La potencia de los derechos humanos reside en su capacidad de poner en discusión los intentos de estabilizar una noción restringida de democracia que busca naturalizar que solo son viables los modelos económicos excluyentes y la gobernabilidad basada en el orden y la mano dura. Hoy, la desigualdad, los obstáculos para la participación política y la opacidad de los mecanismos del poder, público y privado, son tres cuestiones centrales para una discusión amplia sobre el tipo de democracia que queremos construir. más>menos<
En 2019 se cumplen cuarenta años de la creación del CELS. Aunque aquel contexto histórico ha sido ampliamente caracterizado, nos interesa aquí recordar que en 1979, a los embates del terrorismo de Estado se sumó una campaña de estigmatización y desprestigio montada por el gobierno militar contra “los derechos humanos”, contra les familiares de detenides-desaparecides y contra una movilización social creciente que lograba no sucumbir al terror. El blanco de esa campaña, diseñada por agencias de publicidad y de la que participaron muchos medios de comunicación, no era solo un conjunto de organizaciones, sino la idea misma de “los derechos humanos”, presentados como agentes de una “campaña antiargentina”.
El aniversario nos llama de manera casi irresistible al balance, con los riesgos latentes de la comparación entre momentos históricos muy diferentes, y también con la dificultad que siempre implica leer el presente sin la distancia del tiempo transcurrido. El momento nos invita también a preguntarnos por la vigencia de los “derechos humanos” como eje articulador de las luchas sociales, o como campo para trazar caminos.
En América Latina y desde mediados de los dos mil, distintas experiencias políticas que llegaron al gobierno consiguieron reducir la pobreza, aunque en conjunto la región siguió siendo una de las más desiguales y violentas del mundo. Cuando en muchos países –en algunos casos por vía electoral, en otros por golpes institucionales– esas experiencias fueron reemplazadas por otros proyectos ideológicos, los procesos que aspiraban a la inclusión social se revirtieron drásticamente. Los gobiernos que sucedieron al llamado “ciclo progresista latinoamericano” ensamblaron un programa económico de reconcentración de la riqueza con modelos de Estado formalmente democráticos. Bajo consignas de pacificación y consenso, estos procesos, que se extienden más allá de la región y del sur global, generan exclusión, incrementan los niveles de violencia estatal y social, y dan como resultado sociedades cada vez más desiguales.
Estos proyectos políticos, con modelos de Estado más violentos, mostraron su capacidad de limitar la vida democrática. Muches de quienes sostienen estos paradigmas utilizan los mecanismos formales de la democracia para acotarla desde adentro –con leyes y regulaciones agregadas o con políticas que tensan los marcos existentes– apoyándose en instituciones punitivas, como las policías o las agencias migratorias, en las empresas de medios de comunicación y, en algunos países, también en las Fuerzas Armadas.
Estas alianzas proponen y persiguen una democracia recortada. Con el fin de construir consensos rápidos, articulan discursos organizados en dicotomías: para lograr el crecimiento es necesario afectar los derechos económicos y sociales; para lograr seguridad hay que sacrificar la libertad y la integridad física; para garantizar el orden hay que acotar las posibilidades de organizarse y protestar. Las consecuencias de los proyectos económicos excluyentes se presentan como necesarias para fundar bases económicas, políticas y sociales que hagan viable el crecimiento.
El recorte de derechos adquiridos y la negación de otros nuevos aparecen como camino para “ordenar” la sociedad. Estos modelos son exitosos allí donde consiguen instalar esas dicotomías. Y entonces las personas pobres, las mujeres, las identidades LGTTBIQ, les migrantes y también los sindicatos y las organizaciones sociales son responsabilizades por los problemas que enfrentan los países, estigmatizades, perseguides y criminalizades. Es así que se agudizan desigualdades que, en sí mismas, bastarían para poner de manifiesto la vigencia y la necesidad del paradigma de los derechos humanos y los desafíos que generan para el movimiento que los reclama.
