, el negocio de la venta de drogas y la presencia de bandas con capacidad de intimidación continuaron sin grandes alteraciones. Esto evidencia el escaso o nulo impacto de los allanamientos y las detenciones en la estructura general del negocio.
La información disponible en la Argentina y en el mundo no arroja pruebas sobre la efectividad de la “guerra contra el narcotráfico”. En cambio, no deja lugar a dudas sobre las afectaciones de derechos que produce la perspectiva punitivista y prohibicionista extrema. Miles de consumidores son perseguidos por la policía. Miles de personas están presas por delitos leves. Miles de pobres que engrosan estadísticas presentadas como indicadores del éxito de la guerra. Como ya sucedió en los Estados Unidos y en Brasil, en la Argentina la “guerra contra el narcotráfico” colabora con el colapso del sistema carcelario y la expansión de la arbitrariedad policial, además de generar un grave daño a familias, sobre todo a niñes. La sociedad civil se encuentra en un proceso de discusión de alternativas para modificar la perspectiva bélica. Existe un pedido de que se exploren otras formas de regulación de las drogas distintas de la prohibición total y la criminalización. Desde 2015, bajo el gobierno de Cambiemos no hubo margen para esperar un debate sobre estos puntos con las autoridades, que casi en su totalidad se ubicaron en una posición moralizante que demoniza las sustancias, y considera que la legalización es un “siniestro espectro”19. Mientras países como Estados Unidos, Canadá y Uruguay avanzan en nuevas experiencias respecto del cannabis, en la Argentina tiene lugar una fuerte persecución policial y penal sobre la marihuana. Las incautaciones de las fuerzas federales para esta sustancia aumentaron un 39% en 2018 con relación al año anterior, de 132 589 a 184 791 kilos según fuentes oficiales. Datos de la Procunar a nivel federal revelan que las causas iniciadas por delitos vinculados con la tenencia, almacenamiento y transporte de plantas y semillas para producir estupefacientes (que en la Argentina se concentra en cannabis) casi se duplicaron entre 2015 y 2018: pasaron de 530 a 975 causas. Este aumento da cuenta de una política que no diferencia las sustancias por su nocividad. El consumo de la marihuana es el más extendido en nuestro país20 y también el más fácil de identificar en el espacio público. En un contexto de creciente demanda de la sustancia esta orientación refuerza la criminalización de les consumidores.
Las soluciones de fondo y de mediano o largo plazo requieren la cons trucción de consensos políticos y sociales sobre los que ya se trabaja desde la sociedad civil. Aun cuando no haya posibilidad de discutirlos con las autoridades, continúa el reclamo sobre una serie de puntos orientados a disminuir las arbitrariedades y vulneraciones de derechos y a debatir cómo se evalúan las políticas contra los mercados ilegalizados de drogas. En primer lugar, debe haber una decisión política a nivel nacional y en todas las provincias que ordene el cese inmediato de la persecución policial a les consumidores de drogas. Estas detenciones no son las “consecuencias no queridas” del trabajo policial, sino una práctica sistemática que amplía la arbitrariedad de las fuerzas de seguridad, sobre todo en los barrios pobres. Es claro que continuarán mientras las autoridades políticas las ponderen como estadísticas del éxito de la “guerra”.
En segundo lugar, es urgente la búsqueda de soluciones distintas al encarcelamiento para las personas involucradas en la venta minorista o el microtráfico que no cometen delitos violentos: jóvenes pobres, mujeres, migrantes, personas que ya sufren vulneraciones sociales, a las que se les suma verse expuestas a la explotación de las bandas y luego a la violencia policial y carcelaria. Si el sistema judicial no comprende esta doble selec tividad que somete y criminaliza a les pobres no habrá solución ni para el problema del narcotráfico ni para la crisis de derechos humanos que la “guerra” genera. Medidas en este sentido tendrían además un impacto positivo en un sistema carcelario estallado que se ha vuelto inviable. Una parte de estas soluciones se relaciona con la implementación de políticas multiagenciales en los barrios pobres, que sean reales y no mera retórica, que permitan construir horizontes vitales capaces de competir con la participación en mercados ilegalizados. Esto no puede hacerse si no se destinan importantes recursos económicos y si no se trabaja para fortalecer las tramas comunitarias y organizativas de los barrios.
Por último, es preciso retomar el desarrollo de formas de trabajo policial en los barrios pobres orientadas a brindar seguridad en lugar de humillar a sus habitantes. Las lógicas de los allanamientos masivos, el control poblacional y la ausencia de dispositivos de monitoreo de las fuerzas de seguridad en el territorio resultan una reactualización de la peor tradición histórica del accionar policial discriminatorio, ahora disfrazada de cruzada contra la droga.
notas
1 El periodista Dan Baum entrevistó a John Ehrlichman, principal consejero de Nixon en la adopción de la guerra contra las drogas, y condenado por su participación en el Watergate. Ehrlichman reconoció la intencionalidad subyacente de esa política, cuando dijo que los enemigos de Nixon eran la izquierda que se oponía a la guerra de Vietnam y los negros, que luchaban por sus derechos civiles. “Sabíamos que no podíamos ilegalizar la oposición a la guerra o el ser negro, ¿sabíamos que estábamos mintiendo sobre las drogas? Claro que lo sabíamos”. D. Baum, Smoke and Mirrors: The War on Drugs and the Politics of Failure, Estados Unidos, Back Bay Books, 1997.