A lo largo de estas décadas, hemos construido los derechos humanos como un horizonte y como un enfoque. En cuanto horizonte orienta nuestras acciones: la promoción de modos de organización social que protejan la vida y la integridad y garanticen el ejercicio pleno de derechos económicos, sociales, culturales, políticos. En cuanto enfoque, son una perspectiva para analizar e intervenir en los problemas contemporáneos. Esa mirada es la que atraviesa este Informe, que no es una rendición de cuentas de lo que hacemos, sino una invitación a les lectores a mirar distintas zonas de lo que acontece desde el punto de vista de los derechos en juego, bajo amenaza o directamente arrasados, y a involucrarse para trazar acciones comunes.
Desde esta mirada, deseamos plantear algunos de los núcleos que hoy consideramos centrales para una discusión amplia sobre el tipo de democracia que queremos construir, en el presente y en el futuro.
Una primera cuestión es la participación, noción que por momentos parece vaciada de contenido, o bien porque se la entiende como mera expresión de opiniones, o bien porque fue demasiadas veces invocada y pocas, implementada.
La profundización democrática requiere entender la participación desde una perspectiva política, es decir que se pregunte por los modos de construcción y ejercicio de los poderes. Esta visión debe abarcar desde los canales digitales de comunicación que habilitan formas expresivas inéditas, hasta los procesos de organización social y política territoriales, sus formas de protección, el involucramiento de las personas en los asuntos de interés común y la protesta callejera.
En este sentido, y para referirnos a una de nuestras áreas principales de defensa de derechos, la participación es una condición necesaria para disminuir los niveles de violencia que condicionan la vida en muchos barrios populares y en las comunidades indígenas y campesinas. Incluso las experiencias más progresistas de los últimos años se basaron, sobre todo, en la transferencia de dinero a los sectores empobrecidos. Si esa transferencia no va acompañada de un trabajo sostenido de reconstrucción de vínculos, tramas comunitarias y espacios de involucramiento, los procesos de fragmentación social no se revertirán. Entonces, no se trata solo de que el Estado “vuelva” a los barrios pobres (de donde en realidad nunca se fue), sino de que colabore en el fortalecimiento de las organizaciones que realizan trabajo social y político, y no en su disolución, estigmatización o criminalización.
Al mismo tiempo, la participación de las organizaciones de la sociedad civil en el diseño, control y evaluación de las políticas públicas también es un desafío en un contexto en que las autoridades de los más diversos signos políticos se sienten muy cómodas con una idea formal y delegativa de la democracia que excluye a las organizaciones sociales de los ámbitos de cogestión de lo público, muchas veces en beneficio del sector privado con fines de lucro.
Una segunda cuestión, como contrapartida de la primera, es el carácter cada vez más opaco de los mecanismos del poder, público y privado. La digitalización de múltiples relaciones sociales parece facilitar la vida a través de interfaces cada vez más amigables. La magnitud de la extracción, almacenamiento y utilización de los datos que se acopian es sustraída del debate público o solo se conoce cuando ocurre un escándalo que afecta los intereses de algún sector poderoso.
La financiarización de la economía deriva en que cada vez sea más difícil no solo controlar sino incluso entender variables y decisiones que afectan la vida de millones de personas; casi siempre ignoramos todo sobre esos procesos.
Desde los distintos niveles del Estado, se impulsan agendas de “gobierno abierto” o e-government rodeadas de marketing, mientras zonas cada vez más grandes del Estado quedan completamente ocultas al control ciudadano a través de la extensión de la lógica del secreto. La vigilancia, cuyo poder ha crecido de manera exponencial a partir de la digitalización de la vida cotidiana combinada con modelos de Estado punitivos, parece no tener límites si de “garantizar la seguridad” se trata. Los aparatos de seguridad y castigo crecen en tamaño y expanden sus lógicas. Cada vez es más difícil conocer su funcionamiento, más allá de los escándalos que iluminan por un instante algún aspecto puntual. “Seguridad” es la voz de orden oficial para llamar al control social.
Cómo posicionarse frente a estos procesos que expropian a las personas de la posibilidad de opinar, de decidir sobre la vida en común y de controlar a quienes ejercen los poderes es un desafío que interpela a un enfoque de derechos humanos, y nos exige desarrollar propuestas alternativas que cuestionen ese estado de cosas que se supone ya dado.
La cuestión de la igualdad es, en definitiva, la que debe ser recuperada, actualizada. En los últimos años, vemos que se ha puesto en duda la igualdad como el valor social que debería organizar la vida política. Este movimiento está traccionado por decisiones que aumentaron la desigualdad socioeconómica –analizadas en este Informe– y por la consolidación de posiciones políticas que consideran que hay grupos de personas que no deben acceder a derechos, que deben perder los que han conseguido o cuyas vidas, directamente, no tienen valor.
La profundización de la desigualdad resulta también del crecimiento en tamaño y la acentuación de los rasgos clasistas de los aparatos de seguridad y de castigo. Un claro ejemplo de esto es la cárcel: se trata de una experiencia cada vez más ajena a las personas de clase media, a la que acceden solo a través de consumos culturales, de ficciones o de versiones estetizadas, mientras es una realidad cada vez más extendida entre las clases populares. El encarcelamiento masivo de pobres lleva a que une o más integrantes de decenas de miles de familias hayan pasado por la cárcel. La violencia, la corrupción y el resentimiento que genera el encierro en condiciones inhumanas se multiplican y alcanzan a círculos cada vez más amplios, repercuten en los barrios y afectan la sociabilidad e incluso la viabilidad de muchas familias. El modelo de exclusión deja fuera de la vida democrática y de la protección del Estado a vastos sectores sociales. Hoy, es central la pelea por ampliar la participación social y discutir la creciente tendencia, incluso entre los sectores más progresistas, a adoptar posicionamientos marcados por el realismo punitivo.
Hace cuarenta años, el movimiento de derechos humanos de la Argentina resultó de la articulación de miles de personas que, provenientes de distintos sectores sociales y con raíces ideológicas diversas, confluimos en un programa preciso: empujar el fin de la dictadura, investigar las violaciones de derechos humanos y buscar su sanción, difundir la verdad de lo ocurrido, no permitir su recurrencia y mantener la memoria de las víctimas. Durante la democracia, diversos actores de ese movimiento construimos líneas de acción respecto de las violaciones a los derechos humanos en el presente, en ciertos periodos políticos con mayores posibilidades de incidir en la toma de decisiones, en otros con menos.
En ese camino, en torno a algunos de los problemas sobre los que hemos trabajado, pudieron articularse movimientos masivos que construyeron sentidos comunes más democráticos. El derecho a la protesta es un ejemplo: aun cuando pueda estar bajo amenaza, el derecho a salir a la calle para expresar repudio o adhesión es ampliamente considerado como un valor que debe ser protegido y ejercido de modo activo. La salida masiva a los espacios públicos del movimiento de mujeres, lesbianas, travestis y trans, la puesta en cuestión del orden patriarcal y la demanda por la legalización del derecho a abortar son expresiones recientes de procesos de articulación de demandas democratizantes que a veces encuentran su traducción en reformas y otras no, pero que exhiben en conjunto que la lucha por los derechos está en el corazón de la vida política argentina.
Hoy, la potencia de los derechos humanos –como concepto, como memoria, como movimiento, como guía para la acción– reside en su capacidad de poner en discusión los intentos de estabilizar una noción restringida de democracia que busca naturalizar que solo son viables los modelos económicos excluyentes y la gobernabilidad basada en el orden y la mano dura. Imaginar colectivamente qué otra cosa puede ser la democracia y materializarla es el desafío que atravesamos quienes nos organizamos para transformar la realidad. Es en este sentido que el campo de los derechos humanos puede articular planteos, alianzas y caminos posibles para esta transformación.