2 J. G. Tokatlian, Qué hacer con las drogas, Buenos Aires, Siglo XXI, 2017.
3 CELS, “El impacto de las políticas de drogas en los derechos humanos, La experiencia del continente americano”, Derechos Humanos en Argentina. Informe 2015, Buenos Aires, Siglo XXI, 2016; CELS, “La guerra interna. Cómo la lucha contra las drogas está militarizando América Latina”, Buenos Aires, CELS, 2018.
4 M. Bergman y J. G. Tokatlian, “Drogas: fracaso exhibido como éxito”, Clarín, Buenos Aires, 27 de marzo de 2019.
5 Los nombres fueron modificados para respetar la privacidad de las personas.
6 Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA), Consorcio Internacional sobre Políticas de Drogas (IDPC), Comisión Interamericana de Mujeres (CIM) y Dejusticia, Mujeres, políticas de drogas y encarcelamiento. Una guía para la reforma de políticas en América Latina y el Caribe, Organización de los Estados Americanos, 2016.
7 F. Rodríguez, “Detienen por drogas a 70 personas por día, el doble que hace dos años”, La Nación, Buenos Aires, 25 de octubre de 2018.
8 “Fueron aprehendidas 100 personas por día por delitos relacionados con la droga”, El Popular, Buenos Aires, 19 de enero de 2019.
9 Versiones taquigráficas Reunión de la Comisión Bicameral Permanente de Fiscalización de los Órganos y Actividades de Seguridad Interior, Buenos Aires, 11 de octubre de 2018.
10 S. Torres, Juzgado Nacional en lo Criminal y Correccional nº 12, “Organizaciones criminales dedicadas al narcotráfico”, en “Narcotráfico en la Argentina: el documento que describe cómo operan las bandas más peligrosas”, Infobae, Buenos Aires, 21 de noviembre de 2018.
11 Como el fallo Vera del Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad de Buenos Aires en 2016 o el protocolo de requisas elaborado por el Ministerio de Seguridad de la Nación el mismo año.
12 Salvo que se indique lo contrario, todos los testimonios citados de funcionaries provienen de entrevistas realizadas por el equipo del CELS.
13 “Solicitaron el sobreseimiento de cinco mujeres trans acusadas de narcomenudeo y que se investigue a los eslabones superiores de la organización”, comunicado del Ministerio Público Fiscal de la Nación, Buenos Aires, 12 de abril de 2019.
14 M. Crespi, “La experiencia de la desfederalización en Córdoba”, en G. Touze (comp.), Avances y retrocesos en políticas de drogas. Conferencias nacionales sobre políticas de droga 2010-2017, Intercambios Asociación civil
y Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires (UBA), Buenos Aires, 2017, p. 101.
15 M. Sain, “La regulación del narcotráfico en la provincia de Buenos Aires”, Documento de Trabajo nº 1, Universidad Metropolitana para la Educación y el Trabajo, Buenos Aires, 2015; K. Sobering y J. Auyero, “Collusion and
Cynicism at the Urban Margins”, Latin American Research Review, Baltimore, 2019.
16 L. Malacalza, “El impacto de la desfederalización de estupefacientes en mujeres encarceladas en la provincia de Buenos Aires”, 3 de julio de 2015, en G. Touze (comp.), ob. cit., p. 107.
17 L. Cadoni, J. M. Rival, e I. Tuñón, Infancias y encarcelamiento. Condiciones de vida de niñas, niños y adolescentes cuyos padres o familiares están privados de la libertad en la Argentina, Fundación Universidad Católica Argentina, en colaboración con la oficina regional para América Latina y el Caribe de Church World Service, Buenos Aires, 2019.
18 Naciones Unidas, Grupo de Tareas en la implementación de una posición común del sistema de las Naciones Unidas sobre asuntos relacionados con las drogas, What We Have Learned over the last Ten Years: A Summary of Knowledge Acquired and Produced by the UN System on Drug-Related Matters, marzo de 2019.
19 E. Burzaco, secretario de Seguridad de la Nación, y M. Verrier, subsecretario de Lucha contra el Narcotráfico, “Narcotráfico: el valor de las acciones frente a las palabras”, Clarín, Buenos Aires, 4 de abril de 2019.
20 Observatorio de Drogas, Estudio nacional en población de 12 a 65 años, sobre consumo de sustancias psicoactivas Argentina 2017.